A finales del 38 el bloque conservador del gobierno francés temía que el libre tránsito de refugiados hiciera enojar a los gobiernos fascistas de Europa. Así que metieron a 550 mil españoles que huían de la dictadura en campos de internamiento a lo largo de la costa sur y la frontera.

Yo sólo quería fumar al salir de clase como lo había hecho todos los días desde hacía un año, cuando me gradué de la primaria. Faltaba poco para que se terminara el curso, faltaba aún menos para terminarme mi cajetilla de Raleigh. Sólo me quedaba medio cigarrito colgado del lado izquierdo de la boca cuando mi profesor de matemáticas me lo quitó de un manotazo.
Un fumador no era ninguna falta a la moral de aquel entonces, en los setenta había más gente que prefería respirar humo que aire. La única razón por la que ese maestro me delató fue por mi edad, mi padre se enojó porque no compraba mis propios cigarros, los robaba del almacén de su tienda de abarrotes. Parecía que mi único crimen fue ser descubierto.
Mi papá escapó de Madrid cuando la ciudad fue tomada por los fascistas durante la Guerra Civil. Abrió su tienda en la Calzada Ermita–Iztapalapa dos años después de llegar a la Ciudad de México, a mediados de los cuarenta. Ese lugar era el sustento de mi familia, además del orgullo de un inmigrante que logró construir una vida nueva al otro lado del mundo. Se habría enojado menos si me hubieran arrestado por robar sábanas de un orfanato.
Mi castigo, además de una golpiza, fue atender la caja registradora todas las vacaciones de verano junto al tío Martín, otro españolito fuera de su patria. Él no vino a México en las mismas fechas que el resto de mis familiares, seguro llevaba dos semanas en el país. Nunca supe con certeza. Una noche llegó a mi casa sin avisar, mis padres hablaron con él unas horas en el cuarto que usaban como oficina. A la mañana siguiente comenzó a trabajar en la tienda.
Los primeros días detrás del mostrador estuvieron marcados por el silencio de ese tipo. Sólo hablaba para avisarme que saldría a fumar, se iba por la puerta trasera. Lo primero que supe de él fue lo que vi: era delgado; le faltaban el dedo meñique y la punta del anular de la mano izquierda; sus antebrazos estaban llenos de cicatrices, unas rayas en desorden; sus nudillos estaban curtidos. Tenía el cráneo rasurado, me parecía rarísimo, lo normal era que los calvos se peinaran hacia atrás el pelo que les quedaba en los costados de la cabeza.
Después de la primera semana le pregunté a mi papá quién era Martín, por qué no me decía ni una palabra, por qué no había oído de él antes y de dónde salieron tantas marcas de violencia. Me contó en pocas palabras lo que sabía. Antes de huir a América con mi madre trabajó en una oficina de espionaje y telégrafo del Ejército rojo. Era de los primeros en leer las listas de muertos, capturados o desaparecidos. El nombre de mi tío apareció en una de prisioneros.
Lo primero que supe de él fue lo que vi: era delgado; le faltaban el dedo meñique y la punta del anular de la mano izquierda; sus antebrazos estaban llenos de cicatrices, unas rayas en desorden; sus nudillos estaban curtidos. Tenía el cráneo rasurado, me parecía rarísimo.
Martín se enlistó para pelear contra los fascistas en 1936, tres días después de que sus padres se lo prohibieran a gritos, cuando lo hizo no le avisó a nadie. Los rojos perdieron en el treinta y nueve cuando Franco llegó al poder. Se fue a Francia en lugar de escapar a México, como el resto de mi parentela. Su plan era apoyar a la causa desde ahí. Cuando cruzó la frontera por los Pirineos lo arrestaron, luego lo llevaron a un campo de concentración. Acababa de cumplir veinte años.
A finales del treinta y ocho el bloque conservador del gobierno francés temía que el libre tránsito de refugiados hiciera enojar a los gobiernos fascistas de Europa. Así que metieron a alrededor de 550 mil españoles que huían de la dictadura en campos de internamiento a lo largo de la costa sur y la frontera. Muchos murieron de hambre, también de enfermedades ocasionadas por la total falta de agua potable en estos sitios. Todos daban por muerto a mi tío hasta que en el cuarenta y seis le envió una postal desde Saint–Tropez a mi abuelo, quien permaneció en España.
Sospecho que esa conversación no se quedó entre mi padre y yo, al día siguiente Martín me habló. Quería que fuera a fumar con él. Primero le dije que no, porque los cigarros fueron lo que me metió en problemas, además no podía dejar la caja registradora desatendida. “Mira, niño, un tabaco no le hace daño a nadie. A ti te han castigado por tonto”, me dijo. Más bien, me convenció.
Prendió su cigarro, luego me pasó el encendedor para que yo hiciera lo propio. Quería preguntarle sobre los años en los que todos lo pensaban muerto, pero me daba pena. Él habló primero, me llamó estúpido. Estaba sorprendido de que no me hubieran descubierto antes, yo mismo admito que no me esforcé ni un poco en esconderme. “Lo prohibido sólo lo es cuando te atrapan”, dijo con la boca llena de humo.
En cada una de nuestras salidas mi tío me hablaba de cosas que, según él, un hombre joven debía saber: el mejor lugar para cargar un puñal es en la espalda baja o en la pantorrilla, es más práctico y discreto; conviene esconder los cigarrillos buenos en una cajetilla de una marca que no le guste a nadie, así no te piden nada; cuando quieras fumar de noche sin que se entere un alma, hazlo del lado de la brasa y no del filtro, así no te ve ni un francotirador; por encima de todo hay que ser valiente. Después de ese último consejo saqué la pena de mi pecho en una bocanada de humo. Le pregunté qué pasó en sus años de desaparecido.
Me lo contó…
Cruzó los Pirineos con otros excombatientes en septiembre del treinta y nueve. Las autoridades francesas que los interceptaron cerca de la frontera los llevaron a Argelès–sur–Mer. A Martín le parecía inexacto llamar a aquel sitio un campo de concentración, sólo eran unos kilómetros de playa cercados. No existía un techo, drenaje o suelo que no fuera arena. Rejas nada más.
Del otro lado de las vallas los guardias senegaleses no dudaban en destrozarle los huesos o dispararle a quien pusiera una mano fuera del alambre. Mi tío y su grupo no fueron los primeros en llegar ahí, para ese entonces ya había miles de españoles sin patria. Aquel predio tuvo alrededor de cien mil prisioneros.
El invierno de esa costa mediterránea fue más despiadado que los gendarmes africanos. La humedad hacía casi imposible mantener la ropa seca, las lluvias tampoco ayudaban. Los vientos alcanzaban velocidades de treinta kilómetros por hora. Como nadie tenía la indumentaria adecuada el frío penetraba las telas como agujas entre las costuras. La temperatura de siete grados se sentía como de cero. Martín tuvo la piel helada por debajo de su atuendo todos los días.
Hasta los intentos por mantenerse calientes les causaban problemas, no tenían cobijas, todos dormían pegados. Eso junto con las condiciones insalubres provocaron una epidemia de piojos y pulgas entre los prisioneros. La mejor idea que tuvieron los guardias fue rociarlos con petróleo un par de veces por semana.
A esa edad todavía me costaba dimensionar los niveles de maldad de los que es capaz el ser humano. Él no parecía estar afectado por esos recuerdos, su expresión era la misma de todos los días. El único cambio en su semblante durante su relato fue que fumó más rápido que de costumbre y la cantidad de cigarrillos que encendió.
No sabía qué decir. Suponía que no había estado de vacaciones ese tiempo, pero las cosas que me contó nunca me pasaron por la cabeza. A esa edad todavía me costaba dimensionar los niveles de maldad de los que es capaz el ser humano. Él no parecía estar afectado por esos recuerdos, su expresión era la misma de todos los días. El único cambio en su semblante durante su relato fue que fumó más rápido que de costumbre y la cantidad de cigarrillos que encendió, dejé de contar cuando sacó el sexto de la cajetilla.
