Fray Servando y sus escoliastas

La redituable historia–ficción

No pocos personajes históricos han sido fagocitados por simplificaciones, distorsiones e inventos posteriores, con lo que la historia es recubierta con sucesivas capas que progresivamente la van ocultando y al final la deforman hasta transformarla en otra historia.

Santo Tomás.
Digamos que existen dos tipos de mentes poéticas: una apta para inventar fábulas y otra dispuesta a creerlas.
—Atribuida a Galileo

Introito

La historia —es decir, su escritura— está llena de tapices elaborados con retazos. Aunque llamar tapiz a esas piezas, bien pensado, significa conferirles una calidad que no poseen; más adecuado sería concebirlas como aquellas colchas que en tiempos solían manufacturarse con trozos sobrantes de telas, de materiales diversos y de variopintos colores.

De tal modo muchas historias se tiñen de fantasía y de ficción, en más de un aspecto construidas sin sustento documental y a base de juicios e interpretaciones forzados con los cuales el historiador expone y da por cierto lo que cree que pudo —o peor aún: que debió— haber sucedido. Naturalmente, los productos así elaborados tienden a ser llamativos, y además de ser coloridos poseen la deletérea virtud de simplificar los vericuetos y la compleja trama, nunca apreciable a primera vista, de los aconteceres históricos.

La simple enumeración de estos casos de historias que no son historia llenaría un volumen de no escasas dimensiones, desde la atribución de frases a personajes que nunca las pronunciaron hasta la relación de acontecimientos que jamás ocurrieron. Sólo un ejemplo de cada caso: el eppur si muove que se supone que murmuró Galileo y la pretendida llegada del cadáver del apóstol Santiago a lo que ahora es España.

Pero no sólo frases y apotegmas se atribuyen a los personajes históricos; también se les asignan intenciones que no tuvieron o efectos de sus acciones que no existen más que en la mente de aquellos que los imaginan y los exponen como el fruto de su sagacidad interpretativa, sagacidad que en realidad no rebasa en algunos casos los estrechos márgenes del razonamiento silogístico.

Es precisamente el caso del padre Mier el que me propongo ilustrar en las líneas siguientes, específica y paradójicamente en defensa suya ante los excesos y las fábulas de algunos de sus apologetas.

Aquellos personajes históricos son así a menudo fagocitados por las simplificaciones, distorsiones e inventos posteriores, y de ese modo la historia es recubierta con sucesivas capas que progresivamente la van ocultando y al final la deforman hasta transformarla en otra historia, una que podría equipararse a aquella historia papagáyica de la que Lucien Febvre hacía justificado escarnio.

En ello fray Servando Teresa de Mier se ha visto hermanado con muchos otros, y con ellos ha pasado a formar en las filas de una larga, enorme cohorte de mutados. Es precisamente el caso del padre Mier el que me propongo ilustrar en las líneas siguientes, específica y paradójicamente en defensa suya ante los excesos y las fábulas de algunos de sus apologetas.

1. El sermón de 1794, génesis y demiurgo

La mutación perpetrada contra la figura y las aportaciones de fray Servando por una legión de sus escoliastas, digámoslo de una vez, reside en dos habitáculos íntima e inextricablemente relacionados. El primero de ellos, el sermón pronunciado por él el 12 de diciembre de 1794 en la festividad de la aparición de la Virgen de Guadalupe, es de hecho —y así he intentado probarlo— el evento que dio origen al largo y azaroso proceso que transformaría al dominico regiomontano en personaje histórico. En esa ocasión, con toda la pompa y ante la presencia de lo más importante de la dirigencia colonial, fray Servando adelantó la propuesta de una vistosa modificación a la ortodoxia de la tradición guadalupana, esto es, que la imagen de la Virgen no se encontraba estampada en la humilde y tosca tilma del indio Juan Diego sino en la más prestigiosa capa del apóstol Santo Tomás.

Esta modificación —que el padre Mier, téngase en cuenta, exponía únicamente como una de cuatro proposiciones sometidas “a la corrección de los sabios”— se conecta con el segundo y fundamental “habitáculo”: habiendo empezado como una desmesurada e insustentada atribución al sermón de un soterrado carácter independentista, el despropósito se profundizó al pretender precisar sus argumentos y con el paso del tiempo (durante el siglo XX y aun en nuestros días) se convirtió en la extendida asunción de este punto específico como una tesis de fray Servando que “deslegitimaba” a la propia Conquista, subversivo pecado por el cual habría sido castigado y condenado al exilio.

El procedimiento utilizado para encontrar en aquella propuesta de un Santo Tomás predicador en estas tierras no sólo el efecto sino también la intención de socavar el principal fundamento doctrinal de la Conquista es asombrosamente simple; se echa mano de una lógica lineal y se establece un silogismo: una de sus bases legitimadoras es la evangelización; Mier retrotrae esa evangelización a mil quinientos años antes de la llegada de los españoles; ergo, Mier ha deslegitimado a la Conquista. Por si fuese poco esta simplificación silogística, amparada en un abrumador monto de ignorancia histórica, se presenta como producto de la investigación académica.

Mier retrotrae esa evangelización a mil quinientos años antes de la llegada de los españoles; ergo, Mier ha deslegitimado a la Conquista. Por si fuese poco esta simplificación silogística, amparada en un abrumador monto de ignorancia histórica, se presenta como producto de la investigación académica.

