Continúa el viaje de nuestra joven cronista por Sudamérica. En esta ocasión pasa por el Carnaval de Oruro, el lago Titicaca, un café en Coroico, la mina del Cerro Rico de Potosí y más.
Son gente muy dada a la diversión, que entienden tocando instrumentos, cantando y bailando. Y si un forastero se hospeda en su casa se sienten muy contentos y ordenan a su mujer, a sus hijas y a sus hermanas que les sirvan en todo lo que necesiten. Si el marido parte de su casa y permanece fuera dos o tres días, el forastero se queda con la esposa y hace lo que le place, como si fuera su mujer, retozando a su capricho: todos los de esta provincia están deshonrados por sus esposas, pero no les causa vergüenza. Sus mujeres son bellas y están muy contentas con esta costumbre.
—Marco Polo, El libro de las maravillas
La huida de Cusco
Cusco comenzó a ser una hermosa prisión. Se sentía en el ambiente la necesidad de los cientos de turistas por salir de allí. La mayoría ya había agotado la ciudad-jaguar y su hermosura. El turismo argentino, que se hacía notar a gritos en todas partes, comenzaba a fastidiarnos. La lluvia en exceso había destruido los caminos y la única ruta posible era la carretera a Copacabana, Bolivia. Vero, nuestra amiga cusqueña, se quedó en su trabajo.
La terminal de buses de Cusco era un hormiguero y la gente dormía en los pasillos. Nos trepamos al primero de los autobuses más surrealistas de los próximos veinte días. Al chofer-amenizador, boliviano, no se le entendía en inglés ni en español, pero logramos descifrar que “el baño es para hacer del uno, no del dos”. En la frontera entre Perú y Bolivia también usan esos ridículos eufemismos.
Más tarde que pronto llegamos a tierras bolivianas y el recibimiento fue triunfal: uno de los guardias de la frontera intentó “coimarme” (coimar es en Bolivia lo que en México es pedir mordida) con una técnica casi infantil, pidiéndome un certificado de vacuna internacional que, por supuesto, yo no llevaba porque no existe.
—Entonces tendrá que pagar una multa —dijo el guardia, como si eso sustituyera la falta de vacuna para la supuesta enfermedad que me podría dar en su país. Mientras tanto el camión estaba a punto de irse con mis cosas adentro.
—Perfecto, pago la multa, pero me darán un recibo, ¿verdad? —le dije al guardia y éste miró a su compañero:
—Quiere un recibo. No, no tenemos.
—Me parece mucho dinero —dije, lo que fue suficiente para que me sellaran el pasaporte y me dejaran ir sin recibir un solo centavo.
Corrí para alcanzar el bus que ya había arrancado y logré subirme, con la sangre fría recorriéndome las extremidades. Mirando el paisaje pensé que aquello fue ridículo. La supuesta multa que me pedían era de 40 bolivianos, el equivalente a 73 pesos mexicanos.
En Copacabana llovía. Llegamos empapadas al embarcadero del lago Titicaca, donde hicimos fila durante una hora en el lugar equivocado para poder subir a una lancha. Desde entonces percibimos un pueblo lleno de contradicciones y supimos que tendríamos problemas de comunicación.
La Isla del Sol era extrañamente mágica, la lluvia dio paso a un día esplendoroso. Descubrimos un pueblo aymara gentil, casi atrapado en esa isla y con una sabiduría insospechada, probablemente herencia indígena de un pueblo sin conquistar que con los días fuimos descubriendo.
El hospedaje parecía de cuento, las pequeñas habitaciones rodeaban un patio de flores y las montañas rodeaban la casa, con pastores y rebaños que subían y bajaban con absoluta facilidad la montaña empinada y agreste. De frente a la casa estaba el Titicaca y al fondo, detrás de la niebla, podía distinguirse la cordillera de los Andes. Hacía sol y frío. El Titicaca es el segundo lago más alto de Sudamérica, después del Maracaibo, y el lago navegable más alto del mundo, a 3,812 m sobre el nivel del mar.
