En Ciudad de México viven aproximadamente 1 millón 200 mil perros callejeros, muchos de ellos enfermos, de acuerdo con un informe de la Brigada de Vigilancia Animal de la Secretaría Ciudadana. La mayor parte de las enfermedades que padecen los perros callejeros son causadas por parásitos.
Carta núm. 1 a un perro callejero
Voy a nombrarte Tiliches.
Has decidido seguir a ese hombre errante, alto, fuerte, moreno, de sucio cabello rizado, que en el semáforo de San Fernando e Insurgentes camina drogado entre coches
(paso vacilante, hablando para sí mismo,
los ojos vacíos inyectados de sangre)
incapaz de utilizar el trapo peludo y polvoso en su mano para limpiar un vidrio a cambio de monedas.
Cachivache era mi otra opción para nombrarte.
Desde que decidiste seguirlo, hace once meses, comencé a fijarme en ese hombre:
- Trabaja de noche.
- Siempre en la misma esquina.
- En la baja rama mutilada de un árbol sin hojas cuelga su oscura gabardina larga como vestido de coctel con decenas de objetos metálicos misteriosamente adheridos a la tela:
llaves
pulseras de aluminio
pines
medallas
muñecos de plomo
pequeñas latas
balines
tapas oxidadas
el cuerpo de una pluma estilográfica
vacía de tinta
y
dos sonajas arrancadas
de un pandero.
Y yo imagino, Tiliches, que a ti te atrajo el sonido de ese hombre cuando camina con su gabardina. Sonido de campanas rotas. Un tin tin tín increado. No resuena; desaparece sin brillo, como si balas cayeran una y otra vez sobre piso de piedra.
Enfermedad
- En Ciudad de México viven aproximadamente 1 millón 200 mil perros callejeros, muchos de ellos enfermos, de acuerdo con este informe de la Brigada de Vigilancia Animal de la Secretaría Ciudadana.
- La mayor parte de las enfermedades que padecen los perros callejeros son causadas por parásitos.
- Dentro de los comportamientos parasitarios, por cruel y salvaje, destaca el del ácaro (causa de sarna).
Tiliches tiene los ojos cerrados
Cerca de la medianoche. Comienza a llover. Salgo del callejón Fuentes Brotantes hacia San Fernando (esa esquina dominada por la siniestra visión del muro frontal blanco con una línea horizontal rosa de una cárcel para adolescentes). Y yo, que fui educado para nunca cargar con un paraguas, corro hacia Insurgentes durante cuatro minutos hasta que, a la altura de Peña Pobre, el agua para y la luz roja del semáforo se refleja en el hirsuto cabello oscuro del hombre, quien vaga entre coches con su trapo sucio en la mano. Cruzo la calle hacia el camellón.
Tiliches, arropado bajo la empapada gabardina decrépita, se rasca frenéticamente con una pata el lado izquierdo de su cuerpo.
Tiene los ojos cerrados.
Dolor
El ácaro excava túneles bajo la piel del perro. La piel queda roja y tumefacta. Surge una comezón tan dolorosa que el perro no puede dormir. Tan dolorosa que el perro no puede pensar con claridad, y sus pensamientos se vuelven oscuros y desesperados. Una oscuridad habitada por el dolor y la angustia: la angustia de sentir que haga lo que haga (morderse, rascarse o revolcarse en la tierra), el dolor no se irá. El dolor permanecerá ahí, dentro de su cuerpo, intenso y tumefacto, con la implacabilidad de una condena.
Los perros con ácaros vagan raquíticos y solitarios (sus jaurías tienden a darles la espalda, pues enfermos no les sirven para nada). A causa del sufrimiento tienden a emitir ruidos raros, entre lloriqueo y ladrido. Ruidos cortos, agudos y suaves, de miedo y de furia, que persiguen una intención inocente y absurda: ahuyentar a los fantasmas del dolor por medio del sonido.
Carta núm. 2 a un perro callejero
Al recordarte, Tiliches, rascando tu cuerpo mojado bajo lluvia nocturna, caigo en la cuenta de que este asunto tan extraño
(el porqué te estoy escribiendo una
carta)
resulta, claro, más complicado.
Este repentino cariño que por ti siento se relaciona con cosas ocultas. Con antiguos secretos. Con miedos, prejuicios, epifanías y culpas de mi pasado en torno a los perros callejeros.
Soledad
Los perros fueron lobos que renunciaron a la vida salvaje para vivir al lado de humanos, quienes les demostraron amor y protección.
Los perros callejeros son perros sin humano, y por lo tanto perros mutilados. Esta mutilación no es física sino emocional. Su naturaleza es adorar a un humano y su máxima felicidad consiste en obtener el cariño de ese humano: ser su perro. Habitar un mismo hogar.
Si un perro no logra conseguir la vida en común con mujer u hombre, su existencia en la calle está condenada a marginalidad y sufrimiento.
Carta núm. 3 a un perro callejero
Fui educado, Tiliches, para no cargar con paraguas y nunca caminar por calles nocturnas. La noche, durante mi infancia en la coyoacanense colonia Parque San Andrés, era el momento en que las calles se transformaban. Las mismas cosas ya no eran las mismas cosas. Surgían plenas de otros significados. Significados perversos y enigmáticos.
Desde la ventana de mi cuarto podía ver un pequeño pedazo de la esquina que conforman América y Pensilvania, y a esa visión sesgada de un mínimo espacio entre dos calles se reducía mi acercamiento real con las tinieblas de la ciudad.
Lo demás, Tiliches, era el horror.
Había escuchado dos historias sobre la noche que mis amigos Mario y Carlos me contaron con voces opacas.
- Un pesero atropelló a una prima segunda de Mario afuera del Estadio Azteca. Había ido con su novio a un partido del América. Quedó paralítica. Tenía dieciocho años. El chofer estaba borracho.
- La madre de Carlos recibió un balazo durante un asalto en Polanco. Fue a una fiesta a 200 metros de su casa. Regresó caminando a las dos de la madrugada. Un muchacho la encañonó. Dio reloj, bolsa y zapatos de tacón, pero se negó a desprenderse de su anillo matrimonial. El muchacho le disparó en el pie izquierdo y salió huyendo. La bala le destrozó el dedo gordo. Conservó el anillo. Su esposo llevaba cuatro años muerto.
Y, Tiliches, estas dos historias sembraron el horror en mis noches. Un horror que se desprendió de Mario, su prima segunda y el Estadio Azteca, de la madre de Carlos y su dedo destrozado; se desprendió de esas cosas concretas para convertirse, merced a mi enfermiza imaginación musical, en un horror abstracto que nacía de los sonidos.
Daba igual tener los ojos abiertos o cerrados. Acostado en la cama, mi imaginación construía horribles historias desde los ruidos:
Sirenas de ambulancias significaban incendios, botes de basura derribados por el viento eran pasos de asesinos sueltos y motores de camiones lejanos se convertían en aviones de combate.
Y esta última imagen me venía de un lugar que podía identificar: mi abuelo paterno combatió hacia el final de la Guerra Civil española a los dieciséis años cuando, al quedarse sin soldados, los republicanos comenzaron a reclutar adolescentes en Barcelona.
He visto fotos. Mi abuelo era imberbe, pero llevaba un fusil al hombro. Sobre la guerra no decía mucho; me contó un único relato: que una vez, en las trincheras, tuvieron que asar a un gato.
Mi abuelo había crecido con un siamés de nombre Escopeta. Así que prefirió el hambre.
Asesinato
Con respecto a los perros callejeros, los humanos chocan entre ellos. Hay humanos que los aborrecen, hay humanos que los compadecen y hay humanos que permanecen indiferentes. Entre los dos primeros grupos, algunos llevan sus sentimientos hacia los perros callejeros hasta las últimas consecuencias: Hay humanos que los adoptan y hay humanos que los envenenan.
Cuando en una sociedad surgen comportamientos irreconciliables, es necesario que intervenga el gobierno para controlar la situación y evitar posibles enfrentamientos.
1 millón 200 mil perros callejeros.
Humanos que los acogen en sus casas
contra
humanos que los maltratan.
- Al año en Ciudad de México se sacrifican en promedio 180 mil perros callejeros, de acuerdo con la Agencia de Atención Animal de la capital.
- La eutanasia canina cuesta 440 pesos en la Ciudad de México.
¿Y qué ocurre con los perros sacrificados?
