Alatriste y su áspero mundo

Misión en París, de Arturo Pérez–Reverte

Polémico para tirios y troyanos, Arturo Pérez–Reverte trae de vuelta al capitán Alatriste. Cuando creíamos que no volvería nunca nos encontramos con la grata sorpresa de Misión en París, tal vez la mejor de la saga.

El capitán Alatriste. Tomado de perezreverte.com

Los méritos de la persona no tienen que coincidir con los del escritor. Pérez–Reverte es con frecuencia polémico, arrogante, bocazas. Por eso mucha gente lo odia y no se molesta en leer sus libros. Todo lo que tiene que ver con él adquiere, enseguida, una fuerte connotación ideológica.

Para la izquierda, es artículo de fe que el novelista cartagenero no es más que un apologista del Imperio español. Los suyos serían, por tanto, valores rancios y militaristas. Pero… ¿cómo explicar entonces su sonada polémica con María Elvira Roca Barea, a la acusó de olvidar los aspectos más oscuros de nuestra historia?

Precisamente por su sentido crítico, la derecha lo acusa de ser un negrolegendario más. Unos y otros no pueden tener, como es obvio, razón a la vez. Lo más seguro es que no la tengan ni romanos ni cartagineses. Pérez–Reverte no se apunta a la leyenda negra: lo que hace es presentar luces y sombras sin el menor complejo. ¿Imperialista? El hecho incontrovertible es que, como encarnación del imperio, elige a un turbio espadachín, un tipo no demasiado recomendable. No parece el personaje más apropiado para un panegírico del Siglo de Oro.

Pérez–Reverte ha hecho realidad nuestros sueños en lo que es un hermoso homenaje a su admirado Dumas. Su admiración por los mosqueteros, como es sabido, viene de lejos. Los evocó, por ejemplo, en Cuatro héroes cansados, un artículo memorable que te impulsaba a dejarlo todo para ir a la Biblioteca a leer sus legendarias aventuras.

Cuando creíamos que Alatriste no volvería nunca nos encontramos con la grata sorpresa de Misión en París, tal vez la mejor de la saga. El título, anunciado hace ya muchos años, hizo pensar a muchos lectores que el protagonista podría encontrarse con D’Artagnan, Porthos, Athos y Aramis puesto que sus aventuras tienen lugar en la misma época. Pérez–Reverte ha hecho realidad nuestros sueños en lo que es un hermoso homenaje a su admirado Dumas. Su admiración por los mosqueteros, como es sabido, viene de lejos. Los evocó, por ejemplo, en Cuatro héroes cansados, un artículo memorable que te impulsaba a dejarlo todo para ir a la Biblioteca a leer sus legendarias aventuras.

Como siempre, los historiadores profesionales se han puesto puntillosos y le han acusado de ser infiel a la verdad de los hechos. Olvidan que la literatura posee sus propias reglas: no importa que el autor sea veraz sino verosímil, es decir, capaz de convencernos para que pongamos en suspenso nuestra capacidad crítica. Pérez–Reverte, pese a sus excelentes conocimientos de la época, no parte de ningún planteamiento historiográfico. Lo que ofrece es una meditación sobre España heredera de Larra y la generación del 98: dibuja un país desgraciado traicionado por unas élites que sólo piensan en su propia conveniencia.

Puesto que se trata de hacer literatura y no historia, por supuesto que hay inexactitudes y anacronismos. Francisco de Quevedo no era ese individuo crítico con la Inquisición sino un tradicionalista de tomo y lomo, lleno de ideas autoritarias y excluyentes. Seguramente, si viviera en la actualidad, sería de Vox o de algo aún peor, lo que no quita para que debamos disfrutar de sus versos incomparables. Pero nada de esto, en la ficción, posee la menor importancia. Lo que cuenta es que Pérez–Reverte hace servir al poeta como una conciencia lúcida de la decadencia imperial.

Se ha dicho, como si eso fuera algo malo, que Alatriste cae en el estereotipo. ¿Y qué? El estereotipo no es malo per se. Todo depende de cómo lo utilice el creador. Ahí está Homero Simpson, caricatura del estadounidense de clase media. El Rick Blaine de Casablanca también responde a un patrón, el del héroe desengañado, cínico al menos en apariencia. Tanto el uno como el otro son personajes memorables porque trascienden el tópico para convertirse en algo universal. Por otro lado, los críticos también desaprueban el estilo de Pérez–Reverte por más que sea un prodigio de agilidad y colorido. El novelista sabe imitar el habla del siglo XVII y, al hacerlo, evita la trampa de una copia exacta que habría reducido su libro a un tostón. El lenguaje barroco que utiliza no es más que una creación literaria, no una reproducción rigurosa. Como debe ser.

El narrador, Iñigo Balboa, escribe desde su ancianidad, cuando ya han pasado muchos años desde los acontecimientos y la España de su juventud ha desaparecido. Desde un punto de vista narrativo está más que justificado que quiera explicar a su público con claridad una realidad ajena para los más jóvenes.

Se le ha culpado, además, de ser demasiado didáctico. Eso es no entender nada. El narrador, Iñigo Balboa, escribe desde su ancianidad, cuando ya han pasado muchos años desde los acontecimientos y la España de su juventud ha desaparecido. Desde un punto de vista narrativo está más que justificado que quiera explicar a su público con claridad una realidad ajena para los más jóvenes, dueños de un bagaje y unos códigos muy diferentes a los suyos.

La vuelta del capitán.

Alatriste, una vez más, aparece como un individuo profundamente estoico, cualidad que se relaciona con la imagen tradicional de los españoles. Aunque su trabajo consiste en cumplir órdenes, puede llegar a ser insolente con los que están mucho más arriba en la escala social. En cualquier caso, siempre está dispuesto a defender con la espada las palabras de sus labios. Nos recuerda, por su carácter orgulloso, a personajes inolvidables como el Pedro Crespo de El alcalde de Zalamea, que tampoco se rebajaba ante los poderosos.

En Misión en París tendrá que cumplir con un plan sorprendente, descabellado, tan imposible que las aventuras del Ethan Hunt de Tom Cruise nos parecen, en comparación, coser y cantar. La aventura está condenada al fracaso, pero no importa. Lo que cuenta es que nuestro héroe ha sabido batirse con coraje y ha sido, como siempre, fiel a sí mismo. En un mundo como el nuestro, en el que todos somos tan lloricas, resulta reconfortante ver cómo el héroe afronta impasible el peligro, convencido de que la adversidad va con el oficio de vivir. Mientras tenga sus brazos para pelear, todo lo demás no importa. El antológico colofón de la novela, una especie de estoicismo cristiano, refleja a las mil maravillas la filosofía de vida de un hombre que sabe aceptar las cosas con vienen: “Espadas y dagas tenemos, ¿no?… Lo demás, Dios lo remedie”. ®

Compartir:

Publicado en: Libros y autores

Apóyanos:

Aquí puedes Replicar

¿Quieres contribuir a la discusión o a la reflexión? Publicaremos tu comentario si éste no es ofensivo o irrelevante. Replicante cree en la libertad y está contra la censura, pero no tiene la obligación de publicar expresiones de los lectores que resulten contrarias a la inteligencia y la sensibilidad. Si estás de acuerdo con esto, adelante.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *