La resistencia del paraíso

Entre Hemingway, Miguel Ángel y la muerte de Dios

Ésta es una búsqueda del paraíso perdido y de la necesidad de seguir buscándolo. A través de un escultor que pintó lo que no debía pintar, un navegante que creyó haber encontrado el Edén, un filósofo que anunció la muerte de Dios y un condenado que empuja eternamente su castigo el autor explora la pregunta que flota bajo todas las otras: ¿qué nos sostiene cuando ya nada nos sostiene?

Hemingway: “El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”.

La resistencia del hombre

“El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”. La frase de Hemingway, pronunciada en El viejo y el mar, no es solamente un canto a la perseverancia, sino una declaración de fe. Una fe no en un dios concreto, ni en una promesa escrita, sino en la capacidad del hombre de persistir incluso cuando la realidad ha agotado todos sus recursos. Santiago, el viejo pescador que lleva ochenta y cuatro días sin pescar nada, no se rinde. Atrapado entre el desgaste físico, la soledad del mar y la certeza de que quizás todo está perdido, resiste. ¿Por qué? ¿Qué sostiene a un hombre cuando ha perdido todo, salvo su cuerpo fatigado y su voluntad de seguir?

Quizás lo que nos sostiene —aunque no siempre sepamos nombrarlo— es la idea del paraíso. No necesariamente el jardín bíblico ni el cielo prometido por las religiones, sino algo más íntimo y difuso: la esperanza de que lo que hacemos vale la pena, de que hay algo al final del sufrimiento, de que el mundo todavía guarda sentido si nos atrevemos a imaginarlo.

El paraíso, en este sentido, no es un lugar, sino una forma de mirar. Una persistencia del deseo. Una ficción necesaria. Porque el ser humano no sólo sobrevive con pan, también necesita horizontes. Y cuando los pierde, los inventa.

Este ensayo es una búsqueda de ese paraíso perdido —y de la necesidad de seguir buscándolo—. A través de un escultor que pintó lo que no debía pintar, un navegante que creyó haber encontrado el Edén, un filósofo que anunció la muerte de Dios y un condenado que empuja eternamente su castigo, intentaré explorar la pregunta que flota bajo todas las otras: ¿qué nos sostiene cuando ya nada nos sostiene?

La idea del paraíso como motor

Quizás lo más humano no sea el lenguaje ni la conciencia, ni siquiera la capacidad de amar, sino algo más frágil y más temerario: la imaginación del paraíso. La necesidad casi irracional de creer que hay algo mejor más allá del presente. Que la vida, pese a sus contradicciones, pese al sufrimiento, guarda algún tipo de belleza oculta. Esa idea ha acompañado al hombre desde sus orígenes, como una brújula que no apunta a ningún lugar geográfico, pero que guía igual.

El paraíso no necesita existir. Basta con que se lo crea. Basta con que inspire. Porque no es un destino, sino un impulso. Es lo que hace que alguien siga creando cuando todo parece estar dicho.

La historia del ser humano es también la historia de sus ficciones más tenaces. El paraíso es una de ellas. Desde las primeras culturas los mitos hablaban de un tiempo anterior, puro, donde no existía el dolor ni la muerte ni la pérdida.

La historia del ser humano es también la historia de sus ficciones más tenaces. El paraíso es una de ellas. Desde las primeras culturas los mitos hablaban de un tiempo anterior, puro, donde no existía el dolor ni la muerte ni la pérdida. Y aunque ese tiempo se haya perdido, aunque hayamos sido expulsados, el deseo de regresar nunca desapareció del todo. No por nostalgia, sino porque sin esa idea la vida se vuelve insoportable.

Pensar en el paraíso no es una muestra de ingenuidad. Es un acto de resistencia. El paraíso nos dice que la vida no se agota en lo que vemos. Que existe la posibilidad de una redención, aunque nunca llegue. Que, en última instancia, lo que somos no se define por lo que tenemos, sino por aquello que seguimos buscando.