Los perros sacrificados en Ciudad de México son enviados a un relleno sanitario (la Estación de Transferencia de Desechos Orgánicos e Inorgánicos, en Xochimilco), donde sus restos putrefactos contaminan los mantos freáticos.
Carta núm. 4 a un perro callejero
Tiliches, te decía: durante mi infancia experimentaba despierto pesadillas nocturnas que nacían de los ruidos. Estas pesadillas se encarnaron la noche del 18 de agosto de 1995, dos días antes de que cumpliera nueve años. Fuimos al cine del barrio (en la calle Madrid esquina Centenario) a la función de las 20:30 horas y, al regresar a casa, parecía noche cerrada, lo cual para mí era una experiencia inédita.
Sí: las mismas cosas ya no eran las mismas cosas. Habían adquirido distintos aspectos, otras formas. De noche, los edificios, esquinas, callejones, letreros y semáforos de siempre adquiría otros significados. Significados lúgubres y recónditos.
Los vi cuando papá giró en “U” sobre Miguel Ángel de Quevedo para poder entrar a Inglaterra, nuestra calle. Primero vi sus sombras. Detrás del sauce llorón en la banqueta frente al condominio donde estaba nuestra casa dos presencias negras se movieron. Una alta; la otra baja. La alta, angosta; la baja, larga. La angosta, recta. La larga, curvada. Papá tocó el claxon, salió el portero y yo volteé la cabeza y por el espejo de atrás los vi a detalle bajo la claridad lunar:
Un hombre y un perro.
El hombre en andrajos, con el cabello revuelto y la negra barba rala; el perro oscuro con manchas y cojeaba de la pata posterior izquierda. Los dos muy flacos. El hombre iba delante con paso lento; el perro lo seguía renco, aunque contento.
Desde ese momento, el hombre y el perro se convirtieron en habitantes de la calle de Inglaterra. Se instalaron bajo un sauce llorón; encontraron cobijo bajo el refugio de sus ramas tristes.
Y yo experimenté una extraña certeza que guardé como íntimo secreto en mi corazón: el hombre y el perro eran seres de sombras. Su existencia pertenecía a la esfera de la noche. Yo pertenecía a la esfera del día; mi vida en la ciudad sucedía iluminada por la luz solar. Sin embargo, mi curiosidad —(la curiosidad de haberle pedido a mamá ver la película Jumanji con Robin Williams— me había llevado a invadir la dimensión nocturna, y esa transgresión les daba al hombre y al perro (esos seres nocturnos) el derecho a transgredir la diurna esfera de mi existencia.
Pero, Tiliches, miento, y esta mentira es el centro mismo de esta carta: no eran un hombre y un perro. Para mí no lo eran, porque me negué a nombrarlos. Atribuirles un nombre significaba individualizarlos. Darles la condición de vecinos, de seres que compartían conmigo (y mi familia) un mismo espacio físico. Y yo, Tiliches, era un niño mimado. Un niño prejuicioso y con miedo. Con miedo de la ciudad y de las cosas que la habitaban durante la noche. Y cuando esos seres nocturnos invadieron el día, sentí que el horror se apoderaba de mi corazón.
Los propietarios de casas en la calle de Inglaterra comenzaron a odiar al vagabundo y al perro que dormían bajo las ramas del sauce llorón. Un odio duro y frío, irracional y asfixiante. Se convocó una junta de vecinos. Mi mamá puso la casa; ofreció donas, café y vino.
“Hoy amanecieron heces afuera de mi casa”, dijo la señora de la casa 127, “…y algunas eran humanas…”, agregó con cara de asco. La señora del 127 era ancha y rosa, al igual que su casa.
Yo espiaba la reunión desde las escaleras; metía la cabeza en el espacio entre los dos escalones superiores y veía parcialmente cuerpos y rostros en la mesa de la sala. Lo escuché todo.
La voz acerada y bamboleante de un hombre al que no pude ver, pero imaginé viejo y de nariz grande, dijo:
“¡Pues los envenenamos y ya está!”
Se escucharon dos estallidos de ruidos cortos y huecos, como de risas rotas, y luego sobrevino un silencio de voces que se llenó con tintineos de cucharas contra tazas y vino cayendo en copas de cristal.
“Echamos chuletas envenenadas”, continuó el hombre con voz más oscura y más alta, “y si alguien pregunta decimos que fue Fuenteovejuna”.
