En el tercer largometraje de Gerber Bicecci la burbuja que Dalia ha construido trabajando como conductora del Metro de la Ciudad de México se rompe cuando Esteban, su marido, desaparece, como si las entrañas de la ciudad se lo hubieran devorado. El director charla con nosotros.

En el cine del director y guionista mexicano Alejandro Gerber Bicecci el descubrimiento, por parte de los personajes, de que sus expectativas no son coincidentes con la realidad genera de manera inevitable un advenimiento de violencia. Así, en Vaho (2009), su ópera prima, tres jóvenes pertenecientes a la populosa alcaldía Iztapalapa fortuitamente se reencuentran, disparándose el recuerdo del linchamiento de un hombre, en el cual, indirectamente, estuvieron involucrados diez años antes, mientras se disputaban la atención de una compañera escolar. Por su parte, en la road movie Viento aparte (2014), un par de hermanos adolescentes imprevistamente deben de cruzar el país, de Oaxaca a Chihuahua, como una forma de elegía hacia los padres, realizando un recorrido por una geografía conformada por pueblos fantasmas, carreteras maltrechas y terminales de autobuses donde los retenes militares ya habían dejado de ser para ese entonces una anomalía.
En el cortometraje Luces brillantes (2015), basado en la crónica de Fernanda Melchor “Luces en el cielo”, contenida en el libro Aquí no es Miami (2013), un niño fascinado con la ufología conoce con desencanto la relación que existe entre la misteriosa y fugaz aparición de un ovni en una playa de Boca del Río, Veracruz, y su padre. Y ahora, en su tercer largometraje, Arillo de hombre muerto (2024), la burbuja que Dalia, una mujer de mediana edad, ha construido trabajando como conductora del Metro de la Ciudad de México se rompe cuando Esteban, su marido, desaparece, como si las entrañas de la propia ciudad se lo hubieran devorado sin más, suceso que va poniendo en perspectiva sus vínculos familiares con sus dos hijos, laborales y afectivos con Carlos, un amante con quien mantiene una relación furtiva desde hace varios años.
A propósito del reciente estreno de la película protagonizada por Adriana Paz y Noé Hernández, compartimos la entrevista con el cineasta, quien habló de cómo, sin proponérselo, el cine puede llegar a trivializar dramas como el de las desapariciones forzadas en el país, de la manera en que la sociedad les exige conductas heroicas y ejemplares a aquellas personas que fueron alcanzadas por la violencia y la desgracia, y de qué forma en que su interés por la fotografía callejera influyó para poder retratar los espacios que habitan los personajes.
—En medio de la incertidumbre por la desaparición de Esteban, la indolencia de las autoridades y la revictimización de la que es objeto por parte de la gente que la rodea, Dalia empieza a cuestionarse a quién está buscando realmente. Se van revelando, entonces, el desgaste en la relación entre ambos, la rutina, la insatisfacción de ella. En un momento, pareciera que Dalia ya sólo está buscando por inercia a un fantasma. ¿Cómo nace la idea para abordar esta tragedia desde otra óptica?
—En la película hay un subtexto que tiene que ver con aquello que la cotidianidad le hace a la vida de la pareja, situación que nos ha pasado a todos: esa vida tiene grandes momentos de enamoramiento, de decisiones y de planes juntos, hasta que llega un punto en el que lo más interesante empieza a ocurrir por fuera de la pareja, es decir, en el trabajo, con las amistades, con los proyectos personales, y el estar con alguien se vuelve una estructura de soporte que damos por hecho. Y una de las preguntas que guiaron la escritura del guion de Arillo de hombre muerto fue: ¿qué pasa con ese tipo de relación cuando se atraviesa un suceso dramático como el que se plantea? La sociedad, con su observancia moral sobre nuestras existencias y miserias, comienza a generar una serie de exigencias que lleva a la persona buscadora a convertirse en lo que yo llamo “la víctima perfecta”, es decir, la sociedad espera que la persona buscadora exprese constantemente su duelo, aunque quizás desde hace varios meses no tenía una conversación medianamente interesante con la persona que desapareció. En la tragedia, eso se borra automáticamente. Debido al remordimiento y la mirada ajena Dalia no se puede permitir sostener la relación con Carlos, esa sí, explosiva, erótica, intensa y viva. Por muy tabú o por muy fuerte que pueda parecer, ¿y si la desaparición de Esteban representa una oportunidad para que Dalia replantee su vida?