El blasón generosamente otorgado a fray Servando no resiste el más superficial escrutinio documentado. Tan es así que el propio fray Servando fue el primero en desmentirlo en sus Memorias. Ahí, en un elocuente pasaje no sujeto a interpretación alguna, paradójicamente Mier se defiende de aquellos que, dice, lo habían acusado precisamente de esto por lo que muchos de sus exégetas contemporáneos lo alaban:

Digo esto porque algunos me acusaban de que había intentado quitar a los españoles la gloria de haber traído el Evangelio. ¿Cómo pude haber pensado en quitarles una gloria que es muy nuestra, pues fue de nuestros padres los conquistadores, o los primeros misioneros, cuya sucesión apostólica está entre nosotros? Gloria filiorum patres eorum. La gloria de los Apóstoles tampoco perjudica a la de sus sucesores; y tan glorioso es haber introducido el Evangelio al principio como restablecerlo después que se había olvidado o trastornado.

Pero no es sólo este Mier real a quien podemos enfrentar contra ese otro Mier retrospectivamente inventado. El tema de la predicación apostólica en el Nuevo Mundo no es —como creen los inventores del Mier “deslegitimador”— una primicia elaborada por fray Servando después de que Borunda se la hubiese soplado al oído. Todo lo contrario, en tiempos de Mier era ya toda una larga y copiosamente documentada tradición en América, vieja de más de doscientos años cuando fray Servando predicó su sermón.

La predicación de Santo Tomás en estas tierras (motejada por Alfonso Reyes como una “locura teológica” del auténtico regiomontano ilustre, como si éste hubiese sido el único que la sostuvo) fue amplia y reiteradamente afirmada por representantes de prácticamente todas las órdenes, entre ellos destacadamente los jesuitas, principales propagadores en América del Sur de la predicación de Santo Tomás, acá Quetzalcóatl, allá Pay (o Pai) Zumé (o Sumé).

A lo largo de más de dos siglos antes de que lo hiciera Mier se habló de la predicación apostólica, no en un sermón ni en una charla sino en capítulos enteros de libros aprobados por las autoridades eclesiásticas y regias, y nunca a nadie se le ocurrió acusar a sus autores por “deslegitimar” a la conquista. Ninguno de ellos fue perseguido, condenado ni exiliado por ese motivo y el mundo hispánico continuó tranquilamente su camino.

Pero aún más: ni al propio Alfonso Reyes ni a la multitud de intérpretes menores que han creído ver en el tema de la predicación apostólica en el Nuevo Mundo una aportación original de fray Servando y un pecado exclusivamente suyo, les era necesario conocer a todos estos autores y las obras correspondientes, pues el propio Mier menciona a muchos de ellos en sus Memorias. Pero las interpretaciones veloces sustentadas en lecturas perezosas han sido siempre moneda corriente en la labor historiográfica.

Veamos ahora tan sólo unos pocos ejemplos, testimonios y documentos para fundamentar esta mi tesis, una tesis que ni siquiera estaría en discusión si las investigaciones se apoyaran en la documentación existente y no en la labor superficial y el entusiasmo por la novedad.

2. Deslegitimadores españoles contemporáneos del sermón

Empezaré por uno de los autores más tibios y tangenciales a este respecto, quien sin embargo y con todo ello constituye un contundente argumento para comenzar a ilustrar no solamente la vacuidad del sustento de los deslegitimadores, sino también su patente ignorancia de la abundante documentación sobre el tema.

En sus Memorias fray Servando acude a la Historia crítica de España y de la cultura española de Juan Francisco Masdeu (1744–1817), un vasto estudio en veinte volúmenes escrito en italiano y después vertido al castellano, entre 1783 y 1805, que abarca desde los orígenes hasta el siglo XI. Mier lo cita a propósito de su argumento que sostiene que “la América” era conocida desde los primeros siglos del cristianismo y aun antes.

En la ilustración I del libro sexto el autor se extiende a lo largo de veinte ilustraciones y veintidós páginas desenvolviendo una vez más el tema basal de la Atlántida y enumera la consabida lista de autores antiguos que, dice, tuvieron noticia de América: Solón, Platón, Aristóteles, Diódoro Sículo, Posidonio, Séneca, Plinio, San Clemente, Claudio Eliano, Lucio Apuleyo y Orígenes.

Es necesario tener en cuenta que el propósito de Masdeu no era argüir a favor de la predicación apostólica sino únicamente de la comunicación antigua entre ambos mundos. Ello, no obstante, en un pasaje de su argumentación dice, como disculpándose por ello y en modo alguno ofreciendo excusas por incurrir en una herejía “deslegitimadora” (tómese en cuenta además que esto fue publicado en la propia España tan sólo nueve años antes que el sermón de Mier):

No intento oponerme á la promulgación del Evangelio en América desde los principios del Christianismo. Un Dios lleno de clemencia no habrá dexado sumergida en las tinieblas una porcion tan considerable de los que redimió con el precio infinito de su sangre. Solo digo, que las noticias de las verdades infalibles que conservan aquellos bozales, no son una prueba capáz por sí sola de convencer la introduccion del Evangelio en sus Provincias en los primeros siglos de la Iglesia de Jesu–Christo.

Son el prurito y el escrúpulo del historiador los que contienen a Masdeu, pero a unos cuantos pasos del poder metropolitano y en una obra mayor no se le pasa por las mientes atacar o negar la predicación apostólica en el Nuevo Mundo. Todo lo contrario, se siente obligado a dejar en claro que “no intenta oponerse a ella”. A riesgo de parecer reiterativo, una muestra más de que la historia documental y documentada desacredita, a menudo por sí sola, los amplios vuelos de la fantasía histórica.

