Si en el sueño mismo de la utopía no está la democracia, es prácticamente segura su transformación en fe, mística, fanatismo y mesianismo, hasta obligarnos a aceptar lo inaceptable y creernos lo increíble. Todo ello respetable en iglesias o en la intimidad de los seres humanos, pero nunca en el contrato social.
Tengo frente a mí dos fotografías de una misma persona: Vsevolod Meyerhold. Se trata del gran innovador del teatro contemporáneo y creador de la biomecánica, amigo de Mayakovski y, como él, revolucionario soviético de la primera hora. Para quien no esté familiarizado con el teatro, Meyerhold fue también el gran rival de Stanislavski. Más joven y mucho más audaz, mientras Stanislavski representaba el psicologismo burgués, Meyerhold formaba parte de las vanguardias que pretendían cambiar forma y fondo con un arte nuevo.
Bajo el terror de Stalin, quien sólo entendía el arte a la manera de las estampitas católicas, cursis y propagandísticas del siglo XIX, Meyerhold, Malevich, Kandinski, Mayakovski o Einsestein, entre centenares de grandes artistas, fueron victimados. En cambio, el buen burgués Stanislavski fue canonizado si no para la eternidad al menos hasta nuestros días. Pero, en reconocimiento a la rectitud y la capacidad de admiración del buen burgués, sea dicho que Stanislavski tuvo el talento suficiente para proteger a su rival de la furia stalinista. Sin embargo, al morir Stanislavski, Vsevolod Meyerhlod fue arrestado por la NKVD, en 1939, torturado y finalmente fusilado en 1940. Su delito: oponerse al realismo socialista cuya teoría aún hoy informa mucho de la práctica cultural de las izquierdas.
En la primera de las fotos que están frente a mí, Meyerhold encarna a Iván el Terrible. Su trabajo actoral debe haber influido en la imagen cinematográfica que diera Eisenstein al Zar de todas las Rusias, y que despertara la furia de un Stalin que se vio reflejado. Tiene mucho de pope o de jesuita. Y bien sabemos que las mayores alturas del poder han vestido esas telas, o los correspondientes uniformes militares ferozmente sobrios.
La mirada que habita esta fotografía parece clavarse en la otra, la de un preso fichado por la NKVD un 20 de junio, para ser fusilado seis meses después. Un rostro que expresa mucho más que cualquier discurso sobre el fracaso de la Revolución de Octubre y los anhelos justicieros del socialismo internacionalista. El rostro de la pesadilla en que acabó el imperativo de Rimbaud en la Comuna de París: “¡Debemos cambiar la vida!”
¿En qué momento se desvió eso que arrancara como un sueño de voluntades múltiples por el socialismo y por la construcción de la utopía para convertirse en el Terror? ¿Cómo entender que los hombres del arte y de la cultura, crema y nata de la intelectualidad en las izquierdas fueran cómplices o, al menos, guardaran silencio ante juicios y purgas que se sabía existentes?
No puedo dudar de la buena voluntad de miles de heroicos militantes a muchos de los cuales he conocido, he llamado camaradas, he admirado y aun he seguido. Inclusive, tampoco puedo dudar de mí, cuando, acrítico, justifiqué por años la dictadura castrista hasta la crisis del Mariel, cuando perdí la fe.
¿Por qué? Estoy seguro de que por algo definido como “mística”. Paradójicamente para los materialistas, hablo de una “fe” y de una “mística”, y ambos conceptos obligan a aceptar el principio, quiérase jesuítico o maquiavélico, de que el fin justifica los medios; o el farisaico de que es válida la tortura y la muerte de un justo si son para bien de un pueblo.
No sé si el Gulag ya estaba en Marx pero sí creo que hay una intuición profética en Proudhon al dirigirle estas palabras:
Después de haber demolido todos los dogmas a priori, no caigamos, a nuestra vez, en la contradicción de vuestro compatriota Lutero; no pensemos también nosotros en adoctrinar al pueblo; mantengamos una buena y leal polémica. Demos al mundo el ejemplo de una sabia y previsora tolerancia, pero, dado que estamos a la cabeza del movimiento, no nos transformemos en jefes de una nueva intolerancia, no nos situemos como apóstoles de una nueva religión, aunque ésta sea la religión de la lógica.
Más ante un problema teológico que lógico se encontraba Meyerhold, ahí en los umbrales de las santas celdas inquisitoriales. En la fotografía que ha llegado hasta nosotros encuentro esa agonía del militante ante el fracaso de la razón y el triunfo de un dictador que se sentía enviado por Dios.