Incluso quien no cree en nada —ni en dioses ni en dogmas—, conserva dentro de sí esa chispa antigua: la esperanza de que lo que hace importa, que su esfuerzo tiene sentido, que hay algo más allá del absurdo. Ese “algo” puede tomar muchas formas: justicia, amor, belleza, verdad, arte, paz… pero, en el fondo, es siempre una forma de paraíso. Un refugio contra el nihilismo. Una afirmación silenciosa en medio de la oscuridad.

El paraíso, así, no es solamente una creencia religiosa. Es una necesidad humana. Un punto en el horizonte que nunca alcanzamos, pero sin el cual no sabríamos hacia dónde caminar.

Miguel Ángel: la creación como desafío al destino

Miguel Ángel no era pintor. Lo dejó claro muchas veces, con orgullo y terquedad. Era escultor: su arte estaba en liberar la forma que dormía atrapada en el mármol, no en cubrir superficies con pigmentos. Y, aun así, aceptó uno de los encargos más descomunales de la historia del arte: pintar el techo de la Capilla Sixtina. Cuatro años de trabajo físico y espiritual, de incomodidad extrema, de tensiones con el papa Julio II, de cansancio, dudas, aislamiento. Y lo hizo.

¿Por qué? No por ambición. No por obediencia. Miguel Ángel no pintó ese techo para agradar a la Iglesia ni para cimentar su fama. Lo hizo porque creía, en el sentido más profundo y antiguo de la palabra. Creía que el arte podía alcanzar lo eterno. Que una imagen podía tocar lo sagrado. Que, a través de sus manos, lo humano y lo divino podían encontrarse, aunque fuera por un instante.

Pintó lo que no debía pintar. Luchó contra el dolor, la crítica, el propio desprecio. Y dejó en el techo de una capilla no sólo una obra maestra, sino un testamento del espíritu humano, de su búsqueda incesante de lo que está más allá de sí mismo.

En el centro de la bóveda pintó la escena más famosa: Dios extiende su dedo hacia Adán, y Adán lo extiende también, pero no se tocan. Ese espacio ínfimo entre ambos es el símbolo mismo del paraíso perdido, de la separación entre lo creado y su creador, entre el deseo y su cumplimiento. Es también una promesa: la promesa de que aún estamos cerca, de que el gesto, aunque inacabado, es posible.

Miguel Ángel, como Hemingway, como tantos otros, fue un hombre enfrentado a lo imposible. Pintó lo que no debía pintar. Luchó contra el dolor, la crítica, el propio desprecio. Y dejó en el techo de una capilla no sólo una obra maestra, sino un testamento del espíritu humano, de su búsqueda incesante de lo que está más allá de sí mismo.

Su Capilla Sixtina no es sólo arte. Es un acto de resistencia. Una forma de decir: no me conformo con lo que es. Porque el artista, en el fondo, también busca el paraíso, no como destino, sino como afirmación de que algo más puede surgir del caos, de que el sentido aún puede nacer en medio del dolor.

Miguel Ángel, escultor de mármol, se convirtió también en pintor del cielo. No porque lo quisiera, sino porque algo más grande que él —el impulso hacia lo sublime— lo empujó a intentarlo.

Cristóbal Colón y la cartografía del Edén

Hay una escena poco conocida del cuarto viaje de Cristóbal Colón que, leída desde hoy, parece más reveladora que cualquier mapa: enfermo, desilusionado, maltratado por los suyos y traicionado por quienes lo financiaron, Colón escribe que cree haber llegado al Paraíso Terrenal. Lo dice con seriedad, sin ironía. Afirma que, al llegar a la desembocadura de un gran río —el Orinoco, aunque él no lo sabía—, el agua dulce que empujaba al océano era tan abundante que debía venir de un lugar sagrado. Que el clima, la vegetación, la dulzura del paisaje y su ubicación geográfica únicamente podían significar una cosa: había encontrado el Edén.