O visto desde el otro extremo: que la ignorancia, la irresponsabilidad, las pocas luces, la pereza o la premura —o las cinco a la vez— permiten a los fabricantes de hipótesis históricas sin sustento saltar graciosamente sobre los textos como simples obstáculos sin importancia.

Y qué decir de la “Memoria sobre las apariciones y el culto de Nuestra Señora de Guadalupe de México, leída en la Real Academia de la Historia por su individuo supernumerario Don Juan Bautista Muñoz”, publicada en Madrid el 18 de abril de 1794 —esto es, apenas ocho meses antes que el sermón del padre Mier—, en la cual el destacado integrante de la RAH arrasaba con todo al calificar llanamente a las apariciones como mera fábula.

¿Cómo podría un fraile dominico en la periferia del agonizante imperio español ser acusado de socavar su dominio por afirmar la predicación apostólica, si en la propia metrópoli y prácticamente al mismo tiempo un académico reconocido podía tranquilamente exponer ante la más importante agrupación de historiadores españoles, y después publicar, argumentos demoledores que liquidaban toda la tradición guadalupana?

Estos dos ejemplos de historiadores contemporáneos de fray Servando deberían ser más que suficientes para desnudar la ignorancia histórica, la inanidad y la ausencia absoluta de fundamentos del oropel deslegitimador. Permítaseme sin embargo abundar un poco más sobre ello.

3. Un agustino deslegitimador 155 años antes que fray Servando

Como ya se ha apuntado, la especie de la predicación apostólica rebasaba los doscientos años de edad cuando Mier predicó su sermón. Y no bajo la forma de una “proposición” deslizada en una simple pieza oratoria, sino expuesta en libros que contenían largos capítulos dedicados a sustentarla, además, decían, con evidencias físicas. Nadie observó en esos textos derivaciones negativas que vulnerasen los títulos ni la primicia evangelizadora de los conquistadores; ninguno estuvo bajo sospecha y a ninguno se le incluyó por ello en el Índice de la Inquisición.

Se trata de libros impresos con todas las bendiciones del caso, esto es, las entonces habituales licencias y aprobaciones eclesiásticas y del poder regio. Tan no fueron motivo de escándalo —y no ha de perderse de vista que tales libros aparecieron desde el último tramo del siglo XVI hasta la propia época de fray Servando— ni suspectos de impiedad teológica ni de subversión política, que la predicación apostólica en el Nuevo Mundo pudo convertirse en una tradición.

Entre esa copiosa producción bibliográfica uno de los más notables es el del padre Antonio de la Calancha (1584–1654), Coronica moralizada del Orden de San Augustin en el Peru, con sucesos egenplares vistos en esta monarquia (1639). En la encarnación primera de esta historia agustina peruana —esto es, en el tomo I completado y publicado por Antonio de la Calancha— este despliega una prolija argumentación a favor de la predicación apostólica.

Capítulos enteros, extensas y detalladas alegaciones que intentan probar —y lo afirman sin titubeos— que hubo quienes, Santo Tomás u otros, vinieron al Nuevo Mundo a predicar el Evangelio y a cristianizar a sus habitantes muchos siglos antes de la llegada de Colón.

Compárese lo que sigue, esto es: capítulos enteros, extensas y detalladas alegaciones que intentan probar —y lo afirman sin titubeos— que hubo quienes, Santo Tomás u otros, vinieron al Nuevo Mundo a predicar el Evangelio y a cristianizar a sus habitantes muchos siglos antes de la llegada de Colón. Compárese todo eso, digo y reitero, con una proposición “aventurada a la corrección de los sabios” vertida en un simple sermón alrededor de dos siglos después de que la especie de la temprana predicación había empezado a divulgarse.

Fray Servando.

El padre Calancha (que menciona no sólo a Santo Tomás sino también a “un discípulo”) dedica a argumentar la predicación, además de algunas alusiones preliminares en el libro primero, los cinco primeros capítulos del libro segundo que consumen un buen número de largas y apretadas páginas, desde la 309 a la 345.

En contraste, la “primera proposición” de Mier dice: “El lienzo donde se imprimió Nuestra Señora es tejido del hilo del maguey, pero no es la tilma de Juan Diego, sino la capa del Santo Tomás, apóstol de este reino. Por consiguiente, no se ha conservado la imagen 263 años sino mil 790 y tantos”. El peso, la extensión y la insistencia no tienen punto de comparación con el despliegue argumental de Calancha, y la diferencia seguiría siendo notable incluso si el de fray Antonio fuese el único antecedente.

Por otro lado, si alguien no logra ver —aunque lo hayan leído en el arzobispo Núñez de Haro y en el censor Patricio de Uribe, que sí lo vieron— que la piedra de toque del pecado de Mier no fue el haber argüido la predicación apostólica sino implicar la modificación del milagro en su vertiente más notoria, esto es, la estampación de la imagen de la Virgen en la tilma de Juan Diego, debería revisar sus criterios y cambiar sus gafas intelectuales.

