El inmigrante

El protagonista de este relato, hijo de republicanos españoles, debió nacer en algún lugar de Venezuela y no en la Ciudad de México. ¿Cómo sucedió eso?

El pasado 13 de junio se cumplieron 85 años del arribo del buque Sinaia al puerto de Veracruz —1939— con 1,599 exiliados españoles que huyeron de la represión franquista al término de la Guerra Civil, de los cuales 253 eran menores. AGN.

Yo debí nacer en Venezuela, ése era el plan. Por un descuido, un accidente o un dictador, no lo sé, llegué al mundo en la delegación Tlalpan. Cuando les dije a mis amigos que mis padres son españoles comenzaron a decirme principito, como si Santiago y Susana hubieran llegado a este país a abrir una hacienda tabacalera. Seguro por eso vivía en la misma pinche cuadra espantosa que ellos. Eso de ver a blanquitos pasear por Latinoamérica armados con dólares es algo reciente, en el siglo XX las guerras eran el pretexto ideal para cruzar el Atlántico.

Santiago era un profesor de matemáticas en la Universidad de Madrid antes del conflicto, también era comunista. Cuando estalló la Guerra Civil en 1936 fue de los primeros voluntarios en ir al frente. Sin duda, uno de los soldados más entusiastas, al mismo tiempo uno de los menos útiles, que era decir mucho en las filas rojas. Medía poco menos de un metro con setenta centímetros, pesaba sesenta kilos y fumaba todo el día. A sus casi treinta años parecía un niño con bigote disfrazado de militar.

Al principio no le daba tantas vueltas, al poco tiempo se dio cuenta de que era posible la victoria franquista. Eran unos perfectos pelmazos como todos los demás españoles que peleaban entre sí, pero al menos estaban organizados. En cambio, los marxistas no se juntaban con los trotskistas, con los de la Segunda República tampoco, y los anarquistas no querían ver ni a su madre. Los primeros días de esa guerra Santiago iba de cuartel en cuartel, ninguno duraba mucho tiempo antes de que tuvieran que ceder la posición.

En cambio, los marxistas no se juntaban con los trotskistas, con los de la Segunda República tampoco, y los anarquistas no querían ver ni a su madre. Los primeros días de esa guerra Santiago iba de cuartel en cuartel.

Mi papá me contaba esas historias después de su cuarta cuba libre. Por eso no dejan de hacerme gracia las personas a las que les sale algo del interior, no sé si sea un complejo de inferioridad con Europa o un rencor postcolonial. Es sencillo olvidar que todos somos, de alguna manera, el producto de hombres que dejaron su país porque no tenían de otra y de mujeres que cruzaron fronteras con bebés en la panza. Eso tampoco fue por gusto.

“Uy sí, uy sí, el güerito es descendiente de españoles”, dijo una vez mi suegro al otro lado de la sala cuando pensó que no podría oírlo entre las voces de una reunión. El señor se declara azteca por ser moreno y mexicano, pero sus ojos verdes son un souvenir del viejo mundo. Alguien de su familia tuvo sexo con el enemigo para que él tenga ese adorno esmeralda en el rostro, lo ignora o se hace pendejo.

Cuando los fascistas tomaron Madrid, Santiago se fue a Aragón con una milicia trotskista. Lo que pasaba ahí no era un combate de frente, sino uno de trincheras en el que no pasaba mucho. El fuego enemigo eran balas perdidas de las zanjas que estaban a dos kilómetros de ellos, a los bandos los separaban el lindo paisaje boscoso del noreste español.

Sobra decir que no había mucho que hacer, lo bueno era que parte de las provisiones que les llegaban semanalmente al frente eran cigarrillos, vino tinto y aceite de oliva. Algunas noches fueron como un lindo campamento con amigos, en las que Santiago se preguntaba a dónde iría si todo se iba al carajo en su país.

Su última noche en la trinchera el sargento descubrió que leía junto a su lámpara de aceite, al día siguiente fue transferido a un centro de telégrafo a unos kilómetros de Madrid. Los chicos analfabetos iban en la línea de fuego como carne de cañón, a los que tuvieran algo de estudios los usaban para mandar mensajes que no pudieran ser interceptados o para labores de espionaje. Sus nuevas tareas iban contra sus convicciones personales de ensuciarse las manos, pero en su nuevo puesto le darían más tabaco y una pequeña oficina.

