Lo natural es no pensar, como si en tal consigna el hombre sentado en su sillón consintiera la animalidad, con ese impulso de animal remoto, civilizado.
Pero la animalidad en la ciudad o en el pueblo pequeño es cosa de gustos. Esa animalidad, cuando el hombre ha decidido reposar en su sillón después de un día extenuante (aquel día en que el azar y la voluntad lo lanzaron más allá de lo inteligible), es una opción que conforta los deseos de renuncia o paraliza, como una horrible conclusión, los intentos por darle al sillón los atributos de un mundo habitable. Aun cuando la taxidermia modele una animalidad suspendida en el tiempo, como advertencia o triunfo sobre la advertencia, el animal disecado se halla tan cerca del sillón (cómodo, como el anhelo de una antigua civilización, la mejor) que esa advertencia deja de ser un peligro, para hacerse una austera metáfora de la superación personal. Sin embargo, una metáfora no es natural, sino el empeño técnico y discernible del hombre que, como con la lanza, le permitió separarse de la naturaleza para poderla escrutar mejor, para sobrevivirla; mejor que un castor, el ingeniero impetuoso, pero demasiado silvestre, demasiado hierba y león, tan poco poético para sus adentros. Con el apego a la metáfora se admite la ignorancia de lo que, por sí mismo, es impotente mensaje. Mas en la llana comparación el halcón se hace honorable. Lo natural, por ello, es no pensar, y no aquella naturalidad con que los consejeros piensan lo natural: esa espontaneidad que ameniza el convivio, complaciente con la pesadilla de la libertad y tubérculo de la honestidad, virtud que pugna, junto con la prudencia, para salvarnos del otro. La animalidad, desde que el sillón revolucionó el instinto hasta neutralizarlo, es asunto de apegos y discrepancias. El apacible sillón delata el apacible deseo por un mundo mejor. La animalidad, no obstante, se resiste a la muerte, pero no le pesa (como al que se espera hasta comprenderla): se entrega tanto a lo imprevisto que el dolor se vuelve casi imperceptible. (El animal no piensa, es natural, pero es dócil a la cámara, que piensa por otros). Y aunque la animalidad humana siempre sea una cuestión de gustos, un gusto culposo, los laboratorios observan y separan: dan a la anomalía lo que le es propio y a la inteligencia lo que sueña. El laboratorista progresa y se escabulle en su higiene del antropólogo, que sólo solapa. El arrebato frenético en que se vislumbra el ojo del toro es perla evolutiva, residuo del caos que aún recuerda, del sillón, su vieja inexistencia. La animalidad del hombre que no piensa, pero sabe sentarse en un sillón, es temporal, porque él no soporta ya tener (ni sabe sostenerse) frente a sí, sin microscopio, una naturaleza que lo deshabita sin descanso, hasta anularlo. El animal humano es, para un sensato, sombra vital, espectro hambriento (éste es el mundo), pero sombra al fin, y el que no piensa en ella (como quien escucha su respiración o como metáfora retrógrada, nada pudorosa) y al impensarla la libera, es animal, perdido en tierra, fuego del fuego, y ni el sillón le es gloria ni salida. Lo natural resulta ser, entonces, arrear el incendio sin parpadear, surcar la sombra, sentarse a olvidar. ®