Al día siguiente salimos a explorar. El museo es pequeñito, sin infraestructura pero lleno de maravillas encontradas en las profundidades del Titicaca: ofrendas preincas, estatuillas, placas de oro, vasijas, cráneos. Los pobladores a cargo del húmedo recinto tienen sorprendentes conocimientos y aspiraciones. Uno de ellos cuenta que ahorra dinero para ir a México a estudiar arqueología, pues está impresionado por la gran cultura del pueblo mexicano y el valor que le da a sus ancestros mayas y aztecas —así lo dice, palabras más, palabras menos.
Para muchos sudamericanos conocer México es un gran sueño, casi imposible por la dificultad para conseguir la visa. Y yo que no lo conozco del todo, pensé. Mi próximo cuaderno de viaje tendrá que ser sobre algún sitio nacional.
Así, nadando en el lago Titicaca, con la cordillera de los Andes al fondo y un hermoso templo preincaico al frente vivo uno de los momentos más felices de este viaje a Sudamérica.
Uno de los responsables del museíto nos cuenta que en la época del esplendor inca en la Isla del Sol vivían las doncellas más hermosas, que aprendían a hacer tejidos y eventualmente eran sacrificadas como ofrenda para Inti, o tayta Inti, dios del Sol o padre Sol. A cada paso la vista es maravillosa, el color del agua es excepcional y la vegetación, el paisaje todo y cada rostro tiene un halo de pureza antigua. Al otro lado están las ruinas de un templo preinca, increíblemente mejor conservado que cualquier zona arqueológica aledaña a Cusco, y frente al templo, unos metros abajo, el Titicaca.
Hace calor. Las chilenas proponen nadar en el lago helado, a lo que me opuse al principio. En México tenemos playas muy cálidas, les digo. Finalmente buscamos un lugar, nos deshacemos de la ropa exterior y nos metemos al lago transparente. Está helado, pero pronto el cuerpo genera su propio calor. Así, nadando en el lago Titicaca, con la cordillera de los Andes al fondo y un hermoso templo preincaico al frente vivo uno de los momentos más felices de este viaje a Sudamérica.
Por la noche vemos las estrellas, los rayos y unas nubes en forma del dios Viracocha y sus amigos —al menos desde nuestra muy influenciada interpretación.c
Café en Coroico
Luego de algunos días de felicidad sin internet ni teléfono, con la energía de muchas hamburguesas de ocho bolivianos (14 pesos mexicanos) y con la mente reseteada volvemos a Copacabana. Por primera vez nuestros bolsillos pueden pagar un hotel en lugar de un hostal, pues muchos lugares de Bolivia resultan baratos para países como Chile y México. Recorremos el pueblo que se prepara para la llegada de la virgen de Copacabana. La iglesia central tiene un tétrico salón para velas, pintado todo de negro, que huele a orines. Alrededor de la iglesia hay tiendas que venden todo para las ofrendas, yerbas, figurillas y fetos de llamas y vicuñas para regalar a la Pacha Mama o a la virgen, en un sinnúmero de festejos religiosos mestizos.
Omitiré los detalles del gran pelo quechua que apareció en mi cena en un restaurante de Copacabana y que, para sorpresa mía y de mis amigas chilenas, provocó la ira de los empleados hacia mi persona, en lugar de la esperada disculpa. Como dije, la lógica boliviana es otra.
Vamos a La Paz, caótica gran ciudad. Recorremos el mercado de Las Brujas, lleno de talismanes y pócimas, y al día siguiente partimos a Coroico en busca de mejor clima y paisajes naturales.
Uno de los cafés más ricos que he probado es el de Coroico, un poblado cuya altura y clima permiten cultivar ese grano de exportación. La gente de Coroico consume un poco de este grano en sus casas y sólo se vende en la única cafetería del pueblo. Pero Bolivia está condenada a no tomarlo. Seguramente el café de Coroico lo compra Starbucks —es hora que se me olvida darme una vuelta para averiguarlo.
Coroico es otro lugar paradisíaco de Bolivia, tiene una vista y un clima espléndidos, unas carreteras muy peligrosas, como la famosa Carretera de la Muerte, por donde transitan los ciclistas desde La Paz; cuenta con una estación de radio comunitaria y hay pencas de plátanos por doquier.
