La noche que estalló la primavera

En el estreno de La Consagración de la Primavera

El estreno de La Consagración de la Primavera fue el 29 de mayo de 1913 en el Teatro Champs–Élysées en París, una noche famosa por el escándalo que causó en un público más bien devoto de El Cascanueces debido a su música y coreografía revolucionarias.

Ígor Fiódorovich Stravinski (San Petersburgo, 17 de junio de 1882–Nueva York, 6 de abril de 1971).

Las chicas paganas iban de un lado a otro, no se movían en orden, se escuchaban los impactos de cómo aterrizaban luego de cada salto —no era normal. Rodearon a una de ellas, tenía un vestido blanco y trenzas hasta la cintura, bailó en medio del círculo hasta caer muerta. Era parte del rito. Sabían qué esperar, se habían preparado para los abucheos, malas opiniones, el descontento. Los gritos, los golpes, objetos lanzados y los desafíos de duelo los tomaron por sorpresa.

Era el 29 de mayo de 1913, el estreno de La Consagración de la Primavera en el Teatro de Champs-Élysées. Vaslav Nijinsky, el coreógrafo, tuvo que ir a un costado del escenario para que los bailarines no se confundieran entre los sonidos del disturbio y la música. No eran muy distintos. Nicholas Roerich, el pintor–arqueólogo que diseñó la escenografía y vestuarios miraba complacido el ballet, también cómo reaccionaba ese grupo de franceses de clase alta a sus amados rituales eslavos.

Foto: Ballets Rusos de Diaghilev, La Consagración de la Primavera, 1913.

Ígor Stravisnsky estaba sentado en una de las butacas, fue quien compuso la música que tocaba la orquesta. Su talento más grande, además de escribir sinfonías, era ignorar todo a su alrededor. Esa noche no pudo enajenarse como lo hizo toda su vida, desde que nació en 1882 en una casa grande a cincuenta kilómetros de San Petersburgo, la actual Lomonósov. Era hijo de terratenientes que tocaban instrumentos sólo por el gusto de hacerlo. Su padre Fyodor era un cantante de ópera en el Teatro Mariinsky. A su hijo no le permitieron estudiar música.

Componía música. Tampoco se interesaba mucho por lo que pasaba en su país. En su autobiografía Crónicas de mi vida apenas dedicó unas palabras al nacimiento del partido Bolchevique, a la matanza del Domingo Sangriento, o a la guerra con Japón.

El futuro conductor de orquesta se inscribió a regañadientes en la carrera de derecho en la Universidad de San Petersburgo en 1901. Iba sin ánimos a sus clases, no asistía a ninguna conferencia que no fuera obligatoria. Componía música. Tampoco se interesaba mucho por lo que pasaba en su país. En su autobiografía Crónicas de mi vida apenas dedicó unas palabras al nacimiento del partido Bolchevique, a la matanza del Domingo Sangriento, o a la guerra con Japón. Esos eventos que cambiaron la historia rusa, pero no la suya.

En la facultad se hizo amigo del hijo de Nikolai Rimsky–Korsakov, uno de los compositores más importantes de la música clásica. En las vacaciones de 1902 lo invitaron a Heidelberg; Stravinsky no dejó pasar la oportunidad para darle una carpeta llena de sus composiciones al padre de su compañero. Después de leerlas el músico dijo que no le parecían nada sensacional, pero se convirtió en su maestro desde ese día. Tal vez lo impresionó el potencial de las partituras o que el chico se haya arriesgado a ser tachado de trepador oportunista con tal de entregárselas.

El joven pasaba las tardes con Rimsky–Korsakov, con él aprendió teoría musical, a componer y a dirigir con la batuta. Aprendió a crear con una estructura disciplinada, bella, clara en tonos, lo típico de la época. Rompería con esa base años más tarde en la noche del estreno. Durante La Consagración de la Primavera el público escuchó notas que no solían ir juntas en un tono y métricas que no eran muy comunes. Una melodía que guiaba al estrés en lugar de un sentimiento hermoso.

Pasaron más veranos juntos en la casa de campo, también asistían a reuniones del gremio musical. Siempre mostraron su gusto por la cultura eslava, sus mitos, rituales y costumbres paganas en sus piezas. Hay pocas fotografías de ellos juntos, la más conocida fue tomada en 1908, unos meses antes de la muerte del maestro. Al verla sería sencillo confundirlos con padre e hijo.

En febrero de 1909 Sergei Diaghilev fue a un concierto de cámara en San Petersburgo, ahí escuchó Scherzo Fantastique. Cuando se terminó la música fue tras bambalinas, quería saber quién había escrito la pieza que recién había sonado. Descubrió que aquello era de las primeras obras de un compositor de veintisiete años. El músico era Igor Stravinsky. El sujeto hinchado, con un abrigo de piel, sombrero de copa y bigote de cepillo era el dueño de la compañía Ballets Russes.

Diaghilev le propuso trabajar juntos, mostrarle la música rusa al público de los teatros de Europa occidental. Stravinsky aceptó sin saber que eso le permitiría ignorar más eventos que fueron relevantes para todos menos él. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial él estaba en Suiza, escribía una obra nueva después de una temporada de presentaciones en París. El cierre de las fronteras rusas no cambió su estilo de vida. Compuso Pájaro de Fuego (1910) y Petrushka (1911) por encargo del empresario; mientras lo hacía le vino una idea a la cabeza, una que tenía que ver con sacrificios humanos, tiempos pasados y gente sin Dios.