Le pregunté cómo había salido, todo aquello me parecía como un callejón sin salida. “Llegó un punto, casi al final del invierno, en que nos dieron dos opciones: firmar un papel en el que aceptábamos regresar a España a ser juzgados por Franco o unirnos al Ejército francés y ser enviados a luchar en la Legión Extranjera, en África seguramente. Nosotros tuvimos que ponernos una tercera opción”, prosiguió.
La Unión Soviética fue un aliado de España contra el levantamiento fascista. Durante la guerra contribuyó a la causa con soldados y armas. Cuando el conflicto terminó continuó su apoyo con labores de espionaje y operaciones secretas. En Argelès–sur–Mer comenzaron a correr rumores de que por las noches un pequeño barco de guerra ruso se acercaba a unos kilómetros de la playa, recibía a cualquiera que lograra nadar hasta él.
Martín discutió esa posibilidad con algunos amigos suyos que no estaban demasiado afectados por la disentería, por el hambre. La conclusión a la que llegaron fue que podían morir sobre la arena, de regreso en España, en algún lugar de África o camino al barco del Ejército rojo en un frío al que ya se habían resignado. Lo único que tenían garantizado en cada opción era un pase directo al infierno. “Por encima de todo hay que ser valientes”, declaró Ferrán, uno de los que no sobrevivió.
Dejó de contar ahí. No lo presioné para que continuara, sabía por mi padre y otros parientes que la mayoría de los refugiados no disfrutaban hablar de esa parte de sus vidas. Le agradecí por la historia, él a mí por escuchar. Pasaron más días, me había hecho a la idea de no conocer el final del relato, hasta que una mañana me esperaba en la tienda con una caja pequeña.
La destapó sobre el mostrador, me preguntó si sabía lo que había dentro. Eran un montón de fierros y un resorte. “Te falta imaginación”, sentenció antes de ensamblar las partes. En sus manos las piececitas metálicas se convirtieron en una pistola, una Luger alemana de la Segunda Guerra Mundial. Dijo que la consiguió en Francia por el módico precio de su dedo meñique. No entró en más detalles.
“Ni una palabra de esto a tus padres, piensan que estoy desarmado, además siempre la tengo así en mi caja”, susurró. “Está bien, pero cuéntame cómo saliste del campo”, fue la primera vez en mi vida que me escuché decir algo sin saber de dónde había salido, como si alguien más lo hubiera pronunciado. Sonrió con el lado derecho de la boca, me quitó el arma de la mano para desmontarla. En segundos regresó a ser un conjunto de piezas de metal dentro de la caja.
Salimos a fumar…
Ya había comenzado la década del cuarenta, faltaba poco para la primavera. Martín iba a escapar con ocho hombres que fueron arrestadas el mismo día que él. Tuvieron que hacerlo antes de lo esperado porque al campo llegó la noticia de que una nueva caballería estaba por llegar. El invierno fue tan malo para los guardias como para los prisioneros, nadie se salvó del frío. Los senegaleses ya no se esforzaban mucho en capturar a los que se fugaban, hacían tratos con los prisioneros o desertaban sus puestos. Fue por eso que el gobierno francés decidió enviar a Argelès–sur–Mer a los Spahis, refuerzos de la legión africana.
Las cercas estaban del lado que daba a tierra firme, la barrera de contención del lado de la playa era una muerte gélida en el mar. Mi tío y sus colegas acordaron no partir todos en la misma dirección. La idea fue que unos nadaran hacia el frente, otros en diagonal a la derecha, los demás a la izquierda. El grupo que encontrara primero al barco soviético debía avisarle a los demás con un grito.
Nadaron…
El invierno fue tan malo para los guardias como para los prisioneros, nadie se salvó del frío. Los senegaleses ya no se esforzaban mucho en capturar a los que se fugaban, hacían tratos con los prisioneros o desertaban sus puestos. Fue por eso que el gobierno francés decidió enviar a Argelès–sur–Mer a los Spahis.