Sentadas en la plaza, antes de huir al hostal por causa de unos jipis enfadosos, vemos el primer indicio de lo que sería el ataque masivo con pistolas y globos de agua con motivo del carnaval (a pesar de los muchos letreros que pretenden hacer conciencia sobre la escasez del agua). Los niños corren a lo largo y ancho de la plaza principal de Coroico, mojándose y mojando a lugareños y visitantes de vez en vez.
A la mañana siguiente vamos en taxi al sendero verde, un lugar semitropical (como todos los alrededores de Coroico) que comienza con un desvencijado puente de madera sobre un río caudaloso y bravo. El Limón, un joven labrador, sale a recibirnos y nos acompaña durante todo el recorrido. Los monos nos quitan nuestros maracuyás y son felices, quieren arrebatarnos todo, bolsas, monedas, cabellos, cualquier cosa, y se suben al lomo de Limón, que los soporta, feliz. Vemos cómo los pericos se despluman a sí mismos por el estrés, y algo estelar: el maravilloso oso andino que sí se asea, con su máscara india, paseando por las inmediaciones del río.
Decidimos no ir en bicicleta a Coroico porque sale muy caro y por eso vivimos una experiencia más extrema aún: viajamos en combi por una carretera como de la muerte, pero que no era de la muerte, sino mucho mejor, entre la belleza de la niebla que de cuando en cuando deja ver espléndidas montañas de colores y cielos de nubes increíbles —además de los anuncios de gobierno de Evo Morales, mucho más modestos que los de los políticos mexicanos— y el penetrante olor a hojas de coca con mugre tan característico de la zona indígena de Bolivia.
Vemos cómo los pericos se despluman a sí mismos por el estrés, y algo estelar: el maravilloso oso andino que sí se asea, con su máscara india, paseando por las inmediaciones del río.
Una horda de turistas alemanes llega en bicicleta al sendero, donde ya les espera una comida rica en carbohidratos, nada boliviana. Y como es más interesante hablar de la comida boliviana que de los turistas alemanes, tengo que decir que aquélla tiene muchas similitudes con la mexicana. Para empezar, se cae el mito de que México es el único país que consume chile. El delicioso ceviche limeño se sirve con una rodaja de rocoto, que en Cusco y Bolivia se conoce como locoto, un chile rojo parecido al pimiento en forma y tamaño, pero picoso. Además hay una gran variedad de chiles en las comidas, aunque no tantas como en México, pero relativamente picosos y ricos; así, ellos mismos y los pobladores de otros países latinoamericanos consideran que Bolivia y México tienen un gran parecido gastronómico y que eso los hermana —aunque no conozco en nuestro país a mucha gente que tenga presente que en Bolivia comen chile y se sienta hermanada por ello.
En los mercados bolivianos se cocina con mucha grasa, demasiados carbohidratos y carne. Se prepara el api, morado y blanco, que es como el atole pero sin leche, una delicia que se acompaña con pastel (una empanada frita con un poco de queso salado adentro y espolvoreada con azúcar glas) o buñuelos, también fritos. En el ala salada se prepara toda clase de guisos con papas, tripas (que probé por valiente y para mi desgracia) y el rico charque, preparado con carne seca, como la cecina, que puede ser de vaca o llama, desmenuzada o en trozos, con papa, cuadros de queso, huevo duro y mote (granos de maíz cocidos). Poderoso platillo. El fricasé es como el pozole: un caldo de cerdo con mote de maíz, ají (chile) amarillo y chuño (un tubérculo parecido a la papa, deshidratado y de color negro). Algo delicioso son los jugos, que en realidad son como nuestras aguas frescas o licuados de fruta, es decir, jugos con agua o con leche, una fruta y azúcar, y los hay incluso de limón con leche.
Las empanadas tienen gran éxito en Bolivia y aparentemente son de origen argentino, como sus nombres lo indican: las empanadas horneadas conocidas como tucumanas (de Tucumán) y las fritas salteñas (de Salta, del norte argentino). Pero en Bolivia son más ricas y la gente del pueblo las consume diariamente, pues son baratas y suelen tener carne, como el picadillo que conocemos en México, huevo duro o guisados de pollo.