En su ceja derecha la decisión de un luchador del siglo XIX, a la cual define in extremis esta frase del Catecismo revolucionario atribuido a Bakunin y Nechaiev: “El revolucionario es un hombre condenado por anticipación”. En la ceja izquierda, el terror ante Iván el Terrible. Condenado por anticipación, sí, pero condenado por el capricho temporal y olímpico de un dictador cuya efigie ha vuelto a ser izada, en estos días y en este tiempo en nuestro país, tan lejano del suyo, por quienes se sienten radicales al hacerlo. Fanáticos, no desmemoriados sino ignorantes de su propia historia.
En la fotografía que ha llegado hasta nosotros encuentro esa agonía del militante ante el fracaso de la razón y el triunfo de un dictador que se sentía enviado por Dios.
Pero en la foto de Meyerhold estamos casi siete décadas antes. En la quijada apretada hasta romperse los dientes está la dignidad de un hombre puro, quizás a la manera en que Camus definió a los justos. Un último gesto impide el grito ante el verdugo tal vez por no darle la satisfacción de mostrarse roto. Sus ojos casi blancos tienen la chispa roja de la indignación revolucionaria, como una gota de sangre sobre esas inmensas praderas de la Rusia que lo vio nacer. A un mismo tiempo, entre la decisión salvaje y el miedo está la enorme amargura de quien ha sido traicionado por lo más sagrado. Traicionado por una dictadura que se declara proletaria mientras canoniza al arte burgués y asesina a otros como él, a Mayakovski, a Einsenstein y a muchísimos más que ahí recuerda.
Como ahí Meyerhold se debió recordar vestido de Iván el Terrible y se debió sentir inclinado sobre sí mismo. Las potencias del teatro se volvieron actuantes para grabarse en las placas fotográficas. Parábola que va de la imagen de un actor que interpreta a la imagen dolorosa de un hombre al cual humilla la ficha carcelaria. Y en el dibujo de esa parábola, ¿cómo explicarse que las propuestas revolucionarias fueran tronchadas por el capricho omnipotente a quien el mundo entero accedió a ver como encarnación de la Revolución sobre la tierra?
Las respuestas parecen superar la lógica y adentrarse en los espacios de la metafísica. Por eso estoy cierto de que tenía razón Proudhon al pedir el laicismo.
Estoy cierto de que el manoseo de palabras como “fe”, “mística”, “carisma”, “fanatismo”, aun en los ámbitos más inocuos o deleznables de la cultura del espectáculo, demuestra no sólo el triunfo de la teología sobre la semántica, sino el fracaso así sea irónico del laicismo ante una teología que se quiere racional, materialista, justiciera y revolucionaria.
El peligro estaba en la cuna misma del socialismo, utópico o científico, en el justo momento en que el poder se convertía en metafísica, en don gratuito para ser encarnado en alguien, para que éste alguien se declarara un nuevo Mesías.
Cada vez veo con mayor claridad que si en el sueño mismo de la utopía no está la democracia, es prácticamente segura su transformación en fe, mística, fanatismo y mesianismo, hasta obligarnos a aceptar lo inaceptable y creernos lo increíble. Todo ello respetable en Iglesias o en la intimidad de los seres humanos, pero nunca en el contrato social.
Esta tarde no sólo tengo entre mis manos estas fotografías, sino también la obligación moral de denunciar lo que suponen. El horror no puede repetirse, ni en los jugueteos de los skinheads ni en los símbolos de la ultra ni en los llantos ante la decrepitud de dioses en la tierra, llámense Juan Pablo II o Fidel Castro.
Porque también tiene Fidel Castro centenas de rostros como el de Meyerhold que ofrecer a la conciencia de las izquierdas. Si no puedo dejar de nombrar, por afinidades y por admiración, simplemente a dos de ellos, José Lezama Lima y Reynaldo Arenas, sé que las cárceles cubanas están llenas hoy de disidentes.
Después de todo, sabemos que, así como a Stalin le gustaban las estampitas devotas para su hagiografía personal, Fidel Castro nada más ha elogiado a un poeta, el indio Naborí. En nada puede sorprendernos luego de recordar el fervoroso salmo, digno de los cantos de cualquier liturgia, que el recientemente desaparecido poeta dedicara al Comandante en enero de 1959:
¡Fidel, fidelísimo retoño martiano, / asombro de América, titán de la hazaña, / … / Y esto que las hieles se volvieran miel, / se llama… / ¡Fidel! / Y esto que la ortiga se hiciera clavel, / se llama… / ¡Fidel! / … / y esto, esto que la sombra se volviera luz, / esto tiene un nombre, sólo tiene un nombre… / ¡Fidel Castro Ruz!