Calancha llega incluso mucho más allá, trayendo al mismísimo Dios al Perú en tiempos adánicos:

Pecó Adan, encendióse Dios de furor, llenóse de indignacion, aguardó a que corriese el Sur para tratar del castigo […] para mostrar piedad se vino por el Paraiso paseando, i venia mirando ázia estas tierras, i porque le dava el ayre Sur, dió a entender que llegava tenplado, i sin el devido rigor: diré yo que desde el principio del mundo se estrenó Dios en mirar piadoso a este Peru, donde está ese viento Sur, i nace desta parte Meridional, mitigando su enojo con que destos Reynos le adorarian á millones i se salvarian a millares […] i que se pasearia su nonbre, su ley i sus sacramentos por esta tierra, dichosa ella, a quien Dios miró la primera luego al punto que se ensayó en vestirse con forma umana desde el principio del mundo.

Calancha cita a quienes citan todos los defensores de la predicación apostólica, nombres más, nombres menos: el papa Gregorio, Maluenda, San Juan Crisóstomo, San Gerónimo, Tertuliano, Teodoreto, Eusebio Cesariense, Tomás de Aquino, San Marcos.

Ni a Calancha ni a ninguno de los que antes y después de él predicaron la predicación les pasó siquiera por el pensamiento el que las autoridades eclesiásticas o laicas, o algún interpretador de los que ahora se usan, pudiesen señalarlos como reos del pecado de deslegitimación. Todo lo contrario: fray Antonio va más allá, vuelve las tornas y atribuye a quienes niegan o descreen de la predicación apostólica los pecados de ir contra las leyes divinas (y no sólo de ellas) y faltar a la misericordia y justicia de Dios:

Los que no se persuaden que predicó Apóstol en este nuevo mundo, van contra las leyes natural, Divina i positiva, i agravian a la misericordia i a la justicia de Dios; van contra la natural, pues quieren para estas tierras la desdicha de no averse predicado la Fé por Apostol.

4. La deslegitimación en dos pilares de la tradición guadalupana

Luis Becerra Tanco (1603–1672) —y este solo dato debería bastar para llamar la atención sobre lo anómalo del fenómeno Mier y para develar lo insostenible de la versión que quiere ver en esos pretendidos propósitos deslegitimadores la causa de su castigo y destierro—, consagrado por la parafernalia guadalupana y por los mismos persecutores de fray Servando como uno de los llamados cuatro evangelistas guadalupanos, precisamente en el libro que le ganó estos blasones (Felicidad de México… Las cursivas en el párrafo son mías) también habló de la estancia del apóstol Santo Tomás ya no sólo en el sur del continente sino en la Nueva España, e invocó a algunos de los mismos autores que cita Mier. En una “advertencia acerca del día en que debe celebrarse la aparición de la Virgen Santísima” dice:

[…]. Avia començado á desterrar las tinieblas de la Idolatria, en que aquel demonio tenia cautivos estos miserables Indios. A que se llega ser el dia veinte y dos de Diziembre, subsequente á la festividad del Apostol Santo Thomas, que sin duda fue el que predicó el santo Evangelio á las Naciones de este Reyno, mucho antes de la fundacion de esta Ciudad, en la de Tula […].

Carlos de Sigüenza y Góngora (1645–1700) también nutre las filas de los innúmeros que afirmaron la predicación de Santo Tomás apóstol en el Nuevo Mundo. Aunque su Fénix de Occidente nunca fue publicado, Eguiara y Eguren en su Bibliotheca Mexicana (1755) da una muy resumida cuenta de esta tesis de la temprana predicación apostólica en el siglo I. No hubiese sido necesario pues el propio Sigüenza habló de su libro en al menos dos ocasiones. En el último párrafo del prólogo al lector del Paraíso Occidental dice:

[…] Cosas son estas, y otras sus semejantes que requieren mucho volumen, y assi probablemente morirán conmigo (pues jamas tendré con que poder imprimirlo por mi gran pobreza). Quiera Dios Nuestro Señor no sea assi lo que tengo averiguado de la predicacion de Santo Tomas Apostol en esta tierra, y de su Christiandad primitiva […].

Y en la Libra astronómica, también en un prólogo del propio Sigüenza, aunque éste lo escribe tanto en primera como en tercera persona, don Carlos habla del manuscrito con más detalle:

Feniz del Occidente S. Thomas Apostol hallado con el nombre de Quetzalcoatl entre las cenizas de antiguas tradiciones conservadas en piedras, en Teoamoxtles Tultecos, y en cantares Teochichimecos y Mexicanos. Demuestra en el haver predicado los Apostoles en todo el mundo, y por el consiguiente en la America, que no fue absolutamente incognita á los antiguos: demuestra tambien haver sido Quetzalcoatl el glorioso Apostol S. Thome, probandolo con la significación de uno y otro nombre, con su vestidura, con su doctrina, con sus profecias que expresa: dice los milagros que hizo, describe los lugares, y da las señas donde dexó el Santo Apostol vestigios suyos, quando ilustró estas partes donde tuvo por lo menos quatro dicipulos.

No es poca cosa. Tampoco se podría ser más explícito, enfático y taxativo en tan escasas líneas. Y además dicho por uno de los principales integrantes del Panthĕon guadalupano y figura descollante en el mundo intelectual del siglo XVII novohispano. Un aval más para mi certeza de que el pecado de Mier (a los ojos de las autoridades que lo punieron) no fue hablar de la predicación del apóstol Tomás sino adelantar la idea de que la imagen de la virgen se estampó en su capa y no en la tilma de Juan Diego. Y un escollo adicional para aquellos que, creyendo que fue lo primero, bordan sobre ese monumental fallo sus solemnes elucubraciones acerca del fray Servando deslegitimador y de esa manera amoldan el pasado a las necesidades y pretensiones de su presente.