Esto es otra cosa que tienen en común las guerras en todo el mundo. En la independencia de México los que luchaban de frente contra las fuerzas del rey eran, en su mayoría, indígenas y trabajadores del campo, por ejemplo. La división entre clases sociales es una de las cosas que unen a la gente más que la sangre, la raza o las nacionalidades.

Tenía poco en su nueva posición cuando comenzaron la hambruna y la escasez. A la mayor parte del país le hacían falta comida o artículos de primera necesidad, el papel de cigarrillos era considerado uno de éstos en aquel entonces. Santiago sabía que era mejor llenarse el estómago con cebolla cruda ahí que en una trinchera, aunque el humo era tan necesario como el aire para sus pulmones.

En ese tiempo descubrió que si los fascistas lo atrapaban no hubieran tenido que torturarlo. Tres horas encerrado sin fumar y le hubiera dado todo su archivo de mensajes republicanos a Franco en persona a cambio de cigarrillos. Regresó a sus ideales republicanos cuando recordó el cuero que cubría su silla, estaba seco por los años. Sacó su navaja, recortó un cuadrito del respaldo, enrolló su tabaco con eso y lo encendió. Le dieron ganas de cambiarse el nombre a Prometeo.

De haber sido un general famoso o un personaje más relevante en el conflicto esos cigarritos de cuero habrían sido su gusto distintivo, como los habanos de Fidel Castro. Si alguien más hubiera usado su asiento para fumar, entonces eso habría sido parte de la identidad militar, como los soldados chilenos que bebían aguardiente con pólvora en la Guerra del Pacífico.

El rumor entre muchas personas que querían salir del país por la persecución y el hambre era que podían encontrar una mejor vida en Sudamérica. Santiago quería conocer Venezuela.

Unos meses después el conflicto había terminado, los fascistas gobernaban España. Una noche en la que Santiago estaba por terminarse de fumar la silla que se robó de la oficina decidió que era momento de irse del país. Otra cosa que se llevó fue su identificación de cuando formaba parte de la milicia, cosa que le compró unos meses, tal vez un año. Nadie había ido a buscarlo a su casa en la madrugada para arrestarlo; de todas formas, eso no le garantizaba mucho. Muchos de sus colegas habían sido encarcelados como parte del rencor y ajuste de cuentas al final de estas contiendas.

El madrileño estaba seguro de que era cuestión de tiempo para que los franquistas fueran a llevárselo a un hoyo del que jamás saldría. El rumor entre muchas personas que querían salir del país por la persecución y el hambre era que podían encontrar una mejor vida en Sudamérica. Santiago quería conocer Venezuela.

Fue el primero de su familia en conseguir papeles falsos, significaba que él tendría que abrirle paso a los demás. Si todo salía bien, su esposa y cuñadas iban a tener un lugar dónde dormir cuando lo alcanzaran en el Caribe. Santiago era alemán en su nuevo pasaporte, hablaba algo del idioma, además Franco era camarada de Hitler. En el aeropuerto su nombre era Jonah Bauer.

Iba a comenzar una nueva vida con una maleta de mano, una máquina de escribir y una botella de whisky que estaba en su casa desde antes de que todo se fuera al carajo. Le dijo a su mujer que cuando llegara le enviaría un telegrama con su nueva dirección en Caracas. Iba cagado de miedo en la fila para subir al avión, temía que descubrieran sus papeles falsos o que la inteligencia fascista ya hubiera encontrado su foto en los expedientes republicanos. Si eso sucedía, su pasaporte nuevo era igual de útil que su libro en la trinchera. Notó que no era el único español disfrazado de extranjero.

Delante de él escuchó a tres personas que se presentaban con nombres de otros lados. Un italiano con pinta de andaluz, un sueco con cara de Venancio y un yanki que hablaba inglés con acento español. Ese último sí fue llevado al cuarto de interrogatorio. En aquel entonces se podía hacer casi cualquier cosa a bordo de un avión, Santiago se prometió a sí mismo que le daría un trago a su botella si podía llegar a su asiento.

