El autor comparte sus reflexiones a partir de una conversación con Juan Palomar Verea y Zaira González Beas en torno a la casa, el hogar que habitamos y en el que dejamos nuestra historia —y en no pocos casos la historia de nuestros padres y la de nuestros hijos. ¿Qué es una casa?

Primero que nada, quisiera agradecer a Juan por la invitación a esta plática, y a Zaira por su hospitalidad y por recibirnos en su casa, que representa como pocos lugares los puntos que platicaremos más adelante.
La casa y el deseo: tengo que confesar que, de los diferentes temas que me platicó Juan y que comprenden esta serie de pláticas alrededor del deseo, el de la casa es el que siento más universal y en el que pienso que más puedo aportar, ya que justamente llevo tiempo anhelándola y ahora haciéndola realidad.
Para entrar en tema, creo que primero tenemos que estar conscientes de que tener un techo es un privilegio y, una casa, un verdadero lujo. Sintámonos afortunados los que vivimos cómodos y en paz en nuestras casas; esto no se valora hasta que hemos estado en un espacio en el que no nos sentimos en casa o cuando hemos estado en estado nomádico constantemente.
Quisiera también aclarar que, aunque el título de la plática es “La casa y el deseo”, siento, y creo no estar equivocado, que Juan se refiere no sólo a la estructura física que es la casa, es decir, la arquitectura, sino a ese todo que resulta entre la casa como contenedor y su contenido de muebles, objetos y pertenencias. Esta plática se refiere justamente a ese todo intangible que se activa con sus habitantes, es decir, el hogar.
Aunque soy arquitecto, esta plática no es estrictamente desde el punto de vista formal de un arquitecto, busca ser lo más universal posible y provocar reflexión. Dicho eso, creo que, como arquitectos, el lograr nuestra casa nos debe dar no sólo mayor experiencia en el proceso y la satisfacción de hacer realidad uno de los más profundos deseos del hombre, sino un mayor sentido de responsabilidad, sensibilidad, empatía y humildad a la hora de crear espacios para nuestros clientes.
La plática está dividida en cuatro partes que buscan entender mejor la idea de la casa y el hogar a lo largo de nuestras vidas.
1. Deseo de lograr
Desde que somos niños y vivimos en la casa de nuestros padres, la casa de la familia es nuestra primera experiencia de lo que significan casa y hogar, y la que va a marcar la base para las casas que habitaremos en nuestra vida. Con suerte, y hay que decirlo así, porque no hacemos nada para nacer donde nacemos, la casa familiar será un lugar estimulante, lleno de objetos, libros, olores, texturas, ritos, significados, luces y sombras.
Puede ser también que nuestra casa familiar no tenga tales atributos y que sea una casa con menos capas, más sencilla, pero no por eso menos hogar. Si nuestras inclinaciones y trayectoria de vida son diferentes a las de nuestros padres, iremos formando la casa como pensamos que debería ser.
Más allá de todo lo que pueda definir esa casa primordial, nuestra habitación es el espacio que se vuelve, de alguna manera, nuestra casa dentro de la casa, una especie de protocasa donde empezamos a expresar nuestra individualidad y estrenamos nuestra conciencia. Es ahí donde, aun dentro del marco de la identidad de la casa familiar, nos vamos definiendo como individuos. En nuestra habitación nos refugiamos, soñamos, crecemos, lloramos, coleccionamos y vivimos nuestros primeros monstruos, fantasmas, miedos y fantasías.
Una vez que dejamos la casa familiar y salimos al mundo, quizá a la universidad o a trabajar lejos de casa, vamos ocupando casas temporales, posiblemente en diferentes ciudades o países. El trayecto de vida que ocurre desde ese momento hasta que establecemos nuestra casa es un trayecto en el que no sólo nos vamos formando como personas, sino que también vamos reuniendo experiencias, amigos, amores, libros, objetos y referencias. Los diferentes espacios donde vamos viviendo nos van ayudando a saber qué nos gusta y qué no, y van sirviendo, a través de muebles, objetos, iluminación y plantas, como laboratorios de adaptación para hacerlos nuestros, para hacer hogar.
En nuestra habitación nos refugiamos, soñamos, crecemos, lloramos, coleccionamos y vivimos nuestros primeros monstruos, fantasmas, miedos y fantasías.