Me despido, un poco triste, de Sole y Elisa y continúo el viaje sola. Estoy un par de días en La Paz, voy al Valle de la Luna, una montaña de arcilla erosionada parecida a un desierto de estalagmitas. Enfrente del paisaje lunar hay una montaña conocida como La Muela del Diablo, donde según cuentan han muerto algunos ciclistas. Un escalofrío recorre mi cuerpo, pero no es por La Muela del Diablo ni por los ciclistas muertos: algo en mi estómago no anda bien. A la hora siguiente estoy tirada en una habitación en un hostal de La Paz, a la vuelta del mercado de Las Brujas y con seis incómodos roomies coreanos. Recuerdo que mi madre me empacó algunos medicamentos homeopáticos por si me enfermaba del estómago o la garganta y los busco, pensando en los navegantes de antaño, que se curaban solos y con algunos medicamentos que llevaban con ellos; la idea es excitante, aunque de haber empeorado pude haber ido a cualquier farmacia similar, de las que se han extendido como plaga por varios países de Sudamérica.
El Museo Etnográfico de La Paz muestra las máscaras más comunes del carnaval y una variedad de textiles desde las épocas más remotas anteriores a nuestra era hasta los más recientes. El Museo de Arte Contemporáneo se sitúa muy cerca del Palacio Quemado, desde donde gobierna Evo Morales.
La fachada neoclásica del Palacio Quemado muestra la bandera tricolor: rojo, amarillo y verde, como la flor llamada kanuta, que también es símbolo oficial, y la wiphala, compuesta por los siete colores del arcoíris y que para un ignorante —como yo lo fui al principio— es una banderita gay. La whipala es un emblema de los pueblos indígenas andinos y la constitución la reconoce desde que llegó Evo Morales al poder. Sin embargo, Bolivia tiene fuertes conflictos entre la zona indígena y la Media Luna conformada por el Beni, Santa Cruz y Pando, donde vive la población blanca; ésta se opuso a la oficialización de la whipala (perdieron y ahora sus hijos no indígenas rinden honores en la escuela a esa bandera que no los representa).
La hoja de coca no es droga
La hoja de coca, para la totalidad del pueblo boliviano indígena y muchos pueblos andinos, sobretodo de Perú, es como el mate para los argentinos y uruguayos, el café para los italianos y los que somos cafeteros en cualquier parte del mundo, y el chile para los mexicanos.
En La Paz hay un pequeñito y austero Museo de la Coca, que tiene una gran riqueza en información y una postura que es la misma en toda la Bolivia indígena: la hoja de coca no es droga.
Desde tiempos inmemoriales los habitantes andinos han usado la hoja de coca como un alimento que nutre y ayuda a expandir la capacidad pulmonar de la gente que vive a miles de metros sobre el nivel del mar. Incluso los museos antropológicos de Perú, Chile, Argentina y Bolivia exhiben gran cantidad de cráneos trepanados para extraer tumores y los expertos afirman que la hoja de coca se usaba también como anestesia y analgésico, además de sus propiedades para evitar infartos y otros males.
A la llegada de los españoles la planta fue satanizada y la Inquisición intentó prohibirla. A pesar de que la invasión española en territorio inca fue una de las más sangrientas de América, los naturales jamás dejaron de usar la hoja de coca, aun cuando fueran torturados o quemados.
Durante la colonia los mineros sobrevivieron a la esclavitud “picchando” (mascando) coca a escondidas. En la actualidad ningún minero entra a su trabajo sin una bolsa de hojas de coca, para su consumo y para ofrendar al Tío, que es el mismísimo diablo, amo y señor de las entrañas de la tierra, porque allá afuera —donde pasan la minoría del tiempo— quizá sean católicos, pero entrando al Cerro Rico en Potosí o a cualquier otra mina ya no hay poder de dios que llegue. Satán, el Tío, es el que allí manda y hay que estar bien con él, dándole ofrendas de lo que le gusta: hojas de coca, alcohol y cigarros hechos de tabaco fuerte, vainilla y hojas de coca, que son el botiquín o la lonchera diaria de los mineros.
Durante la colonia los mineros sobrevivieron a la esclavitud “picchando” (mascando) coca a escondidas. En la actualidad ningún minero entra a su trabajo sin una bolsa de hojas de coca, para su consumo y para ofrendar al Tío, que es el mismísimo diablo, amo y señor de las entrañas de la tierra.