El tipo que revisó su identificación antes de abordar tenía la cara pálida, ojeras oscuras. Mucha gente tenía ese aspecto por la falta de comida, era un recordatorio de por qué estaba a punto de abordar con papeles falsos. No tenía ni idea si ese hombre estaba de acuerdo con el fascismo o si también temía ser arrestado una madrugada, los muertos de hambre se ven todos iguales.

El español estaba confundido en el aeropuerto por el acento de la gente y por los letreros que daban la bienvenida a México. Hasta la fecha nadie, ni el propio Santiago, sabe con certeza qué carajo pasó. Sacó el boleto del bolsillo de su chaqueta para ver si no lo había leído mal, decía que su destino final era Caracas.

El trabajador del aeropuerto no le dedicó más de unos segundos a Santiago y sus documentos, pasó sin más. El avión despegó a las siete a.m. de Madrid, con el cambio de zona horaria llegaría a Cuba para su escala en la mañana caribeña. A pesar de que no tenía sueño debía dormir o estar dos días despierto. En los vuelos de ese entonces no había tantas restricciones como en los de hoy, abrió su botella y le dio un trago.

Más de diez horas después, el español estaba confundido en el aeropuerto por el acento de la gente y por los letreros que daban la bienvenida a México. Hasta la fecha nadie, ni el propio Santiago, sabe con certeza qué carajo pasó. Sacó el boleto del bolsillo de su chaqueta para ver si no lo había leído mal, decía que su destino final era Caracas. Guardó el papelito como recuerdo junto a su Bushmills empezado. Durante el vuelo el trago que se tomó se convirtió en dos, luego en tres…

He platicado de esto muchas veces con mis padres, llegamos a la conclusión de que sólo pudieron haber pasado dos cosas. La primera es que un piloto se haya tenido que cambiar de destino por alguna falla en la aeronave, aunque Santiago tiene recuerdos de ir medio dormido a su conexión; la segunda es que a la hora de hacer el trasbordo en Cuba no se fijó en el letrero que decía “México, Distrito Federal”, pero dice que no estaba tan bebido.

Hay veces en las que Susana y Santiago dicen que fue el destino, otras le atribuyen mi nacimiento en la Ciudad de México a que Santiago no bebía mucho hasta que pasó por arriba del Atlántico. A mí me parece un accidente propiciado por las circunstancias, como muchos otros a lo largo de la historia. Colón llegó a este lado del mundo sin saber que existía algo más; los mayas abandonaron Palenque en el siglo IX, nadie está seguro si incluso ellos sabían a dónde irían después; de los judíos ni se diga, ellos han tenido que huir de todos lados.

Una vez que mi papá asimiló que su nueva vida había comenzado, sólo que, en un país no previsto, fue a la oficina de telégrafo para avisarle a mi madre sobre el cambio de planes en un mensaje de no más de treinta palabras:

Lugar de procedencia: México, Distrito Federal
Destinatario: Susana Abadal
Destino: Madrid, C.P. 28004
Texto
Preciosa, llegué con bien y te extraño. No estoy en Caracas, no sé cómo, pero aterricé en México D.F. Espero tu llegada y la de tus hermanas.
Remite: Santiago Palacios Balbuena

Cuando este mensaje llegó a mi madre ya se había hecho a la idea de vivir en Venezuela. México no le había cruzado por la mente hasta que leyó el mensaje. Ella, igual que todas las personas que no dejan su hogar con gusto, sólo le quedó adaptarse a la situación sin hacer demasiadas preguntas. Respondió:

Lugar de procedencia: Madrid, Centro
Destinatario: Santiago Palacios Balbuena
Destino: México, Distrito Federal, C.P. 14000
Texto
Me alegra que hayas llegado sano y salvo, acá todo se pone peor ¿Cómo se te ocurre cambiar de país sin preguntarme? Te alcanzaremos en unos meses, te amo, Gilipollas.
Remite: Susana Abadal Tenorio ®
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Publicado en: Narrativa

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