Uno de los centros nocturnos más célebres de la Ciudad de México lo fue, sin duda, El Nueve, un bar gay que funcionó entre 1977 y 1989 y que se ha convertido en una historia de referencia en el desarrollo de la diversidad cultural no sólo de la capital sino del país.
El creador y principal promotor de ese fenómeno fue Henri Donnadieu (Francia, 1943), quien, tras haber hecho fortuna en Nueva Caledonia, llegó a México en 1976, y en cuestión de meses montó, con un socio, el legendario centro nocturno, por donde pasaron muchos personajes de la cultura, el espectáculo y la política de México.
En 2019 el doctor en Ciencia Política y exitoso empresario publicó sus memorias en un libro titulado La noche soy yo (Planeta), en el que relata su vida, en la que ocupa un lugar central su estancia en México. Sobre aspectos de ese texto tuvimos una charla con Donnadieu.
Ariel Ruiz (ARM): ¿Por qué este libro de memorias, como dice Rogelio Villarreal al principio, “de la libertad, el talento, de la belleza, de la sensualidad de un personaje y, le añadiría, de un personaje homosexual”? ¿Por qué este, como usted dice al final, “homenaje a la noche”?
Henri Donnadieu (HD): A final de cuentas, desde niño la noche ha sido mi compañera. Desde muy niño tenía un problema: que en la noche no me quería dormir porque tenía miedo de no despertarme. Entonces aprendí a vivir de noche, como vampiro. No me gustaba dormirme, porque para mí era morirme. Eso me ha perseguido por mucho tiempo en mi vida.
Le voy a ser sincero: a partir del tercer año de secundaria, en mi primera disertación sobre Rimbaud, obtuve el primer premio de filosofía a nivel nacional. Toda mi vida había soñado escribir, pero quería ser el mejor, y como sabía que iba a ser de los peores, nunca me atreví. Tenía en mi cabeza que tenía que ser algo excepcional, pero como tenía en mi cabeza que no lo podía lograr, no lo hice.
Sin embargo, escribí textos en español: en El Nueve tuve una pequeña compañía de teatro, la Kitsch Company, y yo escribía los textos de todos los espectáculos, y no escribía tan mal: cada que lo hacía era con un churro de mota y con un poco de goma de opio, además de un poco de imaginación desbordada.
AR: También menciona los hongos.
HD: Sí. Hay que decir la verdad porque si hablo de mi vida tengo que decir la verdad, ni tampoco soy un santo.
AR: Al principio me llamó la atención cuando relata que su familia y el pueblo donde vivía respetaron mucho su condición de homosexual.
HD: Nací en un pequeño pueblo de dos mil o tres mil habitantes, un pueblo maravilloso que está en la carretera que va de París hacia Niza y la frontera italiana. De un lado de la carretera estaba el mar y el pequeño, pero muy bonito, puerto de pescadores, y del otro estaban unos campos de cultivo de claveles, y en medio había árboles de durazno. Imagínese: cuando estos estaban en flor eran rosados, y los claveles rojos, lo que era maravilloso. Eso ya no existe.
Donde yo nací era la región más turística no sólo de Francia, sino de Europa, que es la Riviera francesa, la Costa Azul. Ahora es puro edificio, ya no hay campo.
De niño me desarrollé dentro de la campiña, en la naturaleza, que es algo que siempre me ha gustado mucho, y que es parte de mi sencillez.
Yo nací a mediados de la Segunda Guerra Mundial; mis primeros años y hasta adolescente había un estigma porque Francia también colaboró con los nazis, el régimen de Vichy. Mi padre era de la resistencia, pero más de la mitad de Francia era colaboracionista. Entonces había una mala conciencia, y la historia del gueto siempre me pareció terrible. Toda mi vida he tratado de escapar de los guetos.
Mi primer recuerdo es que mi abuelo me llevaba al cine, y yo veía a los actores, no a las actrices; de niño coleccionaba muñecas, les ponía nombres, las educaba; mi papá, que era policía, me llevaba a ver camiones, metralletas, y al día siguiente yo había intercambiado todo por muñecas. Mi papá me quería matar, pero ni modo. Yo siempre me asumí de manera natural y nunca tuve problema.
Desde muy temprano fue mi definición en el ámbito sexual, y con mi hermano de leche nos íbamos a caminar y a buscar aventuras. Pero en el pueblo la gente me respetaba porque fui el primero en ir a la secundaria, el primero en asistir a la universidad; entonces me veían como a un muchacho con el que no había que meterse y que había que respetar por su inteligencia. Hablo de principios de los años cincuenta.
En la primaria tenía muchos apodos, pero me hacía amigo de los burros, que eran más grandes y más fuertes, que no pasaban de año, y yo les ayudaba con sus tareas y ellos me protegían. Entonces nadie se metía conmigo.