Cuando la Coca-cola cobró fama en 1886 y pasó de ser un remedio farmacéutico a un producto envasado de gran demanda, Estados Unidos intentó engañar al mundo (y lo logró durante años) diciendo que la hoja de coca era la causa de la pobreza, la ignorancia y la desnutrición en Bolivia, que incluso causaba retraso mental. Así que decidió que cosecharla era ilegal. Pero tampoco eso detuvo a los bolivianos, que la siguieron sembrando y consumiendo. En 1975 la Universidad de Harvard publicó su investigación El valor nutricional de la hoja de coca, que demuestra que el consumo de 100 gramos de hojas de coca al día satisface la ración alimentaria para hombres y mujeres, pues contiene, entre otras sustancias, calcio, proteínas y vitaminas A y E, y en cambio la concentración de cocaína es muy baja e ingerida de esa manera no causa toxicidad ni adicción. Según información del Museo de la Coca, hoy en día la única coca que puede ser sembrada y comercializada legalmente en territorio boliviano es la que consume Estados Unidos para la elaboración de la Coca Cola y los habitantes tienen delimitada una pequeña área de cultivo, para la venta interna y el consumo personal que no es considerado ilegal por el país sin nombre. En realidad, y según la Wikipedia y otras fuentes, la fórmula de la Coca Cola es un secreto comercial y lo que declara la propia página web de la bebida es que “en efecto, Coca-Cola no contiene cocaína u otra sustancia perjudicial”. Por su parte, Perú y Bolivia tienen sus propios refrescos de cola, la Inca Cola en el primer caso (hecha de hojas de coca) y la Coca Quina en el segundo (un extracto de hoja de quina).
El Museo de la Coca, ubicado a un par de cuadras del Mercado de las Brujas, muestra esta información y también el procedimiento para la fabricación de cocaína, que en realidad se puede hacer en cualquier laboratorio casero. Algunos turistas (sobretodo de Estados Unidos y Europa occidental) visitan la ciudad de La Paz para probar la cocaína que se supone es más pura que la que pueden conseguir en sus países.
Mascar coca es un ritual: uno escoge las mejores tres hojas de su dotación y se las ofrenda a la Pacha Mama, luego se toman varias para sí mismo, se desvenan para que no lastimen dentro de la boca y se meten entre los molares y los cachetes, dándoles vuelta para extraer sus nutrientes, acción que se conoce como “picchar”; cuando la boca se pone amarga es hora de cortar un trocito de estevia, plátano o camote carbonizados y colocarlo junto a las hojas de coca, pues el dulce funciona como catalizador.
Los habitantes de la América andina no han dejado de consumir la hoja de coca durante milenios y no hay motivo para que lo hagan. En las tiendas turísticas venden camisetas con la leyenda “La hoja de coca no es droga” y algunos viajeros la lucen.
La hoja de coca me evitó el soroche, o mal de altura, y me calmó el miedo al destartalado avión que me llevó de Lima a Cusco, del que les conté en la primera parte de esta crónica, me nutrió en las largas horas de bus de una ciudad a otra, por carreteras inhóspitas, en las que no podíamos conseguir otro alimento, y me quitó el frío en los lugares donde el invierno boliviano se hacía sentir con toda su fuerza, como la ciudad de Potosí.
El alcoholímetro de Evo Morales
Voy rumbo a Cochabamba, para entonces ya he aprendido a hablar boliviano, a interpretar lo que significa “ayacito” y “acacito”, a responder, si es que algo me parece adecuado, “bien está”, a ofrecer un puñito de hojas de coca diciendo “sacá nomás”, a entender como algo afirmativo cuando la gente responde a la pregunta ¿todavía tiene comida? con un simple “hay”. Salí a caminar la ciudad y llegué al mercado, donde conocí a una “casera” de jugos en el mercado. En Bolivia una casera (o casero) es una persona que vende algo en cualquier establecimiento. Ella me da a probar un “multivitamínico”, un licuado con absolutamente todo lo que la casera tiene en su puesto: diez frutas, ocho verduras, cinco cereales, miel, duraznos en almíbar, jugo de naranja, huevo y hasta bi-cervecina (que es como llaman a la cerveza oscura). Una bomba que me proporciona los nutrientes necesarios para todo el día y más. La casera me pregunta si en México hay gente que habla bien el español, como yo, o todos dicen cabrón y pinche todo el tiempo. Con la barriga llena y el corazón contento voy a la feria a comprar hojas de coca.