Colón no hablaba de un paraíso metafórico. Había leído a los teólogos medievales, a san Isidoro de Sevilla, a Dante, y sabía que, según muchos, el Jardín del Edén no había sido destruido, sino ocultado. Y, en ese momento de ruina personal, cuando todo parecía perdido, Colón necesitó creer que aún era parte de una historia más grande que él. Que su sufrimiento, sus viajes, sus fracasos, tenían un propósito: el de encontrar lo sagrado.

Colón ya no era el almirante victorioso que descubría nuevas tierras; era un hombre debilitado, solo, que necesitaba —como tantos otros— un sentido. Su paraíso no era una conquista geográfica, sino una tentativa desesperada de recuperar una promesa que siempre había estado más allá de su alcance.

El dato es histórico. El gesto, profundamente humano. Colón ya no era el almirante victorioso que descubría nuevas tierras; era un hombre debilitado, solo, que necesitaba —como tantos otros— un sentido. Su paraíso no era una conquista geográfica, sino una tentativa desesperada de recuperar una promesa que siempre había estado más allá de su alcance.

Y es que el paraíso, en su caso, no estaba en las Indias ni en el Nuevo Mundo. Estaba en su necesidad de creer que todo lo vivido no había sido en vano. Que al final del viaje —aun cuando el viaje lo llevara a la ruina—, algo sublime lo esperaba. Algo que justificara la tormenta, la soledad, los errores, las pérdidas.

Colón, como Miguel Ángel, como Hemingway, también se negó a ser derrotado, aunque estuviera vencido. Porque, incluso en el fracaso más absoluto, su imaginación no se rindió. Y ese gesto, por más absurdo que parezca hoy, es quizás lo que lo convierte en símbolo: no el descubridor de tierras, sino el cartógrafo de un paraíso que ya no existía, pero que aún merecía ser buscado.

Nietzsche: la pérdida del paraíso

Cuando Nietzsche declaró que “Dios ha muerto, y nosotros lo hemos matado” no hablaba de un crimen cometido en un día específico, ni de un acontecimiento puntual, sino de una transformación radical en el alma occidental. El hombre moderno ya no cree, ya no obedece, ya no teme. Pero, sobre todo, ya no espera. Y al dejar de esperar, ha perdido también su norte metafísico: el paraíso.

La frase de Nietzsche no es una celebración. Es una advertencia. Si Dios ha muerto, si ya no hay un sentido último, un orden superior, una promesa de redención, entonces el hombre ha quedado solo en un mundo desnudo, sin refugios sagrados ni consuelos eternos. Lo que Colón buscaba en el Orinoco, lo que Miguel Ángel pintaba en el cielo de una capilla, lo que incluso el viejo de Hemingway perseguía en la vastedad del mar, ya no está. Y peor aún: sabemos que no está.

El mundo moderno, con su racionalidad y su desencanto, ha desactivado las metáforas que daban sentido al sufrimiento. Y en ese vacío, el hombre ya no sabe si su lucha vale la pena, si su piedra tiene un propósito, si su viaje llega a alguna parte.

El paraíso, antes concebido como un lugar al que uno podía regresar, se ha desvanecido. No porque fuera falso, sino porque ya no hay un lenguaje común que lo sostenga. El mundo moderno, con su racionalidad y su desencanto, ha desactivado las metáforas que daban sentido al sufrimiento. Y en ese vacío, el hombre ya no sabe si su lucha vale la pena, si su piedra tiene un propósito, si su viaje llega a alguna parte.

La muerte de Dios no solamente implica la caída de una figura divina. Implica la desaparición del ideal que justificaba nuestra persistencia. El paraíso era la garantía de que todo tenía un fin mayor. Sin él, queda el vértigo.

Y, sin embargo, Nietzsche no invita al lamento. Al contrario: propone una nueva forma de existencia, más honesta, más feroz, más libre. Una en la que el hombre ya no se consuela con mitos, sino que asume la vida como es: caótica, absurda, pero profundamente suya. En vez de buscar el Edén perdido se le invita a construir sentido desde sí mismo. A ser, como escribió después Camus, “el dueño de su destino en un universo sin amo”.