También le sugirió a su colega compositor incluir en la coreografía el sacrificio de una virgen por el equinoccio de primavera. En la noche del estreno la melodía acompañada de la danza ya había agitado al público, el rito fue el punto sin retorno. Los quejidos eran audibles.

Pasaron unos años para que La Consagración de la Primavera llegara al escenario. Antes de que lo hiciera Stravinsky contactó a su amigo Nicholas Roerich, el artista–arqueólogo que hacía expediciones por Rusia y Asia Central en las que se basó para muchas de sus obras. Sus pinturas mostraban un pasado ancestral de leyendas eslavas y textos orientales puestos en colores saturados con algún horizonte monumental al fondo.

Diseñó una escenografía llena de paisajes primitivos, un vestuario de túnicas blancas con bordados precristianos. También le sugirió a su colega compositor incluir en la coreografía el sacrificio de una virgen por el equinoccio de primavera. En la noche del estreno la melodía acompañada de la danza ya había agitado al público, el rito fue el punto sin retorno. Los quejidos eran audibles. Cuando la joven cayó muerta en medio de las otras bailarinas fue cuando los asistentes comenzaron a empujarse, a gritar amenazas.

Fue un estallido creado en partes iguales por la música y la coreografía. Las bailarinas caían sobre las plantas de sus pies en lugar de las puntas, llevaban las rodillas flexionadas, sus saltos iban coordinados con el ritmo que ya tenía molesto al público. La gracia no era el punto. Los gestos en las caras y cuerpos sobre el escenario eran hostiles, quien los viera sentía miedo a ser el próximo sacrificio.

En 1912, un año antes del estreno, Stravinsky y Roerich le mostraron la primera fase de La Consagración de la Primavera a Diaghilev. Buscaban un coreógrafo. Después de escucharlo al dueño de Ballets Russes le vino a la mente el bailarín estrella de su compañía, su amante Vaslav Nijinsky. Había vuelto de Rusia luego de ser despedido del teatro Mariinsky por salir a escena sin ropa interior debajo de sus mallas.

Tuvo problemas antes del estreno, los bailarines se lastimaban las rodillas por aterrizar con las plantas de los pies luego de cada salto. Como la música rompía con los patrones clásicos de ritmo Nijinsky tuvo que contar los compases en voz alta en casi todos los ensayos para que nadie perdiera la sincronía. Los primeros en molestarse con esta pieza fueron los que participaron en ella.

En la noche de 1913, la de la primera función, Stravinsky estaba sentado entre la gente como un asistente más. Esperaba la reacción del público, eso lo tenía más nervioso que cualquier otra cosa que haya pasado en su país, en el mundo, en la historia. Se abrió el telón. Los bailarines estaban divididos en grupos por el escenario, aguardaban con las rodillas y frentes pegadas al piso a que la música empezara. Los primeros se levantaron, formaron un círculo, saltaron con la frecuencia que marcaban las notas.

La primera señal de disgusto fue que el rumor de las personas en las butacas se hizo más alto. Los que iban a ver el ballet en el Teatro de Champs–Élysées eran, en su mayoría, franceses de clase alta acostumbrados a El Lago de los Cisnes, El Cascanueces y otras obras clásicas. No hubo nada de eso aquella noche. El segundo grupo de bailarines se levantó del piso, luego el tercero. La música se volvía más intensa.

Stravinsky se hundía cada vez más en su asiento. Tenía la cara ovalada, los ojos juntos, el mentón pequeño, nariz grande y un bigotito de lápiz. Sus facciones ya le daban un aspecto de roedor, eso se le notaba más con el miedo. Cada vez más personas se levantaban de sus asientos, los murmullos se convirtieron en gritos.

Con el paso de los minutos Stravinsky se hundía cada vez más en su asiento. Tenía la cara ovalada, los ojos juntos, el mentón pequeño, nariz grande y un bigotito de lápiz. Sus facciones ya le daban un aspecto de roedor, eso se le notaba más con el miedo. Cada vez más personas se levantaban de sus asientos, los murmullos se convirtieron en gritos. Buscó a Diaghilev con la mirada, se suponía que también estaba en la platea, debajo de los palcos. No lo encontró. Se levantó, corrió hacia los bastidores. Tampoco estaba ahí, donde Nijinsky gritaba indicaciones para que los bailarines no se confundieran con todo el ruido. Detrás del telón se podía apreciar el caos del público y el de la coreografía.

Diaghilev encendía y apagaba las luces del teatro en un intento por calmar las cosas. Hay muchas versiones de narran hasta qué punto llegaron los disturbios, algunas cuentan que al final de la función llegó una brigada de la policía francesa a hacer arrestos en la avenida Champs–Élysées; otras dicen que no pasó de más gritos y algunas peleas a la salida.

Cuando todo terminó el compositor, que aún era un manojo de nervios, fue a cenar con el dueño de Ballets Russes, que estaba más tranquilo. Stravinsky tenía el orgullo herido, podía ignorar todas las revoluciones del mundo, no una mala crítica. No entendía por qué su colega parecía estar tranquilo, satisfecho consigo mismo. Se lo preguntó. Diaghilev le explicó que la verdadera tragedia es la indiferencia y que lo sucedido en el teatro era exactamente lo que buscaba. ®

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Publicado en: Música

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