Y entonces las risas se completaron, incómodas y agudas, demasiado rápidas y estilizadas como para inspirar confianza.
Risas de histérica gente aterrada.
Abandono
Este perro callejero es flaco y contraído. Orejas gachas y piel tan débil que tres costillas sobresalen agudas, punzantes, como si en cualquier momento fueran a reventarla. Y entonces, si las costillas destrozaran la piel, podría tener a su disposición por primera vez en su vida un hueso completo. La mirada perdida en el suelo. Tensas las patas delanteras y las traseras flexionadas; la izquierda levemente levantada, lo que invita a pensar que está retrocediendo. La delgada cola fláccida ligeramente doblada. Revela miedo su cuerpo contraído.
Miedo y enfermedad.
Miedo, enfermedad y hambre.
Miedo, enfermedad, hambre y angustia.
Miedo, enfermedad, hambre, angustia y frío.
Miedo, enfermedad, hambre, angustia, frío y tristeza.
Es un perro esculpido en bronce por Girasol Tello (a petición de la ONG Milagros Caninos) sobre una base de piedra colocada frente al número 40 de la calle Moneda, en el centro de Tlalpan.
Tiene una placa que lee:
“MI ÚNICO DELITO FUE NACER Y VIVIR EN LAS CALLES O SER ABANDONADO. YO NO PEDÍ NACER Y A PESAR DE TU INDIFERENCIA Y DE TUS GOLPES, LO ÚNICO QUE TE PIDO ES LO QUE SOBRA DE TU AMOR. ¡YA NO QUIERO SUFRIR, SOBREVIVIR AL MUNDO ES UNA CUESTIÓN DE HORROR! ¡AYÚDAME, AYÚDAME POR FAVOR”.
El perro se llama “Peluso”, pero los vecinos lo conocen como el Monumento al Perro Callejero.
Carta núm. 5 a un perro callejero
Poco después, Tiliches, el vagabundo de mi calle amaneció muerto.
Lo encontró el conductor del camión de basura a las cinco de la mañana.
Le pregunté a mamá si lo habían envenenado.
Murió acostado, con la cabeza apoyada sobre las ramas del sauce llorón, al lado de su perro.
Mamá me abrazó y negó con la cabeza.
Y el perro corrió por Miguel Ángel de Quevedo tras la ambulancia que se llevó el cadáver del vagabundo.
Luego el perro regresó y se acostó bajo el sauce llorón. Se negó a comer y dejó de vagar. No hacía ruidos, no se movía. Así pasó cinco días y murió al sexto
(de miedo
de enfermedad
de hambre
de angustia
de frío
y de tristeza)
en el mismo lugar en el que 144 horas antes su humano había muerto.
Continuidad
- Ácidos aromas indistinguibles. Tiras largas y aguadas. Esquina de Av. Aztecas y Rey Nezahualcóyotl, cerca del Parque Huayamilpas. Miércoles 21 de marzo. 5:43. Justo antes del alba. La responsable: una perra callejera mediana marrón y peluda con manchas blancas que acecha un puesto de tamales en busca de migajas.
- Olores confusos a ¿pollo y kombucha? Masa única desparramada. A la mitad de la calle Himno Nacional, cerca de Zacatenco. Martes 17 de abril. 12:23. Tarde incipiente. El responsable: un perro callejero pequeño y blanco que se ha cansado del sol y busca cobijo a la sombra de un pálido árbol.
- Notas a maíz y azúcar. Varias bolitas con fragmentos de servilleta. Avenida Taxímetros a la altura de Lago playa, en Bosques de Aragón. Lunes 7 de mayo. 18:15. Tarde desgastada. La responsabilidad resulta incierta; oscila entre el amor desigual entre un pequeño perro callejero negro que infructuosamente intenta penetrar con su pequeño pene duro la vagina de una gigantesca perra callejera gris con blanco.
- Nada, inodoro. Un tubo petrificado con restos de pasto. Mitad de la Calzada Tláhuac-Chalco. Domingo 3 de junio. 23:07. Noche seca. No ha llovido en meses. Esto lleva aquí tanto tiempo que resulta imposible determinar responsabilidades.
¿Qué le da cohesión a la Ciudad de México?
¿Qué es eso que todos sus habitantes encuentran sin importar que estén en Huayamilpas, Zacatenco, Aragón o Chalco?