No tienen caso describir el agua helada, los que nunca lo han experimentado no lo entenderán con ningún recurso del lenguaje. A Martín se le esfumaron todos los pensamientos de la cabeza, sólo había espacio para respirar, patalear, tener los ojos bien abiertos. En estas situaciones conceptos como honor, patria, bandera, familia se esfuman, regresan hasta los discursos de victoria o de digna derrota.
La percepción del tiempo también cambia, aquel chapuzón debió durar una hora cuando mucho, estaban tan desnutridos que era imposible soportar más. Martín lo sintió como una eternidad, llevaba un rato con calambres en los brazos, las piernas. También le dolían el cuello y la mandíbula por la tensión, la temperatura hacía que no fuera posible relajarlos.
Todo estaba oscuro, ya no escuchaba el agua moverse por los movimientos de sus colegas. Sólo oía la mar, los latidos de su corazón en sus orejas, cómo tiritaban sus dientes, el viento. Dejó de nadar. “Me dije que era momento de esperar el grito de alguien más, la verdad es que me había dado por vencido”, admitió.
Cerró los ojos. Un golpe en la cabeza hizo que los abriera, fue el salvavidas que le arrojaron desde una lancha a unos veinte metros. Se agarró de él, lo arrastraron hasta subirlo a la pequeña embarcación. Tardó un poco en procesar dónde estaba, un poco más en entender que los dos tipos hablaban ruso entre ellos.
Se levantó de golpe, intentó dar el grito que había acordado con sus amigos. No pudo. Un marino lo sujetó por detrás, le cubrió la boca con la mano. “¿Quieres que nos atrapen?”, gruñó con acento de Europa del Este. Sus últimas fuerzas se le escaparon en el forcejeo, en el rugido asfixiado, se desmayó. Despertó dentro del buque soviético en el mar mediterráneo. Sobrevivieron tres de los ocho que salieron de Argelès–sur–Mer.
Unos días después, cuando comió algunas raciones militares, más que en todo el invierno. Maxim Dvalishvili, el cabo que evitó que lanzara el aullido le platicó de una resistencia contra los nazis que recién habían ocupado el país, también peleaban contra los fascistas de España. Peleaban. Martín pasó toda la Segunda Guerra Mundial en Francia.
Paró de contar ahí. Antes de cruzar la puerta para regresar a la tienda le pregunté por qué se quedó en Europa. No me respondió nada. Hoy, con unos años más de vida estoy convencido de que muchas veces la gente no entiende por qué hace las cosas o que nunca van a compartir sus verdaderos motivos con nadie. Ira, ignorancia, amor, inercia, yo tampoco sé.
Vi por última vez a ese excombatiente republicano el fin de semana antes de empezar las clases. En aquel entonces los porros de la UNAM visitaban los pequeños negocios de la ciudad para tirar los estantes, llevarse lo que les cupiera en las manos e intimidar a los locatarios. Cuando dos de estos tipos entraron a la tienda, el que tenía un pequeño garrote de madera en la mano no dejaba de gritar que nos iba a matar si nos movíamos mientras que el segundo se llenaba las bolsas de galletas, latas de cocacola y quién sabe qué más.
Martín sacó la pistola, la traía de la parte de atrás de sus pantalones, a la altura de su espalda baja. La Luger estaba fuera de la caja y sin un resorte fuera de lugar. Le disparó en una nalga al que tenía las latas en las manos. El otro se puso pálido, corrió, arrastró a su compañero que no dejaba de gritar. Sin saberlo fueron armados con un palo a un tiroteo. Mi tío tomó unas cajetillas de cigarros que estaban atrás de nosotros, me puso algunas en las manos. Mis oídos zumbaban por la detonación, por poco y no escuché lo que me dijo antes de irse, pero lo hice: “Que nunca te atrapen”, sostuvo. ®