Una de las preguntas que guiaron la escritura del guion de Arillo de hombre muerto fue: ¿qué pasa con ese tipo de relación cuando se atraviesa un suceso dramático como el que se plantea? La sociedad, con su observancia moral sobre nuestras existencias y miserias, comienza a generar una serie de exigencias que lleva a la persona buscadora a convertirse en lo que yo llamo “la víctima perfecta”.
—A la mitad de la película una ONG contacta a Dalia para que protagonice una campaña activista en torno a la crisis de las desapariciones forzadas en el país. La subtrama arroja cómo la tragedia de unos puede ser capitalizada por otros, cómo este tipo de iniciativas pueden servir para que algunos actúen como si estuvieran indignados y comprometidos con causas sociales y también cómo se puede frivolizar lo urgente. Es un comentario incisivo el que haces. ¿De dónde surge esa crítica?
—Surge de mi propio oficio. Cuando estudié en el Centro de Capacitación Cinematográfica hice un par de cortometrajes documentales —Onces (2002), acerca de la fascinación colectiva por la fatalidad, la sangre y la muerte, condensadas en la nota roja, y Morada (2003), sobre un numeroso grupo de okupas que crearon una comunidad al interior de un viejo edificio del centro de São Paulo—, y recientemente fui el guionista de la serie El caso Cassez–Vallarta: Una novela criminal (Gerardo Naranjo, 2022) para Netflix. Sin embargo, mis intereses me han llevado más hacia el lado de la ficción; muchas veces amigos y periodistas me han preguntado el porqué no he hecho más cine documental. La respuesta es que tengo una incomodidad con cierto documental de denuncia, en el que existe, en la mayoría de los casos, una bien intencionada preocupación por hablar acerca del otro, pero que normalmente me genera la duda de si en realidad hacer eso es benéfico y constructivo para la persona que está viviendo una historia de dolor. Y esa duda me ha detenido en muchos posibles proyectos que se me han presentado en los últimos veinte años.

¿Es necesario visibilizar esas historias? Por supuesto. ¿Es importante generar una memoria colectiva ante la violencia? Sin duda. ¿El trabajo que hace el documentalista mexicano contemporáneo, construyendo ideas y proponiendo diálogos, es relevante? Definitivamente. Pero en esta película quería cuestionar: ¿qué pasa con las víctimas cuando aparecen a cuadro? Justamente, cuando trabajé en la serie acerca del caso de Florence Cassez, hice las entrevistas a las víctimas involucradas y me tocó lidiar mucho con el dilema ético del dolor ajeno. Así surgieron muchas reflexiones que, de alguna manera, terminaron de configurar Arillo de hombre muerto. El rostro de Dalia termina tapizando los pasillos y vagones del metro, pero los efectos no necesariamente son los buscados, no forzosamente la publicidad, la viralidad y las redes sociales son los mecanismos que van a generar ni empatía, ni compasión, ni acompañamiento para ella, porque lo que hay es una infodemia y una efervescencia de imágenes por todos lados, las cuales dificultan que la gente se pueda concentrar en un caso específico. Entonces, me parecía que aquello era un tema importante de abordar en la película; sin ánimo de ser provocador o incendiario, considero que el gremio audiovisual mexicano también merece ser cuestionado y discutido.
—Recientemente vi en YouTube una vieja entrevista en la que hablabas de las similitudes entre tus dos primeros largometrajes, Vaho y Viento aparte, en los cuales aparecían dos temas que, mencionabas, te obsesionaron: la violencia y la pérdida de la inocencia como elementos indisociables. Pasado el tiempo, ambos temas siguieron presentes en Luces brillantes y ahora en Arillo de hombre muerto. Platícame de este interés.
—La anécdota para explicarlo es una mezcla entre realidad y mitología personal. El director de la escuela en la que cursé la primaria tenía un cuaderno en el que pegaba y coleccionaba recortes de nota roja del periódico Ovaciones, y cuando un niño era el protagonista de una pelea o cometía una agresión contra algún compañero o provocaba algún acto violento el director lo llevaba a su oficina y el castigo que le imponía era ponerlo a leer esos recortes. Cuando yo tenía diez años y estaba en quinto de primaria participé en un evento violento y así llegué a conocer ese cuaderno con recortes. Hoy el mundo es otro, seguramente ese director de escuela sería duramente criticado. Sin embargo, yo lo rescato como un esfuerzo pedagógico que tenía como finalidad apelar a la racionalidad y encontrar el control de emociones, que cualquiera de nosotros tiene, es decir, creo que todos somos capaces de imaginar o perpetrar un acto violento, pero que no todos podemos reconocerlo. En ese sentido, una de mis principales preocupaciones, como cineasta e individuo, ha tenido que ver con una visión absolutamente dicotómica y burda que socialmente se tiene, en la que solamente caben personas buenas e intachables y personas malas e irredimibles, esto al no entendernos como entes con pulsiones. Esta preocupación ha crecido ahora que existe toda una búsqueda de la pureza por parte de ciertas narrativas cinematográficas y periodísticas que circulan por ahí, y no me parece que ésa sea la mejor forma de construir una sociedad más congruente.