Pero los escollos, este tipo de escollos, no existen cuando unos se dan a la tarea de aplanarlo todo e ignorarlo todo una vez entregados al entusiasmo interpretador. Que la existencia de estos sedicentes novatores contemporáneos, su vocación y sus obras no son un fenómeno reciente sino de añeja estirpe, podemos leerlo certificado por Lichtenberg: “Si Inglaterra es una potencia en caballos de carreras nosotros lo somos en plumas de carreras; he visto a algunas superar con una sola frase los más altos obstáculos y las más extensas hondonadas de la crítica, como si se tratara de briznas de paja”.

5. Los censores. Las verdaderas razones de la condena de Mier

La leyenda de la vocación antihispana de fray Servando pretendidamente madura ya en 1794, visible en un presunto ataque contra los títulos de la metrópoli encubierto con ropajes teológicos (hay incluso quienes han especulado sobre “las verdaderas intenciones del sermón”), maquiavelismos servandianos que habrían sido avizorados por las sagaces autoridades de la Nueva España, el primero de todos el arzobispo Haro, tampoco sobrevive a una superficial contrastación con las evidencias históricas disponibles.

El edicto con el que el arzobispo Núñez de Haro fulmina a Mier no ofrece asideros para esta versión. Dado en la Ciudad de México el 25 de marzo de 1795, ante el sermón predicado en la Insigne y Real Colegiata el 12 de diciembre de 1794 en el edicto se dice que fray Servando

[…] oponiéndose á la recibida y autorizada tradicion de dicha Santa Imagen, publicó una nueva y fingida Historia en que asentó haberse estampado en la Capa de Santo Tomás Apóstol, viviendo aun en carne mortal la Santísima Virgen, con otras muchas proposiciones impías, errores y fábulas, indignas de aquel santo lugar, hasta haber afirmado que este Santo Apóstol dexó ocultas las Imágenes del Santo Christo de Chalma, de nuestra Señora de los Remedios, y otras que se veneran en el Reyno, con lo que quedó escandalizado todo el Público.

Haro insiste a lo largo de las quince páginas del edicto en motejar las palabras e hipótesis de Mier como “impías, falsas y temerarias”, “errores, blasfemias, milagros supuestos, delirios y ridículas fábulas”. Su conclusión está en negro sobre blanco:

Declaramos por falsa, apócrifa, impía é improbable la Historia de la Imágen de Nuestra Señora de Guadalupe que predicó el citado P. Mier, y que por tanto contiene su Sermon una doctrina escandalosa, agena del lugar sagrado en que se publicó […] y para evitar que estas fábulas y supuestos milagros, que carecen de toda calificacion y aun de verisimilitud, se propaguen con perjuicio de la piedad christiana, retuvimos la indicada Obra para que se guarde en el Secreto de nuestro Archivo con la correspondiente nota, y prohibimos á los Predicadores que en sus Sermones prediquen dichas especies, y con particularidad las que tocan á dicha Santa Imágen […].

Núñez de Haro, precisamente en el edicto que condena a Mier, no rebate abiertamente la predicación apostólica. Habla, rechazándola, de “una nueva y fingida Historia en que asentó haberse estampado [obviamente la imagen] en la Capa de Santo Tomás Apóstol”, y declara “por falsa, apócrifa, impía é improbable la Historia de la Imágen de Nuestra Señora de Guadalupe que predicó el citado P. Mier”, precisamente por oponerse “a la recibida y autorizada tradición de dicha Santa Imagen”.[1]

El matiz implícito en la diferencia entre poner el acento bien en la predicación, bien en la estampación de la imagen, es decisivo. Es muy claro que ese matiz no ha sido percibido, y muy claro también en donde colocaron el énfasis las autoridades que enjuiciaron a Mier, precisamente el alternativo al que han preferido tomar los entusiastas de la deslegitimación.

Mapa del Nuevo Mundo titulado “Novae Insulae XVII Nova Tabula” publicado en 1540 en la primera edición del libro Geographia Universalis por Sebastian Munster (1448–1530).

El propio dictamen oficial contra Mier, elaborado por José Patricio de Uribe y firmado también por Manuel de Omaña y Sotomayor, tampoco ofrece siquiera un raído lienzo con el que cubrir la desnudez documental del tema de la deslegitimación. Con mirada mucho más aguda que quienes antes y ahora han visto en fray Servando intenciones que nunca tuvo, Uribe descubre en Borunda una originalidad en cuanto a la “impresión y estampación Guadalupana, pero en todo lo demás que sirve de fundamento a esta exótica idea, es decir en la venida de Santo Tomás y su identidad con Quetzalcohuatl ha tenido autores que seguir”.

