Un grupo de jóvenes escritores, autores del libro La conciencia imprescindible, se reúne en torno a Carlos Monsiváis, quien los recibe en bata y en su cama, para conversar con él, mostrarle su admiración y eventualmente lanzarle algún cuestionamiento.
A las dos de la tarde del 19 de junio pasado me enteré de la muerte de Carlos Monsiváis (1938-2010). Poco después comencé a recibir mensajes y correos lamentando el hecho. Frente al tono pesaroso, recordé el sentido del humor de Monsiváis, esa picardía constante que le otorgaba cierto gesto infantil, como si estuviese cometiendo una travesura a la hora de burlarse de la realidad. (Uno tenía que estar, en verdad, muy a las vivas para dilucidar si decía las cosas de forma literal o en sus palabras se ocultaba alguna ironía, en donde uno podía terminar siendo el objeto de mofa.) Por supuesto pensé que en lugar de homenajes, rostros serios y pésames inacabables él habría preferido que se montase alguna parodia en su nombre, se proyectara cierta película de los Hermanos Marx o que Jis y Trino hicieran una grotesca tira cómica sobre su velorio.
Puestas las cosas así, y con ánimo antisolemne, quiero narrar la vez en que Monsiváis invitó a su casa a los ensayistas antologados en La conciencia imprescindible.
Hace pocos años, al recibir uno de sus innumerables premios, dijo: “Mi vanidad está intacta, encerrada en una caja de caudales y no hay manera de sacarla… Desgraciadamente sólo traje palabras en mi contra y no puedo utilizarlas para no quedar mal con lo que han dicho de mí, pero en otra ocasión aclararé que todo es falso”. Años antes, en un coloquio dedicado a su obra, éstas fueron sus palabras: “Me prometo admitir que no se ríen conmigo sino de mí. Me prometo ya no ser un voyeur con la condición de que me dejen meter mano”. Contra la costumbre nacional del melodrama y el llanto fácil, Monsiváis siempre apostó por el sentido del humor, el ansia vital del relajo, la ironía jocosa; sobre todo cuando se trataba de hablar de su propia persona.
Puestas las cosas así, y con ánimo antisolemne, quiero narrar la vez en que Monsiváis invitó a su casa a los ensayistas antologados en La conciencia imprescindible, y que fue una de las últimas veces que lo vi. En principio debo confesar que organizar el asunto fue un suplicio. Uno nunca sabía sino hasta el último momento si se concretaría la ansiada cita y entonces había que luchar, llamada tras llamada, para lograr la confirmación. Así que mi papel fue el de estar en la complicada situación de mediar entre los ensayistas y los desplantes de Monsi y su caótica agenda. Obviamente, para refrendar su propia tradición, nuestro cronista cambió los planes. No hubo una comida, sino dos sesiones de monsimanía en su propio cuarto, qué digo, en su propia cama. Emulando a Madonna, el suceso pudo haberse llamado “En la cama con el Monsi”. Aquí el recuento de esa doble reunión que tuvo lugar en octubre del año pasado.
Primer jueves
Llegamos a la colonia Portales a las seis de la tarde. Ximena ya estaba en la puerta, esperando entrar. Le dije que era necesario hablar fuerte en el interfón para que la escucharan y le abrieran. Pasamos casi de inmediato. Lo primero que se respira es el fuerte olor a gato que impregna toda la casa. Ya en la sala, escuchamos una voz un poco ronca: “Pasen”, y entramos a la habitación. Hago las presentaciones correspondientes y los cuatro que habíamos asistido nos sentamos, un poco estupefactos, sobre la cama. Observo su vestimenta: pants grises, bata de tela (felposita), zapatos crocs morados, calcetines rojos y una playera. En una silla, detrás de una mesita llena de libros, él es quien comienza la conversación que por lo demás fue muy fluida y al mismo tiempo muy cercana, estando ahí en un espacio tan íntimo. Quería saber quiénes eran aquellos que se ocuparon de eso que, según él, malamente puede llamarse su “obra”.
—Y tú que eres tan tímida, ¿qué estudias en el Colmex?
—La maestría en traducción, pero apenas estoy empezando —le respondió Karla Olvera, quien le había llevado unas flores que por supuesto tuvimos que sacar del cuarto para prevenir las alergias posibles.
—¿Y estás en Buenos Aires por una pasión? Te ves enamorado —diagnosticó, con buen olfato, a Rafa Toriz, quien no pudo negarlo.
—Oye, Carlos —le pregunto—: ¿y cómo es que te llevas con Slim? ¿De dónde surgió esa amistad?
Poco a poco toda la atmósfera se fue relajando y, claro, disfrutamos escucharlo hablar de mil y una cosas como suele hacer, aunque al principio se enfocó mucho en Monterrey, en parte porque nuestra regia, feroz reportera y activista, Ximena Peredo, lo bombardeó con preguntas:
—¿Pero entonces no crees que AMLO la cagó cuando apoyó a Juanito?