Además de estos espacios, las visitas a otras casas, referencias de nuestra familia, así como películas, viajes, libros e imágenes, van creando una especie de catálogo de referencias sobre el cual se va formando aún más nuestro gusto y nuestra idea de la casa como nos gustaría lograrla. Durante este proceso nomádico vamos cultivando y nutriendo el anhelo de la casa, de nuestra casa, de esa casa donde podamos colgar un cuadro y sepamos que ahí se quedará.
Con todo este bagaje tangible e intangible, perseveramos acarreando de mudanza en mudanza, guardando libros y objetos en bodegas o con amigos, novias y parientes, y muchas veces nos preguntamos si tanto esfuerzo vale la pena, si no seríamos más felices y más libres con menos cosas, con menos libros, y es tentador dejarlos, y a veces vamos dejando algunos, y está bien, muchas veces es fundamental para seguir adelante. El hecho de acarrearlos, cuidarlos y almacenarlos por tanto tiempo nos ayuda a reflexionar, valorar y saber si valdrá la pena tanto esfuerzo. En esos momentos de duda los objetos que sobreviven la odisea los salva la ilusión que tenemos del día en que los veamos finalmente en nuestras casas y los podamos disfrutar, y agradezcamos el haberlos procurado tanto tiempo.
Aun con lo interesante e enriquecedor que es el trayecto de vida después de la casa de nuestros padres, y toda la experiencia que nos da vivir en diferentes lugares y culturas, hay un momento en el que sentimos una especie de cansancio o fatiga de nuestro estado nomádico y empezamos a pensar más seriamente en sentar una base, en formar un hogar más permanente. Este momento es muy personal, se puede dar solos o en pareja, y a todos nos llega en diferentes edades y circunstancias, pero llega; es similar a la sensación que tenemos al final de un viaje largo en el que acabamos de estar y queremos regresar a casa, a esa sensación de hogar.
Cuando este deseo es más fuerte que seguir una vida nomádica e itinerante, provoca en nosotros el ímpetu para hacerlo realidad. Satisfacer este deseo requiere de acción, estrategia, paciencia, suerte, sacrificios y astucia, y sabemos que no se cumplirá si se apoderan de nosotros el miedo, la apatía, el conformismo y la inacción.
Actuar a favor del deseo nos llevará a un proceso que, para todos, será diferente, y habrá un momento clave, fundamental, en el que el deseo de la casa se empezará a convertir en realidad.
Hoy sabemos que es cada vez más difícil lograr una casa propia. Sin profundizar en las razones por las que esto está pasando, lo cierto es que muchas personas siguen, contra su voluntad, compartiendo casa con amigos, y otras extendiendo la estancia o regresando a casa de los padres. También es cierto que hay personas, sobre todo en las nuevas generaciones, que prefieren extender el estilo de vida móvil y nomádico con menos pertenencias, argumentando, de manera entendible, mayor libertad y flexibilidad. El peligro está en que, en el momento de establecerse más permanentemente, ya no existan objetos que les recuerden su historia, su origen. Este desarraigo es delicado por la potencial pérdida de memoria y, por consecuencia, de identidad; esto es grave para la persona, pero es más grave aun cuando esa persona tiene familia y es incapaz de transmitirles su historia.
2. Deseo de vivir
El proceso en el que imaginamos nuestra casa, sea un espacio existente, ayudados por arquitectos o no, se vuelve un proceso delicioso en el que desempolvamos todas las referencias que llevamos juntando y procuramos hacerlas realidad. Nos invaden la anticipación y la ilusión, combinadas con algo de aprensión por tomar buenas decisiones y hacerlo dentro de nuestros alcances, sin traicionar nuestra visión.
Winston Churchill, famosamente, dijo: “We shape our buildings, thereafter they shape us”. De la misma manera, nosotros vamos formando nuestras casas y ellas nos van formando a nosotros. Y empezamos a materializar este proceso a través de recortes, bocetos, planos, maquetas, muestras y, muy probablemente, obra. Es una especie de toma de posesión en la que vamos haciendo nuestro el espacio, lo vamos, literalmente, domesticando. Un espacio donde podamos vaciar nuestras vidas y donde esperamos encontrar no solamente la plenitud y la serenidad, sino que tambien pueda reflejar nuestra historia, valores y aspiraciones. No es poco lo que le pedimos a nuestras casas.
¿En qué momento una casa se vuelve un hogar? Es una gran pregunta y, sin duda, muy personal. ¿Puede ser cuando colgamos cuadros? ¿Cuando acomodamos nuestros libros? ¿Cuando cocinamos por primera vez? ¿Cuando colgamos cortinas, colocamos tapetes, cuando sale el agua caliente, cuando huele a ropa limpia? ¿Cuando ponemos plantas? ¿Cuando colocamos algún objeto especial? Quizá sea una combinación de varios de estos elementos, pero lo que es seguro es que, cuando es hogar, lo sentimos y no nos queda la menor duda.