Vale la pena reproducir un relativamente extenso párrafo con el que el mismísimo censor principal de fray Servando deja en el aire a los fans de la deslegitimación:

No se nos oculta que aún cuando fuese cierta la venida de Santo Thomas a evangelizar a esta América, nada se concluía a favor de la aparición Guadalupana en su capa. Conocemos también que el arribo y predicación del apóstol a estos países es un problema histórico en el que no han faltado autores eruditos que sostengan la opinión que la afirma. A vista de esto nos creeríamos excusados de tratar este asunto, si una triste experiencia no nos enseñara las perniciosas consecuencias que personas aún eruditas han deducido de aquella venida, y cómo de siglo en siglo se ha ido desfigurando, pasando de grado en grado de una opinión probable, a un delirio improbable y aun pernicioso. Esto nos obliga a tratar con alguna extensión este punto, haciendo ver que el desnudo hecho de la venida de Santo Tomás a estos países, aunque no aparezca del todo falso, es poco probable; que su identidad con Quetzalcohuatl es una anécdota evidentemente falsa, dimanada de un torpísimo anacronismo; y últimamente, que aún cuando Santo Tomás hubiese venido a este reino y fuese el verdadero Quetzalcohuatl es un grande delirio creer que se estampó María Santísima de Guadalupe en su capa.[2]

Uribe ciertamente se muestra reacio a aceptar la venida de Santo Tomás, pero nunca la niega: “aun cuando fuese cierta”, “no aparece del todo falsa pero es poco probable”, “aun cuando hubiese venido”, “Santo Tomás apóstol vino y predicó en estos reinos. Esto es muy problemático, aunque no carece de probabilidad”. En una nota, la número 8 de su dictamen, la llama “incierta venida” y propone, para explicar las cruces y “semejanzas del rito cristiano” que según muchos autores antiguos habían sido encontradas en América, hipótesis alternativas tanto o más improbables que la predicación apostólica como “las transmigraciones de hunos, de seitas, de turcos, de chinos y de otras muchas naciones que después de la venida de Jesucristo y con algunos conocimientos de su religión vinieron a esta América”.

Tenemos entonces una predicación temprana afirmada durante más de doscientos años por aquellos a quienes se solía llamar “autores graves”, en libros que fueron publicados no solamente sin que nadie llamara a rebato contra “la deslegitimación” de la conquista sino que además contaron, según el uso de la época, con la aprobación de las autoridades hispanas y coloniales. También al menos un “evangelista guadalupano” colmado de loas por los sostenedores de la epifanía mariana bajo esta advocación mexicana y al cual, tampoco, a nadie se le ocurrió acusar de vulnerar los títulos evangelizadores de la metrópoli por afirmar llana, textual y abiertamente que Santo Tomás predicó en estas tierras.

Tenemos asimismo al principal perseguidor de fray Servando, el arzobispo Núñez de Haro, condenando no la predicación apostólica sino tan sólo la idea “impía y apócrifa” de la impresión de la imagen de la Virgen de Guadalupe en la capa de Santo Tomás. Y finalmente al censor oficial de Mier, que duda de la predicación, le parece poco probable pero no la considera totalmente falsa y lo centra todo en el pecado y la fábula de la estampación de la imagen.

A este muy incompleto muestrario le faltaría aún el tiro de gracia asestado a los deslegitimadores: el propinado por un rey —y no cualquier rey— que admitió la predicación apostólica.

6. Solórzano Pereira y el rey que se deslegitimó a sí mismo

En un pasaje de las Memorias fray Servando, al mencionar los “monumentos y vestigios evidentes del cristianismo” que, dice, los misioneros hallaron en toda la América, afirma que entre ellos no hubo más diferencias “sino que algunos, temerosos de las opiniones del tiempo en que la predicación del Evangelio servía de título a la conquista de América”, fingieron atribuirlos “a monerías del diablo, que tuvo, dicen, en América la extraña humorada de meterse a catequista de doctrina cristiana […] y de meterse también sin miedo a fabricante de cruces”.

Hago notar que Mier habla en tiempo pasado de la evangelización como justificante y basamento político–moral de la conquista, sin imaginar siquiera que muchos decenios después de su muerte —y siglos después de los tiempos de aquellos misioneros— algunos revivirían esa especie para inventarle blasones que él mismo, con su proverbial presunción, no había siquiera soñado con atribuirse.

En aquella tesitura incluye fray Servando a Juan de Solórzano Pereira (1575–1655):

Por los mismos motivos políticos se había opuesto el Sr. Solórzano, De jure indiarum, a la predicación de Santo Tomás. Pero habiendo salido a luz La predicación del Evangelio en el Nuevo Mundo viviendo los Apóstoles, por el dominicano fray Gregorio García, y La predicación de Santo Tomás en América, por el agustiniano fray Antonio Calancha, retractó su oposición en la Política indiana, diciendo que no se atreve a negarla, aunque no se despide todavía enteramente de los demonios, recomienda la lectura de dichas obras por la mucha diligencia que testifican haber puesto sus autores, y asegura que esto nada perjudica a los derechos de S. M.; que el mismo emperador Carlos V escribió a los indios disyuntivamente, diciéndoles “el Evangelio que nunca habíais oído, o que habéis olvidado, etc.” Los vasallos, pues, no deberían querer ser más delicados que sus soberanos.

Y sí. Tampoco los exégetas deberían querer ser más originales que sus interpretados; en este caso, más mieristas que el propio Mier.

Lo dicho por fray Servando sobre la postura de Solórzano encuentra su sustento en el libro primero, en los capítulos VI y sobre todo el VII. Como el propósito fundamental de Solórzano —particularmente en el primer tomo de los dos que componen su Política Indiana— es exponer las razones y los títulos que justifiquen la conquista, ocupación y retención de las Indias, se hace cruces con el tema de la predicación apostólica.

