“El árbitro, cabeza pensante del cerbero, está solo sobre el terreno para tomar decisiones que tienen un peso considerable en el desarrollo y resultado del partido. El hombre en negro que parece portar un duelo de sí mismo mientras hace ver todos los colores … es el hombre de todas las paradojas y todas las contradicciones”.
La aspiración del poeta a la palabra única y exacta, concebida a fuerza de imaginarla e inmortalizarla quiméricamente, no es ajena o más osada que la gambeta impredecible o el imposible pase filtrado y el bien orquestado juego en conjunto que anhela el crack del medio terreno. La literatura ha encontrado en el futbol un espacio de expresión, no sólo con gestos y palabras propias, también con una dramaturgia propia que transmite intensidad, emoción, angustia, tedio. Algunos autores se han decantado por la cuestión moral, política, social del futbol. Otros por lo lúdico, sensual, emotivo. Este diccionario quiere, con ese irónico estilo enciclopédico típicamente francés, recopilar y mostrar cómo entre la literatura y el futbol opera ese incesante juego de intercambios.
Fragmentos traducidos y escogidos por Pedro Trujillo del Dictionnaire passioné du football
Árbitro
Aunque forme parte de un trío arbitral —una santa trinidad—, el árbitro, cabeza pensante del cerbero, está solo sobre el terreno para tomar decisiones que tienen un peso considerable en el desarrollo y resultado del partido. El hombre en negro que parece portar un duelo de sí mismo mientras hace ver todos los colores dado que es él quien distribuye las tarjetas del destino, amarilla del exigido arrepentimiento o roja de la exclusión de la comunidad y el exilio forzado, es el hombre de todas las paradojas y todas las contradicciones. Como el albatros de Baudelaire, está compuesto de grandeza y de grotesco. Todo su ser parece estar marcado por la separación entre la estética y lo jurídico, la fealdad y el ridículo físico y la nobleza soberana de su función. Falso reportaje, El árbitro de futbol, del escritor noruego Dag Solstad, subraya la extrañeza del personaje: “Mientras más gritamos, más chiflamos, más parece seguro de sí mismo. Al verlo tomar decretos con la cólera bestial de miles de espectadores en contra, por ejemplo cuando concede un pénalti apuntando un dedo blanco como la tiza hacia el área de castigo, he tenido la impresión de que este ser banal, ligeramente ridículo y con el cráneo frecuentemente calvo, se transformaba en un gigante con hábito negro”.
Christian Bobin nota igualmente esta inquietante extrañeza a propósito de un plano a detalle sobre la cabeza pelona de un árbitro1 durante la retransmisión de un partido de fut de la Copa de Europa, Mónaco contra Leverkusen: “Es algo que no he visto jamás, un árbitro calvo. El futbol es un arte más que un deporte —practicado por jóvenes, florecientes, y eso no tiene nada que ver con la calvicie. Encuentro de una gracia total y de una gran belleza a este Nosferatu del césped, cómico, casi benévolo. Me recuerda una frase de Pascal, que le había robado a Montaigne: ‘Los niños se asustan de las pinturas que han pintado ellos mismos’”.
El escritor uruguayo Eduardo Galeano ha señalado a su vez las paradojas de este hombre, “arbitrario por definición”, “verdugo de ópera”, cuyo trabajo “consiste en hacerse detestar”, atrayendo un odio unánime sobre sí mismo y su modo de existencia en el mundo es ambiguo. En efecto, el colegiado es a la vez intruso al ser encargado de “seguir el balón blanco que va y viene entre pies que no son los suyos” y un ser de presencia indispensable porque constituye un factor de causalidad (“excusa de todas las faltas, explicación de todos los golpes”).
Esta ambivalencia se sitúa al nivel mismo de la Ley que el árbitro considera encarnar. La refutación, de Yves Laplace, muestra cómo la vocación se inscribe en el orden de la ley paternal, de lo simbólico, del lenguaje: “Mi sentido innato de la justicia, mi gusto por el derecho, la exigencia vital que siento de tener siempre la última palabra, decidirían una vocación imposible de apaciguar: árbitro era, árbitro soy, árbitro seré. No se escatima cuando se trata de honorar a su padre”. Porque él representa la Ley, lo prohibido, el reglamento escrito, el árbitro de futbol es también una suerte de superyó deambulando en el “estadio” más arcaico de la libido. Y es así que, bien a su pesar, invita a los sujetos a retroceder y permite al deseo de la destrucción violenta, a la pulsión de la muerte, desencadenarse. La jauría sádica de hinchas con Michel Serrault2 a la cabeza, lanzada de manera histérica sobre Eddy Mitchell3 (un árbitro que desgraciadamente pitó un pénalti) en el filme A muerte el árbitro (1981), de Jean-Pierre Mocky, nos lo recuerda. El árbitro mismo está invitado a volver en un antro anal, a la regresión, hasta el abismo cloacal del “cagadero”. En San Antonio regresa la pelota (Frédéric Dard) la parodia de la partida que opone el equipo de Francia al equipo Eccema se termina lógicamente por la muerte, ya no simbólica y verbal, sino real y criminal del árbitro: “La grey se desgañita porque el árbitro no sancionó la falta ¡Se le abuchea! ¡Se le chifla! ¡Se le lanzan invectivas! ¡Se le restituye! ¡Se le destituye! ¡Se le insulta! ¡Se le agobia! ¡Se le degrada! ¡Se le profana! ¡Se le deshonora! ¡Se le niega el silbato! ¡Se le niega! ¡Se le amordaza, se le desamordaza! Pero a él parece no importarle, al árbitro, como si se tratara de algo cotidiano. Está acostado sobre el terreno, la nariz metida en el césped”.