—Los espacios por los cuales transita Dalia —el ministerio público, el Metro en cuyas estaciones una persona puede entrar y esfumarse como algo normal, la unidad habitacional, e incluso el motel en donde se cita semanalmente con su amante— tienen en común ser impersonales, fríos, distantes. ¿Cómo fueron pensados y elegidos estos sitios?
—Son muchos no–lugares, como los bautizó el antropólogo francés Marc Augé; lugares urbanos, de tránsito, por los cuales pasa mucha gente todo el tiempo y en cuyas paredes, de algún modo, se van formando palimpsestos de sombras. La elección de esos no–lugares en Arillo de hombre muerto estuvo mediada por la construcción de un imaginario de la clase media pauperizada en la Ciudad de México, aquella a la cual le cuesta cada vez más encontrar un espacio habitacional, que pasa varias horas al día en el transporte público, que tiene poco acceso a cierta oferta de ocio, que vive sin posibilidades de ahorro y que está encomendada a grandes promesas de cambio, como pertenecer a un sindicato, por ejemplo.

Al estar imaginando la forma con la cual iba a abordar la película desde lo estético me remití a una etapa de mi vida en la que estuve muy interesado en la fotografía callejera, lo que me llevó a la lectura de una serie de ensayos escritos por el fotógrafo japonés Daidō Moriyama, famoso por su trabajo en blanco y negro de alto contraste. En esos textos plantea que el blanco y negro trastoca el icono y la convención, tratándose de una construcción que habla de la realidad, pero sin capturarla del todo. Pensé que eso era lo que necesitaba para retratar esos espacios reconocibles. Entonces, junto con Hatuey Viveros, mi fotógrafo, trabajé la idea de construir una atmósfera oscura y ominosa por medio de ese contenedor visual.
—Ya en Vaho veíamos a personajes atrapados en subempleos sin futuro posible. Los protagonistas son un franelero que disputa calles que ya tienen dueños, el empleado de un cibercafé que, entre páginas pornográficas y webcams, va alimentando su frustración sexual, y un repartidor de publicidad que aspira a convertirse en conchero. En esta nueva película Dalia y Carlos, aunque tienen un trabajo un poco más estable, se encuentran reducidos como personas por largos horarios, presiones sindicales, cancelación de una vida social, etcétera. ¿Qué te ha atraído de este tipo de personajes?
—Cuando empecé a escribir Vaho, hace unos veintidós años, estaba editando en la UAM Iztapalapa un documental llamado Voces de La Chinantla (Ana Paula de Teresa Ochoa y Ricardo Pérez Montfort, 2006), e iba todos los días, de ida y vuelta, transportándome en pesero. Acababa de terminar mis estudios en el CCC y tenía un deseo muy profundo de hacer un largometraje porque quería contar historias de la ciudad que habitaba y conocía. En ese momento tenía cierta reticencia frente a la mayoría del cine mexicano de la década previa, la de los noventa, porque es aquella cuando comenzó a tomar forma ese imaginario de que las narrativas sólo ocurren en las colonias Condesa y Roma, lo cual coincidió con el neoliberalismo de la época. Yo creía firmemente que había otras zonas de la ciudad que se podían filmar.
Creo que desde ese momento mi interés se centró en el relato ordinario, el cual pueda transmitir la riquísima diversidad de vidas que transcurren en esta ciudad y en este país.