Ello no obstante, como se verá, Solórzano oscila entre una opinión y otra, argumenta y contraargumenta pero nunca niega, y lo que es más significativo: termina apelando a la propia postura regia para dejar abierta la posibilidad, casi la certeza, de que la evangelización primera hubiese estado a cargo de algún apóstol y no de los misioneros españoles. Veámoslo de inmediato. Al inicio del capítulo VII Solórzano dice:

Aunque tengo por cierto lo que dexo dicho en el Capitulo passado, de la poca, ó ninguna noticia, que en el Orbe Antiguo se tuvo de este Nuevo, hasta que lo descubrieron los Castellanos. No puedo, ni quiero negar, que la sagrada Escritura, en la qual hallamos anunciadas, ó profetizadas cosas de mucho menor importancia […] dexasse de anunciar en alguna parte, un descubrimiento tan grande, y memorable como este, y que tanto conduce y pertenece á la razon de estado de la Iglesia, y á la historia de la predicacion, y propagacion del Santo Evangelio […].

Y Solórzano se embarca enseguida, como tantos otros, en citas de David, Isaías, San Mateo, San Lucas, San Gerónimo, Abdías et alii. Pero, no para dignificar y estatuir bíblica y patrísticamente la predicación apostólica en el Nuevo Orbe, sino para ubicar en ese remoto y sacratísimo pasado la profecía de los españoles como los evangelizadores de aquel: “Y he dicho, y buelvo á dezir, que esta predicacion, y conversion se reservó á nuestros tiempos, y nuestros Reyes, y sus Ministros, y vassallos”.

Solórzano insiste en que el Evangelio no entró al Nuevo Mundo sino hasta la llegada de los españoles, puesto que “no aviendo sido por milagro (lo qual no es de nuestra disputa) obstan a esta entrada todas las dificultades, que para los demas de los siglos antiguos propuse en el Capitulo antecedente”, esto es, las enormes distancias del “mar océano”, la Atlántida como una fábula, etc. Solórzano incluso arguye que, si bien de las citas que acababa de hacer podía desprenderse que la predicación de los apóstoles se extendió ya en su tiempo por todo el mundo, ello se explicaría por la habitual utilización en la Sagrada Escritura de la “hyperbole, o encarecimiento” y también de “la que llaman Synedoche, que es quando el todo se toma por la parte, ó la parte por el todo”.

En lo que atañe a las versiones que afirmaban la existencia de rastros entre los infieles del Nuevo Mundo que indicarían que habían tenido noticia “de Christo, y de su Evangelio”, y los hallazgos de cruces “y vestigios de que por alli huviesse andado santo Tomas”, Solórzano dice que “yo no me atrevo á negarlo, especialmente viendo la gran asseveracion que dello hazen algunos modernos”. Sin embargo –vuelve a dar marcha atrás– “no será mucho excesso dar poco credito á tales relaciones de Indios”, y en caso de que todo ello fuese cierto (y aquí Solórzano presta carne a las burlas de Mier sobre el diablo como fabricante de cruces), “pudo el diablo sugerirlas á estos barbaros, para mas iludirlos, y hazerse adorar de ellos con mezcla de muchos errores y supersticiones”.

Finalmente Solórzano cierra el capítulo, y sus ires y venires, con una declaración que sustenta aquella frase que ya hemos citado de fray Servando al defenderse de quienes lo acusaban de buscar quitar a los españoles la gloria de haber introducido el Evangelio.

Dice Solórzano:

Contentandome con añadir por remate de este capitulo, que caso que se conceda, que en este barbaro Gentilismo huviesse en tiempos antiguos descubierto algunos rayos de la luz Evangelica; essa, ó por sus pecados, ó por sus guerras, y mudanças de Reyes, y Reynos, estaba ya del todo olvidada, como tambien lo apuntan otros Autores, y mejor que ellos la grave y elegante carta que el señor Emperador Carlos V de gloriosa memoria, mandó escribir á los mesmos Infieles, cuyo capitulo tocante á esto dize assi: Y porque hemos entendido, que entre otras partes del mundo, que carecen de este conocimiento, en essas vuestras Provincias, y tierras, hasta aora no ay noticia de nuestro Dios verdadero, ó porque él con sus secretos é incomprehensibles juizios, no ha querido hasta aora manifestarse en essas partes: ó por ventura, por la negligencia, y flaqueza de vuestros Antecessores, se ha perdido la memoria de la predicacion de su nombre y Fé, que en ellas se hizo en tiempos passados.[3]

De ese modo Solórzano no se comprometía ni con Dios ni con el diablo, con tirios ni con troyanos y quedaba bien ante la Iglesia, pero sobre todo frente al poder regio. De paso da el último golpe a los hermeneutas que quieren convertir a Mier, contra toda sensatez y mesura, a la vez en el héroe y la víctima de la “deslegitimación”. ¿A qué poder real hispano iba el hombre a deslegitimar, despojándolo de sus títulos evangelizadores y anulando la justificación de la conquista, si el propio Carlos V admitía la clara posibilidad de que se les hubiesen adelantado por muchos siglos los apóstoles o sus inmediatos discípulos?

Ite, missa est

… y dieron por aciertos de la perspicacia lo que era descarrío de la imaginación.
—José María González de Mendoza

A la vista de este muestrario mínimo, ¿dónde queda el carácter políticamente subversivo del sermón? ¿Dónde está el sustento de esa pretendida vocación anticolonial de fray Servando ya en 1794? ¿En qué realidad histórica se ampara esa veta de la “deslegitimación” como motivo de Mier y a la vez causa de su caída en desgracia? ¿Qué se ficieron los documentos, los testimonios que avalen esta interpretación, de ésas que suelen atribuir desde el presente a los personajes históricos las motivaciones y las intenciones que se cree, por mera excogitación, que aquellos debieron tener, aunque algunos, como es el caso de fray Servando, lo nieguen explícitamente? Yo no lo sé, y los deslegitimadores tampoco.