Un espacio donde podamos vaciar nuestras vidas y donde esperamos encontrar no solamente la plenitud y la serenidad, sino que tambien pueda reflejar nuestra historia, valores y aspiraciones. No es poco lo que le pedimos a nuestras casas.
Cuando finalmente logramos nuestra casa sentimos una enorme satisfacción, la satisfacción de ver el deseo realizado, de haber sabido tener paciencia e insistido en aquello que nos haría felices y de no haber cedido ante lo mediocre o inmediato, de no haber perdido de vista nuestro sueño.
La casa nos ofrece un espacio de paz y seguridad donde podemos cultivar el espíritu y la introspección, sanar, crecer, pensar, planear, soñar, amar. Nuestra casa engrandece el alma y robustece la autoestima, nos contiene, evita la dispersión física y psicológica de nuestra existencia, nos ayuda a no diluirnos, a contener y ordenar el caos.
Además de eso, nuestra casa nos ofrece la oportunidad de crear el mundo como quisiéramos que fuera, de usarla como un laboratorio en el que podemos poner a prueba nuestras ideas y vivirlas, disfrutar los aciertos y también sufrir los errores, modificar y calibrar según vayan evolucionando nuestras vidas y poder ir logrando nuestro pequeño paraíso.
Al igual que la tienda de antigüedades de Orwell en 1984, nuestras casas resguardan y mantienen viva la identidad y la memoria, y nos ayudan a recordar de dónde venimos, quiénes hemos sido, quiénes somos y quiénes quisiéramos ser. Condensan el pasado, el presente y el futuro, y hacen que el tiempo se vuelva más tangible.
Nuestras casas son también un reconocimiento implícito a los que vinieron antes que nosotros en la humanidad, pero, particularmente, a nuestros antepasados, que se esforzaron y se la jugaron para lograr una mejor vida.
Es fundamental que la casa no se vuelva un museo, estática, y que únicamente hable del pasado. Nuestra casa tiene que reflejar el presente y lo que nosotros aportamos a él. También tiene que darnos pistas del futuro, ya sea de nuestros planes y sueños o de la proyección de nuestros hijos, una casa transgeneracional.
Más allá de la obvia protección de los elementos naturales que nos proporciona nuestra casa, ésta se vuelve una especie de embajada a donde podemos correr y refugiarnos en la tranquilidad de tener una especie de inmunidad diplomática, un umbral que no se puede traspasar. Quisiéramos pensar que nuestra casa es, de alguna manera, como nuestra mente y espíritu, sagrados e inviolables, un refugio de valores, refugio de tangibles e intangibles que, juntos, dan significado a nuestras vidas, y a donde la Policía de la Memoria de Yoko Ogawa no podría entrar. Quizá es por eso que cuando roban nuestras casas nos sentimos completamente transgredidos y vulnerables, se rompe justamente eso.
Nuestra casa es parte fundamental de la lucha constante, y, al final de cuentas, inútil, contra el olvido; nos ayuda, aunque sea de manera muy breve, a contener física y espiritualmente nuestra vida, a disfrutarla y darle significado.
Sospechamos de las casas de revista donde todo parece combinar, donde es evidente que los libros los seleccionó e instaló un interiorista y donde está claro que el habitante jamás ha tenido la menor curiosidad de hojearlos, donde no cabe un juguete que no combine, donde la cocina no respira.
Cuando entramos a la casa de alguien que conocemos por primera vez lo hacemos con expectativa y curiosidad, queremos conocer más del mundo de esa persona que ya conocemos, confirmar lo que suponemos o imaginamos de ella. Nuestras casas hablan por nosotros y nos completan.
Nos atraen las casas vivas, imperfectas, donde se percibe la cotidianeidad de la vida, la pátina y el olor a tiempo. Sospechamos de las casas de revista donde todo parece combinar, donde es evidente que los libros los seleccionó e instaló un interiorista y donde está claro que el habitante jamás ha tenido la menor curiosidad de hojearlos, donde no cabe un juguete que no combine, donde la cocina no respira. Sospechamos de la perfección, nos preocupan las casas asépticas, sin personalidad y sin alma. Cuando visitamos estas casas pensamos: ¿en qué momento se rompió la memoria y el arraigo? ¿Por qué se diluyó el pasado? ¿Fue por convicción? ¿Por una pareja? ¿Por la obediencia ciega a los designios de un arquitecto o decorador? ¿Por pertenecer? ¿Por aparentar? ¿Por la influencia de los medios? ¿Sin darse cuenta? Quizá la respuesta sea una combinación de estas razones.