Fue en esos recorridos por las calles de Iztapalapa como los tres personajes que ya rondaban en mi cabeza empezaron a habitar en cada esquina, en el cruce de una avenida, en el portón de una casa, y pensé que ahí debía hacer mi película. Años después, cuando conseguí el financiamiento y Vaho se encontraba en su etapa de preproducción, Arturo Hernández Alcázar, mi director de arte, y yo, hicimos varias caminatas por Iztapalapa que duraban todo el día, pensando en escenarios específicos y observando llanamente la cotidianidad del lugar. De algún modo, Vaho fue mi respuesta a la pequeña hegemonía narrativa de aquella época en el cine mexicano. Y creo que desde ese momento mi interés se centró en el relato ordinario, el cual pueda transmitir la riquísima diversidad de vidas que transcurren en esta ciudad y en este país.
—Ya habías trabajado con Adriana Paz y Noé Hernández. ¿Cómo fue esta vez el acercamiento y el trabajo con ellos?
—Desde que estaba escribiendo el primer tratamiento del guion en 2016 pensé en Adriana Paz como Dalia. Nos conocimos hace unos quince años cuando dirigí una serie de videos que acompañaron la exposición Un paseo por la historia en el Parque Guanajuato Bicentenario, y a partir de ese momento nos volvimos cercanos. Posteriormente protagonizó Luces brillantes. A mí me parece impresionante su carrera, la admiro muchísimo, sin embargo, siempre he sentido que es una actriz reconocida pero que no ha sido visibilizada como se merece. Creo que son dos cosas distintas. Resulta una gran ironía que tenga tres premios Ariel, pero que casi nadie sepa por cuáles películas los ganó, o sea, ¿quién vio La tirisia o Hilda? Siento que esto ha tenido que ver con cuestiones de racismo y clasismo, un aspecto estructural en el audiovisual mexicano.
Cuando terminé el proceso de escritura busqué inmediatamente a Adriana y le dije: “Tengo un guion que creo es para ti”. Ella, sin pensarlo mucho, me pidió leerlo; se lo mandé y el primer mensaje que recibí después de que lo acabó de leer me dejó en claro que algo pasó entre Adriana y el personaje, lo cual, a la postre, generó una relación virtuosa en términos de creación dramática y la representación que iba a hacer en la película. Fue un mensaje muy entusiasta y emotivo. Después de eso, Adriana se volvió mi colaboradora creativa número uno: desde nuestra primera reunión hasta el último día de filmación, fue la persona que más cuestionaba, desafiaba, proponía, apoyaba y acompañaba, y eso nos llevó a construir un esquema de trabajo totalmente horizontal.

Un ejemplo claro fue la escena en la cual Dalia tendrá su último encuentro con Carlos en el cuarto de hotel que frecuentan: fue una escena que Adriana y yo debatimos mucho; originalmente era más explícita en términos sexuales y eróticos. Ella tenía dudas de hacerla tal cual estaba planteada en el guion, y fue quien sugirió resolverla en un solo plano. Yo le pregunté: “¿Podrás aguantar minuto y medio con la cámara en tu rostro mientras estás haciendo esa escena?” Ella dijo que sí, y bueno, ¡lo consiguió! Sin llevar la filmación a la improvisación buscamos la mejor manera para lograr que todas las escenas fueran lo más efectivas en términos emocionales. Ayudó mucho el hecho de que Hatuey Viveros, al tener una formación más orientada al cine documental, es alguien que está acostumbrado a rodajes más flexibles en cuestión de toma de decisiones en el momento.
En el caso de Noé Hernández fue la propia Adriana quien, en alguna reunión temprana, me dijo: “El personaje de Carlos es para Noé”, y yo le respondí: “¿Estás segura?” Lo dirigí en Vaho, también es un gran amigo y lo considero un gran actor, pero honestamente me daba mucho temor trabajar con los dos, teniendo precisamente La tirisia como antecedente; más allá que los personajes que ambos hacen en esa película son una cosa muy distinta, sentía que se podía caer en la repetición y en la inevitable comparación. Abrí entonces un pequeñísimo casting, el cual tuvo que ser a distancia por el asunto de la pandemia, en el que trabajé con otras cuatro posibilidades de actor, para quitarme cualquier duda. Le pedí a Adriana que hiciéramos esa exploración y estuvo de acuerdo, la hicimos y, bueno, efectivamente, el personaje era para Noé. Le mandé el guion y unos cuantos días después me habló y me dijo: “Mato por este tipo de películas, vamos a hacerla”. La relación tan cercana y de tanta confianza que tienen Adriana y Noé permitió que las cosas fluyeran. Ambos son personas muy comprometidas, muy generosas, y eso creó un ambiente de trabajo que obligó a todo el crew y a mí como director a sacar lo mejor de nosotros mismos. ®