—Sí, pero AMLO es lo único que hay.
—¿Qué está pasando en el país que ya les vale a los políticos lo que se diga sobre ellos, como si no tuvieran sus decisiones ninguna repercusión en contra de su propio futuro político? —insistió Ximena.
—El cinismo se apoderó del ámbito político cuando cayeron en cuenta que nada había sustituido a la opinión pública sino balbuceos aislados.
Y él a su vez quería saber chismes de allá.
—¿Cuál crees que haya sido la razón de que me pidieran en El Norte que cambiara mi columna de los domingos a los sábados? ¿Conoces la casa de Mauricio Fernández? Tiene una colección impresionante de pintura mexicana. ¿Puedes creer que vendió hace poco un Frida en siete millones? ¿Alguien como él necesita ese dinero? Yo no entiendo cómo se puede uno deshacer de algo así.
—Oye, Carlos —le pregunto—: ¿y cómo es que te llevas con Slim? ¿De dónde surgió esa amistad?
—Lo conozco de hace muchos años. Somos amigos de juventud. Cuando se trata de números, Slim es una mente aparte, te cita cantidades de memoria, hace cuentas imaginarias y en eso es buenísimo. En arte es otra cosa: ¡imagínate, compra por catálogo!
—¿Y cómo es que te puedes codear con ellos? —pregunta Ximena, desconfiada.
—Así, en corto, se los digo: me da morbo ver cómo viven.
Más adelante la plática cambia de giro. Si Monsiváis se emociona cuando habla de política y coleccionismo, también la literatura lo apasiona.
—No me interesa —dijo Toriz, a lo que Monsiváis respondió, un tanto paternal.
—Pues haces mal, porque Victoria Ocampo es una gran escritora.
Como si no lo escuchara, Toriz siguió:
—El que sí me parece excepcional es Wilcock, Rodolfo Wilcock, un escritor argentino amigo de Bioy Casares…
—Bioy me parece, cada vez más, un escritor un tanto detestable. Tiene un humor vulgar, de estanciero vulgar —sentenció el Monsi.
Y claro, ya entrado en materia, no me fue difícil sacarle un chisme.
—¿Cómo terminó tu relación con Paz?
—Muy bien, sin problemas.
—¿Pero estuviste distanciado algún tiempo?
—Fue un periodo muy corto. Poco antes de morir Paz me dijo que sólo lamentaba dos pérdidas, dos distanciamientos definitivos: Elena Garro y Carlos Fuentes.
—Fue un periodo muy corto. Poco antes de morir Paz me dijo que sólo lamentaba dos pérdidas, dos distanciamientos definitivos: Elena Garro y Carlos Fuentes.
—¿Es cierto que el artículo que publicó Krauze en Vuelta, en el que critica la obra de Fuentes y que fue la causa de esa enemistad, fue dictado por Paz?
—No, Paz no lo dictó, en todo caso lo habría impulsado.
—Yo no entiendo eso —dice Toriz—, esa vanidad absoluta, la necesidad de apagar a otros para volverse estrella uno.
—En eso Paz era implacable —afirma CM.
Ya cuando nos íbamos Monsiváis agradeció que le hubieran dedicado horas de lectura.
—Lo agradezco infinitamente, cómo decirles, les agradezco ad infinitum y más allá…
Segundo jueves
Uf, me chocaba ese papel al que me sometía Monsiváis. Supongo que era una forma de pagar por mis propias obsesiones monsivaítas. Como siempre, el cronista se dio a desear. A diferencia de la semana anterior en que confirmó con 24 horas de antelación (lo que le dio tiempo a Ximena de agarrar un camión desde Monterrey hasta el D.F.), esta vez, después de varias llamadas y continuas postergaciones de su parte, nos dijo apenas cuatro horas antes que sí, que cayéramos a su casa a las 5:30 pm. Así lo hicimos y, claro, ya no pudo sorprendernos que otras dos personas tuvieran cita a la misma hora: Marta Lamas y un señor que venía de Puebla con algún encargo. Pasaron al mismo tiempo Marta y el poblano; a los cinco minutos salió este último. Con Marta estuvo 25 minutos, lo cual nos dio la oportunidad para fisgonear a gusto sus libros, su lugar de trabajo y esa sala que por momentos me parece salida de una serie televisiva (¿Los Locos Adams?). Una estancia donde resulta imposible sentarse, sillones descuajeringados por los rasguños de los gatos, papeles sobre libros que contienen fotos y boletos de avión y manchas descoloridas… La mesa de centro es inverosímil: se trata de una maqueta, asumo que de Teresa Nava, cubierta de vidrio. Sobre ella, un tomo de las obras de James Agee se balancea en frágil equilibrio sobre varias revistas y periódicos.
—La idea de mí mismo me espanta, me parece escuchar hablar de alguien que no soy yo.