Ya desde Cusco me había enterado por las noticias de las recurrentes muertes de bolivianos y chilenos en las carreteras de Bolivia, que sólo en enero sumaron 79 personas, por camiones que se vuelcan debido a la embriaguez de los conductores. Por esos días de calidez cochabambina Evo Morales intentó poner remedio y ordenó la primera legislación que prohíbe a los choferes conducir en estado de ebriedad, lo que en México suena coherente, pero no a los bolivianos. Pronto salieron a la calle a manifestarse en contra de la nueva ley, a afirmar y defender que tienen derecho a emborracharse y a manejar en ese estado.
Si el mexicano es borracho el boliviano lo es tres veces más. Estos sudamericanos buscan cualquier pretexto para beber cerveza, pero ellos encuentran muchas más ocasiones y paran hartas horas después que los de acá. El caso es que la nueva ley estipula que si se encuentra conduciendo en estado de ebriedad a un chofer se le revocará de por vida el permiso para conducir.
Un par de días después de puesta en marcha esta nueva ley (que a decir verdad me hizo sentir algo de alivio, pues viajar en un bus boliviano es andar con el alma en un hilo) me siento en un céntrico café del centro de Cochabamba junto a unos señores que hablan de política —me sentí en el Madoka de Guadalajara. Los periódicos muestran en primera plana que uno de los colaboradores de Evo Morales, Félix Patzi, candidato oficialista a la Gobernación del departamento de La Paz, fue sorprendido manejando ebrio la noche anterior y que la ley le será aplicada como a cualquier otro ciudadano. Morales le pidió su renuncia.
Así, enterándome de la política y bebiendo a casi diario en la chichería que mis nuevos amigos honrosamente llaman Lidya’s Pub (un lugar maltrecho y encantador, con una letrina, las paredes descarapeladas y una cubeta donde sirven la chicha que parece la de trapear y espero que no lo sea) paso una semana y media en Cochabamba, pues decido esperar para ir a Oruro a ver el carnaval, ya que todos están dispuestos y hay un lugar a dónde llegar.
La explosión de Oruro
El carnaval de Oruro es patrimonio cultural de la humanidad inscrito en la Unesco. Pero una cosa es saberlo y otra muy distinta vivirlo. En Oruro, durante el carnaval ocurre todo. TODO. Explota el color, las danzas incluyen todas las formas y la fiesta de la carne se vive esquivando y recibiendo globazos de agua, espuma en la cara, bebiendo cerveza al por mayor y orinando a cada rato. Hay quienes lo hacen en la calle (algunas mujeres usan falda larga, sin calzones, y se sientan donde les place para orinar. No tengo qué explicar cómo lo hacen los hombres) y otros (como yo) pagando un boliviano cada vez que se entra a alguno de los saturados (en todos los sentidos) baños públicos.
Las danzas, lo mismo que las orquestas, me ponen la piel de gallina, en especial la Banda Intercontinental Poopó, de Oruro; alguien me dice que en esa agrupación tocaba el platillo el presidente Morales. Todos los bolivianos de la parte indígena saben bailar y son músicos. Los trajes están hechos con mucho esmero y hay danzas de negros (morenadas), de caporales, ejecutadas con gran virilidad y energía; danzas de origen más indígena, como Tinkus, también de gran colorido. Algún día haré una investigación sobre las danzas del carnaval de Oruro, pues el convivio tiene elementos que se encuentran en las crónicas de indias de diversas culturas mesoamericanas, como la importancia de la preparación para el carnaval por encima de casi todas las demás actividades; algunos temas, las funciones de los participantes, la forma de enseñanza, el alcohol… Las máscaras, preciosas, son de diablos enjoyados, ángeles menos festivos, negros de labios gruesísimos, el sol, la luna, los viejos, los jóvenes, el pepino, personaje cómico que molesta a la concurrencia, sobretodo a las mujeres (y que lo tienen casi todas las culturas prehispánicas de México en alguna danza) y diversos animales, encabezados por la grandeza del oso andino. Oruro, antes y después de su carnaval, es gris y polvoriento. No hay nada qué hacer allí.