El conservadurismo hasta lo grotesco de los mesías está en la cultura de nuestras izquierdas, en su inconsciente colectivo, y, fácilmente, con sólo repetir la consigna aparentemente justiciera y a fuerza de gritos invertebrados, el mesianismo está volviendo al proscenio y ocupando un lugar que ya le había sido arrebatado por el simple hecho de sacar a la luz fotos como ésta que se nos habían ocultado hasta la caída del Muro de Berlín. El mesianismo parecía haber desaparecido por el simple hecho de contar la verdad.
Pero, hoy que reaparece, creo que el único camino para detenerlo es hablar de democracia. Democracia no como un segundo momento sino como la exigencia inicial para cualquier lucha que no quiera terminar a la sombra caprichosa de un dictador. Y una exigencia sine qua non de la democracia es el laicismo.
Hoy, en nuestros países, resucitan viejas teologías con otros rostros.
Hoy, en nuestros países, resucitan viejas teologías con otros rostros. Lamentablemente, reaparece la figura de Stalin en los mítines, al tiempo que asistimos a la resurrección de un castrismo ya decrépito junto al ascenso de una figura que hace unos años hubiera resultado inexplicable, y más en el siglo XXI, como es la de Hugo Chávez.
Otra vez las liturgias fanáticas justo cuando mejor sabemos que el laicismo es fundamental para la cultura de las izquierdas. Mientras se exige con toda justicia la separación del Estado de las iglesias así como las leyes de todas las creencias, volvemos a caracterizar al Estado como una Iglesia. Aunque disfrazada, esta paradoja de Iglesia “laica” sobrevive en la cultura de las izquierdas. Y especialmente en el inconsciente colectivo de luchadores, intelectuales y artistas que se caracterizan por su laicismo.
Paradójicamente, inclusive del juarismo se ha hecho una religión, y se sigue peregrinando al santuario mientras se busca cobijo bajo el águila juarista para rezar un miserere a quien debería de ser imagen serena del laicismo. En la gira juarista por la República legítima, cuando el líder carismático, elegido por el dedo de Dios, manda al diablo las instituciones, está instituyendo una legitimidad mística, justo en las antípodas de la legalidad juarista.
Hay en la cultura de nuestras izquierdas, desde el inicio, una tendencia a la clericalización de su estructura formal. Por lo tanto, se desprecia a la parte secular, los laicos entre sus militantes, que vienen a ser llamados simplemente “la base”, con idéntico paternalismo al de los clérigos que los llaman “el pueblo”.
Cuando aparecen los líderes carismáticos es preciso recordar que carisma significa elección divina, así sea en un cónclave, en un pleno de comité central o a mano alzada en el Zócalo.
En un programa de televisión que conduce con Federico Reyes Heroles, Jesús Silva-Herzog Márquez lanzó una provocación a uno de los dirigentes de la corriente de Nueva Izquierda del PRD. Se refirió a Andrés Manuel López Obrador como un cacique, y Zambrano reviró: “No. Un líder carismático”. Si el priismo creó caciques, la teología de las izquierdas, así se llamen nuevas, proclama al líder carismático.
Vale la pena subrayar que, en todos los casos, aun en el vendedor de puerta en puerta y en el comprador de lotería, en la estrellita que llena locales o en el animador televisivo, “fe” habla de certeza ante lo revelado, “mística” deriva de una experiencia del misterio, “fanatismo” viene de fanum, templo, y “carisma”, ya dijimos, significa don gratuito de Dios a un elegido para que éste lo reparta entre las masas.
Y también vale la pena puntualizar que justamente porque Zambrano, con Jesús Ortega, es de los “chuchos”, considerados enemigos del cacique elevado a la suprema dignidad de líder carismático, se siente obligado a utilizar las fórmulas que el lópezobradorismo quiere oír. Para evitar ser llamados traidores o siquiera antagonistas, entonan la salmodia, al menos hasta las próximas elecciones internas del PRD.
Cuando aparecen los líderes carismáticos es preciso recordar que carisma significa elección divina, así sea en un cónclave, en un pleno de comité central o a mano alzada en el Zócalo.
Por eso, tan sólo desde una perspectiva teológica se pueden entender las declaraciones de Jesús Ortega acerca de que “Echeverría es un niño comparado con los ilícitos cometidos por Fox”, que El Universal consignó el 22 de febrero de 2007. Vuelto teólogo escolástico, Ortega entiende que Fox atacó al enviado de Dios, y eso es blasfemia mientras que Echeverría solamente es culpable de genocidio. Por más cantidad de muertos, desaparecidos o torturados que pesen sobre una conciencia, la blasfemia, el pecado contra el Espíritu Santo nunca podrá ser igualado.