En un mueble que se encuentra al costado del sillón uno de los múltiples felinos que dominan la habitación despierta consternado por nuestra presencia. Huye corriendo dejando ver su no muy cómodo pero sí muy propicio aposento: dormía sobre The Cat’s Bible. “No podía ser más oportuno”, afirma Vicente Alfonso mientras se encamina hacia el escritorio de quien, sin saberlo, es la víctima de nuestra hambre voyerista. Los ojos recorren los famosos cuadros que Cuevas hizo en torno a las gafas monsivaítas. A su lado un cuadro con el dibujo de un par de perros, las palabras iniciales de Pedro Páramo y la firma de Juan Rulfo. Observo también colgada la fotografía de las que parecen ser las paredes de una mina sobre la que se yerguen varias escaleras endebles repletas de obreros enlodados. Leo la dedicatoria: “Para mi amigo Carlos, de Sebastián Salgado”. Paty Reveles emula sonidos gatunos para acercarse a los breves monstruos y resulta sorprendida cuando uno de ellos salta de entre los discos rumbo al patio. En eso vemos salir a Marta Lamas: “Ya pueden pasar”.
Entramos a la habitación cuya respiración resulta rítmica: un purificador de aire exhala y crea una atmósfera más benéfica para los pulmones del habitante central de este aleph inconcebible. Viste un pijama detrás de la misma mesita, que esta vez parece el sueño de un saltimbanqui o un equilibrista: aún más repleta de libros que la semana anterior. Comienza con Alberto Villarreal.
—Entonces eres dramaturgo.
—¿Y cómo ves el teatro hoy en México?
—Debo confesar que yo no voy ya, me aburro. En mis tiempos había un director muy bueno al que comparaban con Shakespeare, con Beckett, un tal Gurrola…
—Bueno, no, me parece una comparación excesiva. Gurrola fue importante en su momento, pero para nada un Shakespeare.
—Pero yo lo leí —afirma Monsiváis—, te lo juro, yo vi una reseña que sostenía eso.
No podemos sino soltar la risotada.
A Vicente le pregunta sobre algunos periodistas de Torreón. En efecto, los conoce, pero le sorprende que CM los ubique. Sale entonces el tema de la literatura policíaca, que practica el propio Vicente. Comentan sobre James M. Cain, uno de los mejores autores del género: El cartero siempre llama dos veces, Pacto de sangre… Monsiváis le recomienda que lea El gran reloj de Kenneth Fearing y recuerda que la adaptación para cine de El sueño eterno de Raymond Chandler fue hecha por Faulkner.
Al salir de la casa de Monsiváis Vicente recordará, por fin, el título que quiso citarle al maestro y que ahora lo aflige. Nos ocurre lo mismo a todos los que nos hallamos frente a Monsiváis: uno piensa que es especialista en una cosa y resulta que Monsiváis recuerda mejor que ninguno ciertos nombres y obras. ¿Habrán sido los nervios? Paty no logra acordarse del título de un cuento de Clarice Lispector, Zazil olvida uno de sus grupos favoritos, Alberto tiene en la punta de la lengua tal drama, pero nada, a todos se nos escapan las palabras, que Monsiváis de inmediato completa. “En lo único en que soy realmente bueno es en las trivias”, afirma.
Con Zazil Collins, nuestra locutora de radio, habla sobre La Lupe, la estrafalaria cantante cubana que en su momento superaba por mucho la fama de Celia Cruz.
—Lo que no he podido conseguir son los dos últimos discos que hizo antes de morir, en los cuales grabó canciones cristianas —confiesa CM. La plática fluye saltando de un lugar a otro.
—¿Y qué música escuchas más?
—Jazz, ahora escucho mucho jazz.
—Y de cine actual, ¿qué director te gusta?
—No muchos.
—¿Lars von Trier?
—Sí, pero Los idiotas me pareció realmente horrenda. De una crueldad infame.
—¿Y Wong Kar–Wai?
—No pude con 2046, eso sí ya me rebasa, pero los vestidos que aparecen en In the mood for love constituyen una estética perdurable.
—¿Qué dirías de Lispector?
—Dicen que Clarice era de una belleza extraña y fascinante.
—Oye, ¿y cómo le haces para encontrar un libro en tu biblioteca? ¿Tienes alguna clasificación?
—Más o menos. Casi siempre encuentro no el libro que buscaba, sino el que necesitaba.
Luego de una hora de plática nos despide. Mientras firma algunos de sus libros alguien le pregunta: ¿Y qué opinas del libro de ensayos que escribimos sobre ti?
—La idea de mí mismo me espanta, me parece escuchar hablar de alguien que no soy yo.
—¿Y no te gustaría alguna vez conocer a ese otro yo que te resulta tan ajeno? —le pregunto.
—Por todo lo que dicen de mí en el libro me hacen pensar que quizá debería leer, antes de morir, a ese desconocido del que hasta ahora no tenía la más remota idea, ya sea para adelantar mi suicidio o confirmarlo. ®