Lo cierto es que, una vez rota la memoria, se vuelve muy difícil reconstruirla, y se arriesga quedar en un limbo, especialmente cuando los guardianes de la memoria van desapareciendo o perdiéndola también. Y, si no se recupera a tiempo, los descendientes de esa persona quedarán aún más desarraigados, se perderá el vínculo con el origen e irán perdiendo también gran parte de su identidad.
Entrar a una casa sin libros siempre inquieta y preocupa, de la misma manera que entrar a una casa con libros intriga y emociona. Hay algo irresistible en una casa invadida por libros que, como enredadera, van conquistando el espacio y acomodándose donde pueden, en el piso, muebles, escaleras, cocina. Los libros y la biblioteca son una especie de ancla de la casa, el corazón, un pilar del hogar. En el mejor de los casos, la biblioteca es una radiografía de la vida de su propietario, nos describe, como pocas posesiones, sus intereses, profesión, pasiones, curiosidad e inquietudes. Si es cierto que visitar la casa de alguien que no conocemos sin su presencia nos da una muy buena idea de cómo es esa persona, visitar su librero nos dejará muy pocas dudas.
Como una pieza de Louise Nevelson, un librero da profundidad visual y espacial, pero, de manera aún más importante, da profundidad de memoria, conocimiento, imaginación y posibilidades. Nos ofrece la oportunidad de ampliar horizontes, de vivir mil vidas y aventuras, de soñar y, por supuesto, de aprender. La presencia de los libros nos inspira y nos mantiene humildes.
Reunir las cajas de libros que hemos venido arrastrando a través de innumerables mudanzas, casas temporales y bodegas, e ir abriéndolos, reencontrándolos, revisitándolos y acomodándolos, es uno de los mayores placeres para los amantes de los libros. Ese reencuentro con ellos, en el que no sólo volvemos a disfrutar su contenido, sino que también nos damos cuenta de en qué punto de nuestras vidas estamos en relación con el momento en que los tuvimos en nuestras manos por primera vez, y en el que también redescubrimos las dedicatorias y los encartes que activan la memoria y confirman la existencia. El placer de verlos reunidos dignamente en un librero, con ese caos ordenado de los libreros más vivos y complementados con bibelots, fotos, plantas y arte, da una satisfacción poco común.
Vamos incorporando esos libros a nuestra biblioteca, enriqueciéndola y recordando su origen. Es difícil de describir esto, más que para los que amamos los libros, una especie de sentido de responsabilidad, incredulidad y honor de que los libros de personas que admiramos se vayan sumando a nuestras bibliotecas.
Nuestro amor por los libros manda señales sutiles a las personas que tienen libros y que, por diferentes razones, no saben qué hacer con ellos. Gracias a su generosidad y a una cuidadosa selección, vamos incorporando esos libros a nuestra biblioteca, enriqueciéndola y recordando su origen. Es difícil de describir esto, más que para los que amamos los libros, una especie de sentido de responsabilidad, incredulidad y honor de que los libros de personas que admiramos se vayan sumando a nuestras bibliotecas.
Por si lo anterior fuera poco, los libros también suman al aspecto visual de un hogar, le dan textura, colorido, profundidad. No quisiera decir que decoran, pero sí, por supuesto que decoran.
Hoy mucha gente habla de los libros digitales y de la digitalización de las bibliotecas. Sin duda, en los planos institucional y académico, esto tiene un gran valor, pero no creo que sea lo más aconsejable en el ámbito doméstico, por más restringido que sea nuestro espacio. Creo que, entre más avanza este fenómeno, más valor tienen los libros físicos. ¿Cómo describir el incomparable placer de encontrar el libro en el librero y poder disfrutarlo y compartirlo? Si tuviéramos nuestra biblioteca digital, ¿qué heredaríamos? ¿Un archivo digital? ¿Dónde quedarían las dedicatorias, las huellas, las texturas, los olores, los encartes, las sorpresas? Perderíamos no sólo la oportunidad de disfrutar la presencia física de nuestros libros, sino también la oportunidad de que nos observaran y nos provocaran a disfrutarlos, como sugiere Nassim Taleb cuando habla de la antibiblioteca de Umberto Eco, que no es más que todos los libros que no hemos leído y que, al verlos en nuestro librero, nos recuerdan todo lo que no sabemos.