El carnaval de Oruro es patrimonio cultural de la humanidad inscrito en la Unesco. Pero una cosa es saberlo y otra muy distinta vivirlo.
Doce personas dormimos en dos cuartos de tres por dos y no nos bañamos en tres días, no hay dónde. Es el carnaval. Desayunamos api con pastel y comemos charque casi todos los días, lo demás es cerveza. Mis amigos son chicos de Bolivia, Italia, Francia y Noruega. Todos llevamos impermeables para sortear los globos con agua, que llueven más que la lluvia.
Termina el carnaval y cada uno vuelve a lo suyo. Sigo mi viaje sola, ansiosa por encontrar un lugar con regadera para ducharme. Tomo el tren de Oruro a Uyuni. Quiero ver el salar más grande del mundo. El pueblo de Uyuni es aburridísimo, lleno de italianos que están por todas partes con sus negocios de comida y hippies, que también están en todas partes, y cibercafés inservibles y chiquillos con pistolas y globos de agua de los que una, harta ya, se tiene que cuidar. A dos kilómetros de ahí el cementerio de trenes es muy hermoso, hacia donde se apunte la cámara hay una foto interesante. Aunque el plato fuerte es el salar. La llanta de la camioneta en la que viajamos se sale en medio del desierto de sal y giramos y giramos y me siento feliz porque pasaremos más tiempo allí del estipulado en el odioso tour. Me paro en cualquier parte y alrededor todo es blanco y cielo, pero no sé dónde está uno y dónde el otro. Increíble. Con unos nuevos amigos israelíes hacemos fotos jugando con la perspectiva mientras la mujer de Cochabamba rezonga y el marido trata de consolarla y hacerla sentir bien, pero ella parece una mujer a la que nunca se le da gusto: todo es pésimo y peligroso, según ella, ¿y si nos quedamos allí y llega la noche?, se pregunta insistentemente. Horas después llega la camioneta relevo (en Bolivia todo ocurre horas después, si es que ocurre) y nos lleva al hotel-museo de sal, sí, todo hecho de sal: techos, paredes, camas, mesas y animales andinos del museo; también vamos a una isla llena de cactus. Al volver, la dueña de la agencia de viajes nos cuenta cómo hace dos años murieron varios turistas al estrellarse dos camionetas de frente, hecho que parece imposible si tomamos en cuenta la infinita amplitud del espacio para circular sobre el salar y los escasos vehículos que lo atraviesan. Pasamos junto a las estrellas judías y las cruces católicas de los muchachos muertos.
Esa noche se acabó Uyuni. Me urge salir del pueblo. Quiero llegar cuanto antes a Potosí, subir muchos kilómetros sobre el nivel del mar, conocer el Cerro Rico y la casa de la moneda, luego viajar hacia Tarija, al sur de Bolivia. Se me acaba el tiempo y quiero llegar pronto a Buenos Aires. En eso pienso antes de quedarme profundamente dormida. Al día siguiente me levanto temprano y voy directo a la terminal de buses, que no es más que una calle con cuartuchos como oficinas. Pero es día de chaya y el día de chaya se chaya y punto.
Después del carnaval viene el momento de la limpieza espiritual, de la renovación, el agradecimiento a la Pacha Mama y la petición. Toda la gente se desentiende de sus negocios, de trabajar o hacer cualquier otra actividad que no sea chayar, lo que significa humear la casa o el negocio o el coche con palo santo, llenar los lugares de serpentinas, hacer algunas invocaciones y peticiones, bromear, comer y, por supuesto, tomar cerveza hasta perder el sentido. Me siento atrapada en Uyuni, no saldrá ningún bus a ningún lado ese día y al siguiente tampoco, porque todos estarán crudos y al tercero pues no, porque será jueves y los jueves no sale nada a Potosí, el viernes quizá. Justo cuando comienzo a imaginar cómo serán esos días en el pueblo polvoriento de gente poco amigable y chiquillos con armas de agua persiguiéndome todo el tiempo llega alguien que dice que posiblemente esa tarde, a las seis, saldrá un bus hacia Potosí, con un chofer que probablemente no ha bebido. No sé si sentir alivio o preocuparme más.