En el pueblo la gente me respetaba porque fui el primero en ir a la secundaria, el primero en asistir a la universidad; entonces me veían como a un muchacho con el que no había que meterse y que había que respetar por su inteligencia. Hablo de principios de los años cincuenta.
De niño y de joven era afeminado; después, ya más grande, eso se me perdió.
AR: Menciona su origen campesino. Hay una frase en su libro de la que dice que sería una constante en su vida: siempre mirar hacia arriba.
HD: De niño no teníamos baño adentro, no teníamos regadera ni nada; el baño estaba afuera, que era una fosa séptica, la que también servía para el abono para los árboles frutales, para las verduras, porque así se hacía antes.
Me sentaba en la fosa séptica, en la casa de mis abuelos, donde había un riachuelo con juncos, desde donde trataba de tocar el cielo, que es algo que se ha convertido en un arcano. Toda mi vida mi mirada ha ido hacia arriba; nunca miro hacia abajo. Por eso me tropiezo tanto en las calles de México: porque miro siempre hacia arriba.
Cuando estoy en mi casa, en la noche, me encanta ver el cielo, aunque no se vean muchas estrellas ni nada.
AR: ¿Qué le dejó su origen campesino? Parece muy alejado de los ambientes donde se desarrolló después.
HD: Me enseñó la sencillez. En mi vida he sido multimillonario, pero para mí el dinero nunca ha contado. Me recuerdo de niño teniendo a mi abuelo, que había trabajado en una casa burguesa en Niza antes de casarse con mi abuela, un ama de casa que tenía un gran sazón y la gente hablaba de eso.
Nací en medio de la Segunda Guerra Mundial, como le dije, y no había nada de comer. Recuerdo que de niño nos comíamos un pollo a la semana, pero en la vida he comido pollos tan ricos. Teníamos gallinas, el huevo era riquísimo, y cuando se mataba un puerco… También, después de llover salía con una cazuela para recoger los caracoles y los hacía mi abuela.
Sin tener lujos, tuve la suerte de disfrutar de algo maravilloso, como lo eran las fiestas familiares: eran zafarranchos, de que “tu marido se metió con la mujer tal”, y volaban las sillas y eran pleitos. Pero después todo el mundo estaba de acuerdo.
Eso era la verdad de la vida, la que muchas veces en la ciudad no se encuentra porque hay más hipocresía; la gente es más reservada, no saca las cosas: peor tantito.
AR: Usted fue un estudiante destacado, y cuenta que su padre, con pocos recursos, le envió a Londres, pero que su comunidad cooperó para que usted pudiera ir.
HD: Es que los profesores de inglés en la secundaria en Francia son un desastre, y a los franceses no nos gusta tanto el inglés: somos muy nacionalistas. Pero entonces fue la primera vez que reprobé algo, porque ni Medicina reprobé, aunque no me gustaba. Mi papá me dijo que tenía que ir, y me di cuenta de que mi papá había puesto a toda su brigada de Policía a participar en mi viaje a Londres porque cuando me fui estaban todos despidiéndome, todos muy orgullosos. En esa época viajar en avión de Niza a Londres y mantener tres meses a alguien estudiando allí representaba un sacrificio enorme.
AR: Usted estudió Ciencia Política, y lo hizo con profesores como Maurice Duverger, Raymond Aron…
HD: Eso me sirvió mucho porque soy un ser muy preparado. Por circunstancias de mi vida, una vez he hecho política, y resultó que por eso estoy aquí: me tuve que escapar porque me iban a matar o a hundir.
Pero en toda mi vida la pasión es la política; en mi vida tengo dos pasiones: la política y el cine. En casa lo que veo todo el día y toda la noche —porque me duermo muy tarde— son CNN y todos los noticiarios del Estado francés.
La verdad, en México la política no aburre; yo siempre he dicho: si Maquiavelo resucitara, a donde tendría que ir a vivir es a México.
AR: En la política, ¿cómo se define? En varias partes del libro dice ser izquierdista y hasta anarquista. ¿Eso le ha servido para los proyectos que emprendió?
HD: En la generación estudiantil de mi época lo normal era ser comunista, no estalinistas sino trotskistas, y ya después fuimos maoístas. Como va pasando el tiempo, uno se da cuenta de que hay realidades que son parte de la sociedad humana y que la sociedad perfecta no existe.
Siempre he sido izquierdista, cuando menos de una izquierda paternalista, de poder apoyar a la gente que trabajó conmigo. Yo siempre he sido un buen patrón; la gente me recuerda mucho como patrón a nivel de la enseñanza, de ayuda cuando hay un problema familiar o de enfermedad. Siempre he cuidado a mis empleados porque pienso que uno solo no hace nada: todo es un grupo, un equipo. Yo siempre he tenido un buen respeto como patrón, y nunca he sido negrero. Me gusta que la gente gane bien y que le vaya bien. Ése es mi lado izquierdista.