El filósofo surcoreano Byung–Chul Han nos habla del peligro de las no–cosas en nuestros tiempos. Se refiere a la desmaterialización de muchos de los objetos que nos rodean y al peligro que eso presenta para la memoria, el arraigo y la identidad. Una foto impresa no es lo mismo que una digital, al igual que una carta en papel no es lo mismo que un mensaje digital. La foto y la carta son objetos, los podemos tocar, envejecen y nos conectan, a través de su materialidad, con el pasado, lo hacen más real y tangible. Si no sabemos encontrar un equilibrio sano entre lo material y lo digital corremos el riesgo de que se pierda gran parte de nuestra memoria en el hoyo negro del mundo digital.
Afortunadamente hay cosas, como los muebles, que no se podrán digitalizar y de las que no podremos prescindir. Una casa no sería casa sin muebles. Los muebles, más allá de los objetos, libros, plantas, cuadros y pertenencias, son indispensables para el funcionamiento cotidiano de la casa; la completan, son parte de la escenografía y, a través de su diseño y acomodo, influyen en cómo la vivimos. Igual que todo lo anterior, los vamos reuniendo a través de los años: algunos los compramos, otros los heredamos y otros nos los regalan.
Con nuestros objetos, cuadros y arte en general se activan sensaciones muy similares a las que se activan con los libros. En general van de la mano, y no debería sorprendernos, ya que comparten los mismos valores: belleza, memoria y oficio.
Cuando desempacamos y empezamos a vaciar los objetos, cuadros y arte en nuestra casa, los vamos desenvolviendo con anticipación y reencontrando lo que llevamos juntando gran parte de nuestras vidas, con la ilusión de este momento que por fin se empieza a cumplir. Es un poco como cuando, de niños, desenvolvíamos las piezas del nacimiento en diciembre, con la felicidad de encontrar nuestra favorita. Los objetos, cuadros y arte nos ven a los ojos después de una larga y paciente espera y activan la memoria, les da gusto vernos y presienten y esperan que esta casa será la definitiva y que ahí podrán activar su belleza y energía. Disfrutamos sacarlos y colocarlos en sus lugares tentativos, sabiendo que algunos ya tienen su lugar asignado y que no es negociable, pero también estando, triste o alegremente, conscientes de que muchos ya no reflejan quiénes somos o quiénes queremos ser y que tendrán que pasar a manos nuevas que los valoren.
El acomodo de los cuadros, objetos y arte es un extraordinario proceso en el que vamos, poco a poco, buscándoles su lugar. Entre ellos se comunican visual y energéticamente y se van apropiando y sintiendo a gusto en su nuevo sitio. Hay piezas muy celosas que no querrán compartir el espacio, y lo entendemos. Contemplando nuestros objetos, a veces nos preguntamos qué nos llevaríamos si tuviéramos que tomar algo de último momento, probablemente en una emergencia o exilio. ¿Qué objeto sería el más significativo para nosotros y que, potencialmente, pudiera servir como semilla para iniciar un nuevo hogar?
Si en nuestros tiempos una casa es un lujo, una casa con jardín es un verdadero lujo. Se ha escrito mucho de lo que ofrece un jardín, aunque sea pequeño, para reconectarnos con la naturaleza, estar expuestos a su magia, misterio, crecimiento, ciclos, belleza e inmensidad. Un jardín en casa es un equilibrio ideal entre el estado salvaje y primitivo del que venimos y el espacio domesticado y seguro en el que habitamos. Nos ofrece esa alternancia perfecta entre ambos mundos.
Contemplando nuestros objetos, a veces nos preguntamos qué nos llevaríamos si tuviéramos que tomar algo de último momento, probablemente en una emergencia o exilio. ¿Qué objeto sería el más significativo para nosotros y que, potencialmente, pudiera servir como semilla para iniciar un nuevo hogar?
Vivir en una casa, con o sin jardín, es algo cada vez más raro en las grandes ciudades, y cada vez más gente vive en departamentos. ¿Cómo poder llevar la esencia de un jardín a un departamento? Siempre es un reto y nunca será igual que el jardín de una casa, pero, por supuesto, es algo que vale la pena probar por medio de plantas, árboles, enredaderas y bebederos que nos permitan crear algo de la magia que solamente puede ofrecer un jardín.