El holocausto, un cuento de Camilo José Cela, evoca, entre ironía y humor negro, el ahorcamiento de dos árbitros presuntuosos colgados de la parte superior de la puerta del vestidor. Éstos osaron pitar un pénalti contra el equipo local. El humor del texto nace de la inadecuación del tono frío, distanciado, casi juguetón, superficial, hasta la gravedad que evacua la dimensión trágica, pero también de la diferencia entre la barbarie de la ejecución y la codificación excesiva de la costumbre, la edificación de la horca habiendo sido subvencionada por el padre de familia de la comunidad. La apertura falsamente cínica, que evoca el humor swiftiano, da la lección del relato. Si los árbitros de futbol más experimentados siguieran la moral pragmática de Voltaire según la cual “el amor a la verdad debe detenerse en el preciso momento en el que su piel está en peligro”, sería posible de “erradicar de una vez por todas esta actitud enojosa” que portan los silbantes: “ciertamente es loable pitar penales (sería bueno recordarlo en un artículo del reglamento) pero, si hay que correr el riesgo de terminar al final de la cuerda, el árbitro haría bien en abstenerse, sea sustituyendo con tiro libre a esta sanción, sea, por poco que las circunstancias lo permitan, cerrando los ojos. Es buen momento para revisar un reglamento tan desusado como inadaptado”.4
A la locura de los actos humanos que se traduce en deseo de destrucción del otro responde la locura del lenguaje y del discurso.
Interpretar eso que pertenece al juego pero que no es producto de él, evaluar la culpabilidad y la premeditación, puede parecer fácil. Nada es más arduo. La complejidad del arbitraje aparece si se rechaza troquelar una imagen negativa del hombre de negro y si se considera la legalidad del juego que delimita el futbol y le permite funcionar. En efecto, es el conjunto de las reglas específicas que produce la libertad del jugador, determina su poder de reacción y le permite escoger tal estrategia o tal acción sometiéndose a normas y limitaciones. Sin embargo, esta legalidad presenta contornos borrosos. ¿No hablaba Antonio Gramci de una ley no escrita de fair play? La Tabla de las leyes se revela inoperante para juzgar distintamente ciertos actos que se erigen del simulacro, de la trapacería, del engaño. ¿Cómo ser parte entre el gesto anti-juego, el atentado perpetrado a sabiendas, la falta premeditada sin circunstancias atenuantes y la barrida completamente a destiempo, piernicida involuntario? ¿Cómo establecer la intencionalidad de la mano, voluntaria o involuntaria? ¿Cuál es el umbral de tolerancia para el jalón de camiseta, la carga por la espalda, los empujones? ¿El atacante se ha ido de bruces en el área, víctima inocente de la guadaña de un tipo desalmado, o ha formado parte de una mascarada bufonesca al deslizarse sobre el pasto? ¿Hasta qué grado la brutalidad puede ser justificada en nombre de un ideal absoluto de la virilidad sin verterse en la violencia pura y caer bajo el peso de la ley? La perversidad de la ley, como mostró Michel Faulcault, consiste en producir ella misma ilegalidades, en crear una delincuencia que pueda administrar. El futbol no escapa a esta regla. La treta forma parte del juego, representa una de las soluciones posibles que se ofrecen al jugador. Tal es la posición de Christian Bromberger (El partido de futbol. Etnología de una pasión partisana en Marsella, Nápoles y Turín): “Sólo a los teólogos y teóricos del deporte se les ocurriría pensar que una derrota puede ser honorable”. Así, la mano del Diablo Maradona marcando un gol decisivo para Argentina en la Copa del Mundo hace parte integrante del universo jurídico del futbol…
El árbitro no es siempre entonces ese hombre de la arbitrariedad que aplica ciegamente a ley, tomando un sádico placer al ejercer el poder de sancionar. Christophe Donner lo presenta en Mi tío como un ser equívoco, vapuleado por la duda. En lugar de esbozar un retrato monolítico del árbitro, héroe de la certidumbre triunfante, busca comprender las fallas del hombre, a cercar las hesitaciones y las aflicciones del la conciencia. Fuera de toda vocación masoquista, esta aprehensión se abre sobre un placer sutil. Opuestamente a la “ebriedad fulgurante” cuando el balón penetra en el arco, Donner siente la “exaltación de la duda” cuando ve a Joel Quiniou5 sancionar una falta con una pena máxima o una expulsión: “Joel, ahí está, en medio del terreno, rígido, ya inflexible, inmovilizado en el punto preciso en el que su conciencia le hace mal, en el entretiempo en el que las convicciones de los otros van a estrellarse, es esa pequeña piedra entre dos bloques de piedra que pertenece sólo a él, Joel, mantener separadas. La dureza absoluta de esa duda que deber ser más fuerte que sus certezas, más fuerte que lo que han visto, porque si cede, si los dos bloques se tocan, se hunden, y él con ellos”.6
La emoción y la belleza del futbol están ligadas a ese poder exorbitante que posee el hombrecillo de negro, única cara al mundo y a sus dudas: “Joel piensa que el árbitro debe ser un soberano, el partido debe seguir siendo un momento fuera del tiempo y de las influencias exteriores, una suerte de barco a bordo del cual él es el único amo, un espectáculo también, pero piensa que se debería poder utilizar el video para sancionar un jugador ulteriormente”.7 ®