En la generación estudiantil de mi época lo normal era ser comunista, no estalinistas sino trotskistas, y ya después fuimos maoístas. Como va pasando el tiempo, uno se da cuenta de que hay realidades que son parte de la sociedad humana y que la sociedad perfecta no existe.
Me enamoré mucho de un partido político en México, que fue la decepción de mi vida: el PRD, un desastre. No me metí a Morena, y la verdad qué bueno porque no sé a dónde va. Yo conocí a López Obrador cuando todavía estaba en Tabasco, y después, cuando fue jefe de Gobierno; lo admiraba mucho hasta que cerró Reforma y acabó con mi negocio. Yo tenía una cafetería restaurante en la Unidad del Bosque, atrás del Auditorio Nacional, a la que venían todos los directores, los actores. Estaba feliz, pero él acabó con todo eso.
AR: Sobre la política mexicana usted recuerda desde su relación con algún profesor desde los años 50, después incluso menciona alguna vinculación con el general Mario Arturo Acosta Chaparro y Ramón Aguirre. ¿Cómo se ha relacionado con la política mexicana?
HD: Acosta Chaparro fue socio de El Nueve de Acapulco, pero yo no lo conocía; lo metió Jacqueline Petit, que fue famosa porque fue la Madame de Acapulco e íntima amiga de Rubén Figueroa padre.
Cuando ocurrió el problema de El Nueve de Acapulco, mi socio y hasta los meseros fueron a dar a la cárcel y me quedé solo. Vine a ver a Acosta Chaparro, que quería ser jefe de la Policía de aquí, y, aparentemente, para que no llegara a ese cargo se fueron sobre El Nueve de Acapulco, y no llegó.
Acosta Chaparro nunca le dio entrevista a la familia de mi socio; yo le pedí cita, y fue la única que recibió. Me dijo: “Henri: yo sé que usted es un hombre bueno, que es muy trabajador. El éxito de El Nueve de Acapulco en buena parte se lo debo a usted, pero un consejo: salga en este momento de Acapulco. Van a ir tras de usted”. Y me salvé.
Después lo conocí porque teníamos la casa de Dolores del Río en Acapulco, que primero se rentó y después se compró. Yo iba a una tienda que vendía pan, y él era amante de la señora de la tienda y entonces ya lo conocí más. Pero cuando él vino a México ya nunca más lo vi; me enteré de que lo habían tratado de matar una primera vez, y la segunda ya lo agarraron. Pero yo no sabía lo de Pie de la Cuesta, del Batallón no sé qué. Pero tenía que conocerlo: ése es el destino también.
Yo no vivo pensando en el futuro; he vivido día tras día, y vivo el día en función de todo lo que me ha pasado antes. Entonces hay una progresión porque el pasado se va acumulando mientras más pasa el tiempo.
AR: ¿Cómo ayudó usted a la apertura y a la tolerancia frente a la homosexualidad?
HD: En Nueva Caledonia en dos años me hice uno de los hombres más ricos de la isla, lo que llamó mucho la atención. En cualquier lugar hay gente que le gusta el dinero y se acuesta con quien sea.
En México, pienso que hay que abrir un camino que se cerró después de El Nueve: yo lo abrí a todo el mundo: heterosexuales, las “vestidas”, con la condición de que cada uno tiene que respetar al otro. Entonces se enseñó ese respeto, esa virtud interesante durante los años ochenta. Yo estoy porque la gente se mezcle, conviva en paz, que pruebe que puede convivir en armonía, que para mí es lo más importante.
Pero después regresó una homofobia, que hoy es más fuerte que nunca: hay más crímenes de odio que antes.
AR: Está su frase: “Hay que morir cada noche”…
HD: Ése es mi lema. El Nueve duró trece años; los dos primeros años, cuando el problema de Acapulco, yo todavía no hablaba bien español, y cuando pasó yo estaba como turista. Lo bueno fue que a Miguel Aldana, que era jefe de la Policía de Gobernación, le caía bien: me dio enseguida mi FMM 2 y FMM 3.
Después agarré El Nueve yo solo, como vio todo el mundo. Abría de lunes a domingo, todos los días de la semana, y había que reinventarse. Entonces fue cuando inventé esa frase: “Tengo que morir cada noche para renacer al día siguiente, para reinventar el día que sigue”.
Es un poco parte de mí porque yo vivo al día: soy carpe diem. Yo no vivo pensando en el futuro; he vivido día tras día, y vivo el día en función de todo lo que me ha pasado antes. Entonces hay una progresión porque el pasado se va acumulando mientras más pasa el tiempo.
Pero yo, la verdad, todo lo que he hecho ha sido sin pensar, y menos a trascender, a dejar un legado; quizá lo único que he pensado heredar es este libro. ®