Decido irme. En el trayecto conozco a Damien, un suizo que luego se convierte en un buen amigo. Platico todo el camino con un minero, con el que comparto mi bolsita de coca diciéndole “sacá nomás”. El minero me dice que qué bueno que viajamos de noche, porque de día me habría asustado al ver la carretera. Supongo que además de ser terracería pura, ni siquiera aplanada y llena de curvas, como puedo sentir, está rodeada de precipicios. Aunque lo pienso y repienso no logro que eso me asuste, es demasiada la urgencia por irme de Uyuni.
Se dice que durante la colonia pudo haberse construido un puente de Sudamérica hasta España con toda la plata que se extrajo del Cerro Rico.
Sufro una crisis de fobia dentro de la mina del Cerro Gordo y a la mitad del trayecto, antes de bajar al nivel más caliente, me rajo y pido salir. El camino de regreso a la luz del día me parece eterno. De todos modos el Tío me impacta, lo mismo que los sacrificios de sangre a la entrada de la mina, donde matan pequeñas llamas o algún otro animal para que el Tío se cobre de allí la sangre y no de los niños y adultos que trabajan dentro.
Potosí está construida en una tierra agreste e inhóspita, muy alta, muy fría. La ciudad fue fundada por la avaricia de los españoles. Se dice que durante la colonia pudo haberse construido un puente de Sudamérica hasta España con toda la plata que se extrajo del Cerro Rico. Quizá esto —que incluye siglos de explotación a los bolivianos— explique la nula amabilidad de sus habitantes. En las rosticerías pides pollo y la respuesta es que no hay, aunque treinta pollos estén girando frente a tus narices. Te sirven lo que sea, como sea y si quieren, y parece que odian a todos los visitantes —aun así viven del turismo.
A varios kilómetros de allí está el ojo del inca, una terma perfectamente redondeada, enorme, rodeada de montañas, donde nado y disfruto del lodo con unas nuevas amigas argentinas y chilenas, y con Damien.
Más al sur comienza la Media Luna boliviana, la otra realidad, la de los mestizos o criollos. La de los “blancos”. Tarija es considerada por los propios bolivianos la ciudad de las mujeres bonitas. El carácter de la gente cambia radicalmente, son amables y festivos, hospitalarios. Es una zona más limpia también. Pero la gente de la Media Luna está en contra del gobierno de Evo Morales, de la whipala y de los bolivianos indígenas, que son mayoría.
En Tarija hay toda una región vitivinícola. Recorro algunas fábricas, desde la más industrial hasta la artesanal, la que hace vino “patero” y “cholero”; visito los campos de frambuesas y zarzamoras, comiendo todas las frutas que puedo a mi paso. Los viñedos con sus montañas de fondo son de una belleza excepcional, aunque mi amigo suizo dice que todo es más bonito en Suiza. Le pregunto: ¿Y para qué viajaste tantos kilómetros?, lo cual lo hace reír mucho.
Llega la hora de viajar sola de nuevo. Cruzo la frontera boliviana-argentina por tierra y de la forma más barata: un taxi colectivo hasta el puente, una caminata hasta la aduana argentina, una foto donde los barrotes del barandal cambian del amarillo, rojo y verde al blanco y azul.
Mientras acaricio a un labrador caza-cocaína (pobres perros adictos), esperando el taxi colectivo que me llevará a Salta la linda, ciudad del norte de Argentina, recuerdo con una carcajada la lucha de cholitas en la ciudad de El Alto, allá en La Paz. Era lucha libre “mexicana”, donde peleaban dos enmascarados sin personalidad. El show estelar era el de las cholitas wrestling, mujeres paceñas que hacen un gran espectáculo, muy real, lleno de golpes y sangre sobre un ring, con faldas, trenzas y su sombrerito, e incluso luchan contra hombres.
Comienzo a sentir un cambio de atmósfera, aunque el norte de Argentina es mucho más parecido a Bolivia que al sur, camino a Buenos Aires. ®