Inaugurada por José María Luis Mora en la primera mitad del siglo XIX, si aún ahora en el XXI continúa repitiéndose en libros, ensayos y artículos académicos, no puede deberse más que a lo ya señalado: a una exégesis tan entusiasta como irresponsable y a la deficiente y apresurada, por decir lo menos, labor de investigación que se apoya en lo “conocido y sabido”, en las verdades establecidas y en el lugar común. Qué importa que el propio fray Servando diga exactamente lo contrario de eso que se enuncia con la satisfacción y la seguridad de quien profetiza la salida del sol el día de mañana, y que los autores, libros y documentos más citados contradigan tanto las circunstancias como los razonamientos que avalarían aquella interpretación.

Con la ventaja adicional de que aquí no se profetiza el mañana, sino que se profetiza el pasado, nos encontramos en síntesis ante uno de los más dañinos vicios en la labor historiográfica, un vicio muy tentador puesto que —insisto– su única bondad es la extrema simplificación de la complejidad de los vericuetos históricos.

La historia, o la historiografía para ser más precisos, está llena de charlatanerías, de apariencias y de falsas “autoridades en la materia”. En ésta y en muchas otras disciplinas.

No es desdeñable la cantidad de carreras académicas que se han acreditado, las tesis y estudios que se han fabricado y, en fin, los oropeles que se han ganado a caballo sobre bases inexistentes. La historia, o la historiografía para ser más precisos, está llena de charlatanerías, de apariencias y de falsas “autoridades en la materia”. En ésta y en muchas otras disciplinas.

Pero ser tenido por sabio no significa que lo seas; en gran parte ello depende de quienes te tomen por tal. Y así como la mucha lectura no hace a la persona inteligente, el leer poco, leer mal o no comprender lo que se lee sin que ello te detenga en tus “interpretaciones”, a lo sumo denotará cierta audacia en un terreno como el de la historia, en el cual lo que se necesita es prudencia, o bien una confianza en que las lecturas de los demás son más deficientes que las tuyas, pero no te convierte en brillante ni en erudito.

Porque estos batallones que han descubierto en una sacra pieza oratoria la vocación deslegitimadora de fray Servando, que la exhiben como un triunfo de su sagacidad e intelecto, ni siquiera poseen la humildad desplegada casi cuatro siglos y medio atrás por Bartolomé de Albornoz: “Quien le pareciere que soi demasiado resoluto en mis opiniones, o en lo que decido, entienda que yo no tengo lo que escrivo por fe, sino por opinion probable, a que me convencen los medios que propongo…”.

Y es que, además, no proponen un solo medio, no exhiben un solo documento, una sola prueba más que su delirante elucubración, elaborada no a partir de una exhaustiva investigación sino de lecturas a trozos o de lecturas ahorradas por lo que “ya otros han dicho”, rasgos todos ellos que degradan la interpretación al nivel de mera ocurrencia. Merecerían quizá, entonces, la violenta crítica del propio Albornoz:

[…] porque toman la Decision desnuda, sin entender los medios por do la prueban, y comiençan por donde tienen de acabar, y quieren primero ser Maestros que discipulos, siguiendo su propio juizio y fantasia, que es una pestilencia perniciosissima en los mui letrados, quanto mas en los idiotas y faltos de principios, aunque entiendan la lengua de el libro que leen […].

La conseja del fray Servando que quiso dinamitar, premunido con argumentos teológicos, los cimientos píos de la dominación española esgrimiendo una predicación apostólica previa de quince siglos —un supuesto, nunca estará de más repetirlo, sustentado por muchos antes que Mier sin que el mundo hispano se viniese abajo— ya no es nueva y sí se ha consolidado.

Para bochorno de esta porción de la historiografía y de sus beneficiarios, sedicentes expertos en un personaje del que no han hecho una lectura exhaustiva —o que han hecho caso omiso de todo aquello que no encaje en sus “interpretaciones”—, existe el riesgo de que en un futuro no lejano aquella fábula se vea degradada a existir en el amplio archivo de verdades falsas, como la de aquellos perros que ladran para indicar a Sancho y al Quijote que van avanzando, quizá la frase más mencionada y atribuida a la novela de Cervantes pero que, para desgracia de aquellos que citan sin haber leído lo citado, nunca fue escrita por él.

La “locura teológica” que Alfonso Reyes atribuyó a Mier no podría, entonces, sino denotar un fácil recurso polémico o bien el desconocimiento de una larga y antigua estirpe de estrambóticos antecesores de fray Servando. La cristalizada manía, tan insustentada como intelectualmente caquéctica, que imagina que sostener aquella predicación significa eo ipso vulnerar los títulos de legitimación de la conquista, carece absolutamente de sustento.

Y fray Servando, el verdadero fray Servando, que está muy por encima de la caricatura que de él han querido construir sus adversarios políticos e ideológicos, tampoco necesita de los blasones que sus partidarios le han inventado con mucha simpatía, pero también con mucha inepcia.

Laus Deo®


[1] Todas las cursivas son mías. 
[2] Todas las cursivas, también aquí, me pertenecen.
[3] Las cursivas son mías.

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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