Cacas de perros callejeros.
La mierda de canes marginales es el elemento de continuidad más evidente en el mapa de nuestra ciudad.
Carta núm. 6 a un perro callejero
Y yo, Tiliches, había olvidado todas estas cosas hasta el día en que te vi al lado del hombre de la gabardina sonora. Decidí seguirlos.
El miércoles 23 de mayo, tras cuatro horas y media, se fueron del semáforo de Cuicuilco–Insurgentes a las 23:15 y avanzaron por San Fernando 11 cuadras hasta el Callejón Carrasco (tú cagaste tres líneas esbeltas y largas en la esquina con Las Flores) e inmediatamente giraron a la izquierda sobre Vivanco, luego otra vez a la izquierda en Guadalupe Victoria y caminaron cien metros hasta un cajero automático.
Dentro del cajero, el hombre puso la gabardina estirada sobre el piso a manera de cama y los dos se acostaron con los cuerpos pegados (el tuyo peludo; el de él, muy flaco). Comenzaste a rascarte el costado izquierdo, donde pude ver un pedacito de piel roja e irritada.
Tiliches, yo nunca vi los cadáveres.
Ni el del perro ni el del vagabundo. Desaparecieron sin rastro del panorama de mi infancia.
No haber presenciado sus muertes me inquietó por un tiempo. Me inquietaba la idea de que los cuerpos ya no estuvieran sobre la banqueta. Que la vida estuviera ahí una noche y a la mañana siguiente desapareciera.
Tal vez haberlos visto muertos sobre las raíces del sauce llorón me hubiera tranquilizado.
Pero así como nunca los nombré, no tenía ningún derecho a contemplar sus muertes.
Amor
La única posibilidad de sobrevivir que tiene un perro callejero en Ciudad de México es formar parte de una jauría, y así, entre varios perros callejeros unidos por una noción canina de pandilla, defenderse de miedo, hambre, enfermedad, angustia, frío, tristeza y muerte.
Para una jauría, el humano es enemigo. Sin embargo, en la intimidad de cada perro callejero, el humano sigue siendo la máxima aspiración de su vida. Es una aspiración que debe llevar oculta en su interior e intentar conseguirla en secreto, cuando esté solo y pueda acercarse a mujeres y hombres por su cuenta.
La inclemencia de la vida en la calle va enterrando en el corazón del perro callejero esa aspiración hasta casi desaparecerla. Y el perro callejero termina por sentir el peso de su trágica e inexorable realidad: nunca tendrá un hogar.
Pero el casi es muy importante: es el origen de perros callejeros excepcionales, perros callejeros románticos que, a pesar de haber renunciado al sueño de un hogar, deciden abandonar su jauría para hacer vida al lado de humanos marginales, quienes, al igual que ellos, vagabundean flacos, hambrientos, con frío y enfermos por las calles de Ciudad de México.
Carta núm. 7 a un perro callejero
Cuando te vi, Tiliches, regresó a mí la culpa de haber sido un estúpido niño mimado. Al verte, sentí la necesidad de redimir mi pasado. De nombrarte. De nombrar a tu humano. De purgar mis culpas individualizando sus vidas. Identificando sus rostros. Conociendo sus rutinas, penurias, costumbres y alegrías.
Y tenía, Tiliches, planes de continuar siguiéndolos. De descubrir si todas las noches dormían en el mismo cajero automático. De espiar tus festines dominicales entre los restos de comida que quedan sobre la calle hacia las seis de la tarde cuando se levanta el mercado San Fernando. Y de darle a tu hombre un medicamento para que te sacara los ácaros del cuerpo.
La noche en que los seguí hasta el Centro de Tlalpan fue la última vez que te vi.
Al día siguiente apareció solo tu humano en el semáforo. Y así han sido todos los días durante cuatro meses hasta que ayer, cuando tu hombre pasó con su trapo al lado de mi coche, bajé la ventanilla, y pregunté por ti.
“¿Qué ha pasado con el perro?” Se me quedó mirando por un instante y le dejé una moneda de 10 pesos en la palma de la mano. “El perro negro…”, insistí.
Tu hombre, Tiliches, comenzó a alejarse sin decir nada, y la demencial colección de metales adheridos a su gabardina comenzó a chocar entre sí, sonando tin tin tin. ®