Compartir nuestra casa en familia, de entrada, implica compartirla con nuestra pareja. Si procuramos, y tenemos suerte en la vida, tendremos pareja con quien compartir la casa, y cuando decidimos vivir con ella, invariablemente, comenzará la delicada negociación y cesión del espacio compartido: recámara, clósets, baños, por mencionar algunos de los espacios más representativos. También se dará la negociación y conciliación de aspectos intangibles, como códigos, hábitos y costumbres, que forman parte del quehacer cotidiano.
La negociación espacial y de códigos se antoja sencilla de resolver cuando la vemos en relación con la negociación estética de la casa y el entender cómo se vive un espacio. La estética es, por definición, subjetiva y muy delicada, porque cuando vivimos con nuestra pareja dos vidas confluyen con todos sus objetos, muebles, arte, fotografías y memorias que, de seguir solteros, habíamos dispuesto sin pensar dos veces. También se inicia la vida en pareja con las inseguridades, complejos, aspiraciones y proyección al futuro de cada parte. Con suerte, y probablemente si escogemos bien a nuestra pareja, habrá compatibilidad y se complementarán las vidas y los menajes de cada quien, y surgirá así, como sucede en muchas de las parejas que admiramos, un nuevo todo mucho más rico que las partes originales.
Sobra decir que lo anterior requiere de alta diplomacia, empatía y madurez de las partes, en ir reconociendo que posiblemente existe un mejor gusto y sentido de hogar de una parte, y que la otra parte podrá sumar con sus propias fortalezas.
Y en esa casa los hijos tendrán sus recámaras y, en ellas, irán poco a poco formando sus identidades. Y esto será aún más cierto en casas ricas de contenido, donde, gracias a su contexto estético, armonioso y estimualante, los niños desarrollarán mayor gusto y sensibilidad para sus futuras casas.
Y, más adelante, si hay familia, se impondrá la nueva y contundente realidad de los hijos y comenzará una nueva negociación espacial, acústica, de rituales, de estética, en la que, por más que los padres se presuman sofisticados y estetas, la realidad prevalecerá y la casa se irá rindiendo ante la nueva realidad familiar. Se volverá más viva, más caótica, más alegre, más imperfecta, pero, a la vez, más perfecta, y en ella se empezarán a transmitir a los hijos los valores morales, estéticos, los rituales y los códigos de la familia. Y en esa casa los hijos tendrán sus recámaras y, en ellas, irán poco a poco formando sus identidades. Y esto será aún más cierto en casas ricas de contenido, donde, gracias a su contexto estético, armonioso y estimualante, los niños desarrollarán mayor gusto y sensibilidad para sus futuras casas.
Nuestra casa es nuestro espacio más sagrado y no la abrimos a cualquier persona. Cuando invitamos a alguien le estamos implícitamente expresando nuestra confianza, voluntad y apertura a que nos conozca mejor; le estamos abriendo nuestro mundo, confirmando y ampliando la persona que cree que somos; nuestro espacio se vuelve una extensión de nosotros y complementa nuestra historia.
Nuestras casas están vivas y se alegran cuando nos alegramos. Durante su existencia vivirán reuniones y fiestas, sobremesas y borracheras, celebrarán cumpleaños y escucharán confesiones, lágrimas; serán escenario, cómplice y testigo de pasiones, erotismo y amor, de peleas, miedos, arrepentimientos, perdones, proyectos, esperanzas e ilusiones. Estarán ahí para los días tristes, nos acompañarán en los silencios y las penas, y nos cuidarán en las enfermedades.
Como nuestras vidas, las casas también tendrán días monótonos, de relleno, sin mucha novedad ni gran emoción. Cuando salgamos de viaje, nuestra casa nos esperará paciente y silenciosa, procurará portarse bien y ser prudente. En estos momentos de silencio se aburrirá, pero estará siempre ahí, fiel e incondicional, y consciente de la importancia que tiene como el centro de nuestras vidas.
3. Deseo de regresar
Cuando salimos de casa por un periodo largo, especialmente a lugares diferentes a nuestra cultura, y, sobre todo, cuando viajamos solos, entre más pasa el tiempo entramos en una especie de introspección personal en la que, dado el contraste con nuestro lugar de residencia, empezamos a cuestionar si realmente somos quienes somos y si venimos de donde venimos. Podría parecer absurdo, pero sucede cuando nos descontextualizamos por completo.
