Rodolfo Enrique Fogwill murió el pasado 22 de agosto. “No queda nadie —nadie que yo conozca, al menos— que lea con tal curiosidad a los escritores jóvenes, sus coterráneos”, dice Piro. “Y nadie que, como sólo creo que hacía Fellini, pesquisara al autor para llamarlo y alabarlo o insultarlo”.
A diferencia del amplio anecdotario bien o mal asignado a cualquier personaje más o menos público, el que lleva la firma Fogwill no es intercambiable —y él se esforzaba con ahínco porque así fuera. Estoy cansado de oír anécdotas jugosas de Churchill aplicadas a Picasso o a Bernard Shaw, las mismas salidas infelices provenientes de las bocas de Marilyn Monroe o Isadora Duncan. El anecdotario fogwilliano, en cambio, no tolera esos corrimientos de personalidad: sus salidas sólo son suyas, sus comentarios no pueden asignarse a otro, sus actitudes (imperdonables algunas, al menos por mí) sólo pueden ser suyas. Eso se llama ser original en términos de Chateaubriand: que no puede ser imitado.
Lo conocí en el 88. Yo acababa de editar un libro, el primero, del que había salido un adelanto en la revista Último Reino. Aquel adelanto había salido con una leve errata: por esas raras correcciones del destino el último parrafo de un poema había quedado afuera. Como todo escritor primerizo llevaba ejemplares de mi libro en el morral y lo encontré a Fogwill tomando café en el bar de la extinta librería Gandhi de la calle Montevideo. Me acerqué, libro en mano, lo dejé sobre la mesa y dije algo así como: “Fogwill, te dejo mi libro”, a lo que él, sin levantar la vista de lo que estaba leyendo tomó el libro y devolviéndomelo, sin mirarme, dijo: “No, no, no, mi mamá siempre me enseñó que no recibiera cosas de extraños”. De modo que tomé el libro y emprendí la retirada. Pero para entonces Fogwill ya había levantado la vista y leído el título del libro, lo que le llevó a pedirme que volviera y se lo diera. Confirmó primero si no se trataba de un libro del que había salido un adelanto en la revista Último Reino. Le dije que sí, y entonces Fogwill comentó algo que, como muchas veces después, lo confirmaría como el mejor lector de todos, el que era capaz de descubrir las intenciones y los traumas en la frase más pueril. Recuerdo que dijo: “¿Qué sos vos, anarquista? ¿Por qué terminas los textos así?” Le expliqué que no, que ese texto no terminaba de ese modo, que un error había dejado el último párrafo afuera, mientras lo buscaba tembloroso en el libro. Cuando lo encontré se lo mostré. El leyó y dijo: “Ah, ahora sí. Dejámelo”.
Muchos lamentarán (yo, entre otros) la pérdida del Fogwill polemista y del escritor, del poeta ejemplar (del “Poema al mar”, un soneto incluido en Partes del todo, había escrito más de 150 versiones) y del cuentista. Creo que más que sus llamadas telefónicas semanales, en las que comentaba —riendo— los efectos producidos por su última columna en esta sección, lo que voy a extrañar, sobre todo, es eso: la total seguridad de que era un lector infalible, capaz de notar la ausencia de un mero verso, porque leía con la misma atención, entrega y una exigencia que aplicaba a lo que escribía. No queda nadie —nadie que yo conozca, al menos— que lea con tal curiosidad a los escritores jóvenes, sus coterráneos. Y nadie que, como sólo creo que hacía Fellini, pesquisara al autor para llamarlo y alabarlo o insultarlo.
No queda nadie. Si alguien por una de esas casualidades conoce a un sustituto, por favor, que me lo haga saber. ®