La pregunta sigue en pie: ¿puede un hombre vivir sin paraíso? ¿Puede resistir sin una promesa más allá de lo inmediato? ¿O necesita, como Colón, como Miguel Ángel, como Hemingway, imaginar lo imposible para no sucumbir ante lo real?

Sísifo y la ética del absurdo

Cuando ya no hay paraíso ni promesa ni Dios, ¿qué queda? Camus, en El mito de Sísifo, propone una imagen radical para responder a esta pregunta: la del hombre que, aun sabiendo que todo es absurdo, decide continuar. No porque crea, sino precisamente porque ya no cree. Porque ha aceptado que el universo no le ofrece respuestas y, aun así, elige vivir.

Sísifo, condenado por los dioses a empujar eternamente una piedra hasta la cima de una montaña para verla caer una y otra vez, no se rebela, no clama justicia, no busca sentido fuera de su castigo. Su única victoria es la aceptación. Camus escribe: “Hay que imaginar a Sísifo feliz”. No porque su tarea tenga recompensa, sino porque ha convertido la repetición en una afirmación. La absurda condena en una forma de libertad.

A diferencia de Colón, Sísifo no espera encontrar el Edén. No busca más allá. Su grandeza está en que no necesita creer en un más allá para resistir el presente. Y esa es quizás la forma más moderna —y más brutal— de esperanza: no una que se alimenta de promesas, sino una que se sostiene en el gesto mismo de continuar.

Donde antes había redención ahora hay conciencia. Sísifo no espera. Pero en su negación del sentido hay una forma de afirmación más poderosa que cualquier mito: la de quien ya no necesita razones externas para resistir.

Sísifo, en su castigo, representa al hombre contemporáneo. Ha perdido a Dios, ha perdido el paraíso, ha perdido las ficciones que le daban sentido. Pero no se ha rendido. Ha aprendido a amar su piedra. A ver en el acto de empujar —aun sabiendo que la piedra caerá— una forma de dignidad.

Donde antes estaba la fe ahora hay voluntad. Donde antes había redención ahora hay conciencia. Sísifo no espera. Pero en su negación del sentido hay una forma de afirmación más poderosa que cualquier mito: la de quien ya no necesita razones externas para resistir. La de quien ha hecho de su carga una elección.

Y quizás eso sea, al final, el sustituto moderno del paraíso: la posibilidad de que, aunque todo sea en vano, aún podamos encontrar belleza en el esfuerzo. Que, aunque nunca lleguemos a tocar la mano de Dios, como Adán en el fresco de Miguel Ángel, sigamos alzando la nuestra, sólo porque sí. Porque ese gesto también nos define.

Resistir aunque no haya paraíso

Volvemos a Hemingway: “Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”. A lo largo de los siglos ésa ha sido quizá la consigna más silenciosa y más profunda de la condición humana. No es una consigna de victoria, sino de persistencia. De quienes, como Miguel Ángel, se atreven a crear lo imposible. De quienes, como Colón, siguen buscando un paraíso incluso cuando ya sólo les queda el naufragio. De quienes, como Nietzsche, se atreven a mirar el abismo de un mundo sin sentido, sin consuelo, sin Dios.

Y sin embargo, seguimos.

Nos han dicho que el paraíso ya no existe. Que fue una ilusión. Una metáfora. Que el Edén está perdido para siempre. Pero algo en nosotros se niega a vivir sin imaginarlo. Tal vez no con la misma forma, ni con la misma fe, ni con los mismos nombres. Pero aún buscamos. Seguimos escribiendo, amando, caminando, pintando, navegando, empujando nuestras piedras.

Porque quizás lo que nos hace humanos no es haber alcanzado el paraíso, sino la necesidad irrenunciable de creer que lo que hacemos importa. Aunque nadie lo vea. Aunque nunca llegue. Aunque sepamos que todo puede ser en vano. Porque mientras sigamos alzando la mano —como Adán, como Sísifo, como el viejo en su bote solitario— habrá algo que nos mantenga vivos. Algo que nos diga que vale la pena.

Y, si no hay paraíso, no importa. El gesto de buscarlo ya es una forma de eternidad. ®

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Publicado en: Ensayo

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