Aunque llevemos fotografías u objetos que nos recuerdan quiénes somos y de dónde venimos, nada se compara con el momento en el que, por fin, volvemos a casa y abrimos la puerta con una mezcla de anticipación y aprensión, dudando por una fracción de segundo si la llave va a abrir y si dentro seguirá nuestro mundo como lo dejamos. Imaginemos que no está, que está vacío nuestro hogar, que la llave no funciona… Al entrar, confirmamos con un gran alivio que sí, efectivamente, ahí está nuestro espacio: nuestros objetos, cuadros, libros, muebles, fotos y olores que nos confirman quiénes somos, que ahí vivimos, que ahí pertenecemos, que de ahí venimos, y eso nos da una paz enorme. Es ese regreso a la querencia, a ese lugar seguro a donde volvemos después de haber salido al mundo.
Muchas veces, al desempacar, traemos objetos de nuestro viaje que nos confirman que ese viaje no fue un sueño y que sí existieron esos mercados, esos paisajes, esas personas y esas aventuras. Estos objetos, a su vez, pasarán a formar parte de nuestra casa e irán sumándose a nuestra historia, y nos recibirán en nuestro próximo regreso a casa. Es esta alternancia entre realidades la que nos mantiene, al mismo tiempo, aterrizados y estimulados, y nutre la experiencia de estar vivos.
No es necesario un viaje largo y exótico para apreciar la sensación de regresar a casa; puede ser al final de un día pesado en el que, al regresar, bajamos la guardia, tocamos base, nos recargamos, recalibramos y nos rearmamos. Entre más rápido cambia el mundo y avanza la tecnología, más importante es la sensación de paz y tranquilidad que nos da la casa y que, con su presencia y energía, nos hace entender que todo va a estar bien. Regresar a casa es como regresar a alguien que nos ama incondicionalmente y que nos acepta como somos; nuestra casa nos abraza.
La casa nos da esa sensación de tranquilidad de saber que, dentro de la inmensidad del cosmos, existen esos metros cuadrados a los que siempre podemos regresar y llamar nuestro hogar, que reafirman nuestra existencia.
De igual manera, saldrán los hijos al mundo y regresarán a recargarse a la casa familiar mientras exista, a bajar su propia guardia, reconectando con la querencia, alegrándola más con sus visitas y compartiendo sus experiencias del mundo, comparando constantemente la casa de los padres con sus nuevas experiencias, cultivando su propia idea y deseo de hogar, y regresando al mundo, renovados, a seguir luchando por sus sueños.
4. Deseo de morir
Es bien sabido que hay dos muertes: la muerte física y la muerte de la memoria, cuando seremos olvidados por completo.
Cuando la muerte es inminente y se tiene el lujo de escoger dónde morir, la mayoría de las personas escogeremos morir en casa. Si esto no es suficiente prueba del significado de la casa, no sé qué podría serlo. Justamente reafirma el profundo significado que tienen nuestras casas para nosotros: es ahí donde quisiéramos cerrar nuestra existencia terrenal, idealmente en nuestra habitación, de regreso a esa sensación de protocasa que creamos de niños en nuestra primera habitación en la casa de la familia, pero ahora viendo al pasado en lugar de al futuro, repasando nuestro arco de vida por última vez, rodeados de seres queridos, objetos, fotografías, muebles, recuerdos.
Una vez que dejamos el plano terrenal, nuestro espacio físico se ve amenazado por las fuerzas de nuestra ausencia y, muchas veces, por parientes y enfermeros sin escrúpulos. Si tenemos pareja que nos sobreviva, quizá ella procure y logre resguardar la casa y nuestra memoria. Aun así, y si hubiera hijos, entrarán en la difícil y dolorosa dinámica de desarmar nuestra vida más íntima, el mundo que creamos: vaciar nuestros cajones, nuestro vestidor, descolgar nuestros cuadros, muebles, libros, amuletos, fotos, colecciones. Asumiendo que no lo dejamos estipulado —y aun así—, se vaciarán los espacios que habitamos y se cuestionará el valor de muchas cosas. Algunas historias se completarán, la mayoría perderán el significado que tuvieron para nosotros; se dispondrá, de manera a veces brutal y vulgar, de muchos de los objetos que con tanto esfuerzo logramos y atesoramos, que tanto amamos y que tanto significado tuvieron durante nuestra vida. Algunos objetos quedarán en manos conscientes y agradecidas, pero ese universo que con tanto anhelo e ilusión construimos se irá desmantelando rápidamente hasta quedar la casa y no el hogar, la caja blanca con huellas de nuestros cuadros y objetos. No todo el significado se perderá, pero sí ese intangible del que hablábamos al principio. Nuestra energía quizá rondará para los más sensibles, pero, eventualmente, el olvido vencerá.
Pero no todos tendrán la suerte de morir en casa. En muchos casos, las circunstancias apuntarán a un cierre de vida en casas de retiro, donde se procurará adecuar la habitación con objetos, fotografías, libros y, a veces, muebles que den la sensación de hogar; una vez más, el cuarto como casa, el regreso al origen.
Si supimos transmitir su valor, su significado y su historia, con suerte algunos de esos objetos pasarán a formar parte de las casas de seres queridos y a ser parte de su vida si cuentan con el espacio necesario. Quisiéramos pensar que los disfrutarán igual que nosotros y que, quizá de manera un poco egoísta, nuestra memoria seguirá viva a través de ellos. Tal vez les darán su propio significado y, con suerte, sabrán transmitirlo a las siguientes generaciones y así sucesivamente, aun sabiendo que, en cualquier momento, existe la probabilidad de que se rompa esa secuencia por mil razones y que los objetos terminen, también con relativa suerte, en ese vórtex, ese fantástico cespol de la humanidad a donde van a dar los objetos para ser reciclados y revalorados: las Lagunillas, subastas y marchantes de antigüedades del mundo. Y digo que con relativa suerte porque ahí podrán ser revalorados, quizá se sabrá algo de su origen y podrán formar parte de nuevas historias. Pero no todos tendrán la suerte de morir en casa. En muchos casos, las circunstancias apuntarán a un cierre de vida en casas de retiro, donde se procurará adecuar la habitación con objetos, fotografías, libros y, a veces, muebles que den la sensación de hogar; una vez más, el cuarto como casa, el regreso al origen. Otros morirán lejos de casa por enfermedad, guerras, accidentes o exilios, y añorarán siempre la querencia de la casa y la llevarán en su alma hasta el último respiro.
Independientemente de dónde sea nuestra muerte, quedará la casa, la estructura, y, en el mejor de los casos, seguirá habitada por nuestra familia por un tiempo, aunque cada vez son más raras las casas transgeneracionales.
Tal vez la casa se venda y la ocupe gente totalmente ajena a nosotros, tal vez sea remodelada y modificada y nunca se sepa quién vivió ahí y todo lo que significó para sus habitantes anteriores, tal vez cambie de giro y se vuelva oficina, comercio, embajada, restaurante, antro. Algunas casas no tendrán ni siquiera esa suerte y serán demolidas, borrando por completo la arquitectura y reemplazándola con una nueva construcción. Con la demolición desaparecerá no solamente la memoria arquitectónica y urbana, sino también la memoria de vidas enteras que quedarán en los recuerdos de los que vivieron y trabajaron en esa casa, se irán volviendo borrosos y desvaneciendo en el espejo retrovisor de la vida hasta que vuelva a triunfar el olvido. Basta con visitar una casa vacía ante su inminente demolición para experimentar esta mezcla de sentimientos: la conciencia de que algo irremediablemente se acaba y la ilusión de que algo tan deseado inicia. El deseo de una persona concluye cuando inicia el deseo de otra.
Conclusión
Si consideramos todo lo anterior, ¿qué reflexiones podemos llevarnos de esta plática? Ofrezco las siguientes.
Disfrutemos el desear la casa y el proceso de lograrla, disfrutemos el logro mismo, entendamos que una casa no es estática y que una casa sólo es hogar cuando la habitamos y la compartimos; procuremos que nuestras casas estén vivas, usémoslas, compartámoslas, perdonémosle sus imperfecciones, cuidémosla y mantengámosla, así como todo su contenido y espíritu. Seamos agradecidos de que existe y con todos los que la hicieron posible. Transmitamos a través del tiempo el origen y el valor de la casa misma y de los objetos, ritos y tradiciones, y entendamos que somos custodios temporales de ellos y que, con suerte, nos van a trascender. Documentemos nuestra casa siguiendo el consejo de Barragán de que el papel dura más que las piedras. Transmitamos a través de nuestra casa valores para que la gente que nos rodea, incluyendo familiares, amigos y las personas que nos ayudan en su operación y mantenimiento, se pueda llevar algo de ese intangible en la medida de lo posible. Y, por último, ayudemos a nuestros descendientes a también lograr la semilla de una casa con sentido de hogar. ®
Guadalajara, Jalisco, 20 de agosto de 2025.