Con su inteligencia y con las flechas certeras de su ironía, Carlos Monsiváis, en Las herencias ocultas, señalaba el peligro que para la historia de México supuso otra figura carismática, la de Santa Anna. Más allá de cualquier lógica, los llamados de las masas a don Antonio López de Santa Anna suponían la fe y movían el fanatismo. Y Monsiváis caracteriza así al personaje: “El que fracasa en todo con tal de darse la oportunidad de un nuevo triunfo, el farsante, el dueño del carisma movedizo”.
Sin embargo, para sorpresa de muchos entre quienes durante años admiramos su inteligencia y las centellas de su palabra, Monsiváis sucumbió ante el moderno líder carismático y, junto con Sergio Pitol, citando un texto de Rolando Cordera que establece la distinción entre “legitimidad” y “legalidad”, escribió y leyó el texto para la Segunda Asamblea Informativa de la Coalición Por el Bien de Todos, el domingo 16 de julio de 2006 en la plancha repleta del Zócalo.
Un premio Juan Rulfo, un premio Príncipe de Asturias y un destacado economista, militante de izquierda y miembro de la Junta de Gobierno de la UNAM, fueron los encargados de encabezar una larga lista de intelectuales indiscutibles que repiten, hasta el día de hoy, su acto de fe en el líder escogido para evitar la llegada del Yunque al Poder. El texto de aquello que tanto parecía un acto litúrgico en el templo del Zócalo decía entre otras cosas:
Los patrocinadores del fraude hormiga, los que desataron —y a nombre de la libertad de expresión, nada menos— la campaña de “López Obrador, un peligro para México”, exhiben también su mentalidad clasista: si un candidato presidencial es “un peligro para México” lo son también los que deciden votar por él en números tan elevados. Se ha recurrido al desprecio como técnica de entendimiento del país, y al declararse implícita y explícitamente a un gran sector “peligro para México” se ha promovido o “inaugurado” la polarización. No obstante, más que de un país dividido debe hablarse de una mayoría en los alrededores de la concentración extrema de la riqueza. Por eso el proceso electoral se ha encarecido en forma tan desproporcionada, y por eso la derecha festejaría si coloca a la democracia en la Bolsa de Valores. Esta es la gran disputa: democracia al alcance de todos o democracia (o como quiera llamársele) a precio de oro, con maniobreo incansable adjunto.
Los atisbos de retruécano e ironía cedieron ante la solemnidad de aquel acto en una Plaza Mayor, fanum, templo de la legitimidad. Para muchos, fanáticos, transportados de furor divino, sólo quedó clara la existencia de dos democracias, la buena, la de la gente, la que se manifiesta a mano alzada, convocada por el carisma del líder, y la otra, la de los polkos, de la bolsa de valores que, aun cuando nadie pueda probarlo, debió ser fraudulenta porque “el dedo de Dios lo escribió”.
La revolución no en un sentido laico, sino en un profundo sentido carismático que admiraría san Pablo. Y, así, queda del laicismo tan sólo lo anticlerical y lo jacobino del siglo XIX.
Pero se puede ser profundamente anticlerical y jacobino, aun sin ser laico. El laicismo exige desterrar no a una iglesia ni a una pandilla de polkos, sino a toda formulación antidemocrátrica a nombre de entidades o de bienes superiores.
Por el contrario, la necesidad del anticlericalismo existe inclusive en las iglesias, al menos en la católica que es a la que pertenezco y de la cual puedo dar testimonio. El peso de las cúpulas clericales estorba cada vez más a los creyentes. No es éste nuestro tema pero mucho tendría que decir yo al respecto en otra ocasión, porque gay entre izquierdas y derechas homófobas, católico en un partido comunista y comunista en una iglesia católica, conozco en carne propia lo que significa la lucha por la democracia que el laicismo supone, aun en las iglesias y aun en los partidos.
Pienso en Miguel Servet perseguido tanto por un clero como por el otro, por el de la Gran Prostituta del Vaticano y por el del modernizador Calvino, y quemado públicamente por los inquisidores de este último. Tal vez la mirada de Servet, al pie de la hoguera, haya sido antecedente de la de Vsevolod Meyerhold,
Como sea, el Estado nunca debe ser convocado por la fe. Ni a la manera del beligerante integrismo cristiano del ex presidente Bush ni del integrismo islámico de los ayatolas, como tampoco del discurso carismático de Fidel y de sus nuevas caricaturas. El clericalismo, no importa a qué iglesia se refiera, siempre será el gran enemigo de la libertad. Es otra manera de llamar al culto a la personalidad.
El clericalismo, no importa a qué iglesia se refiera, siempre será el gran enemigo de la libertad. Es otra manera de llamar al culto a la personalidad.
Tras la caída del Muro de Berlín y la apertura de archivos y memorias, en México, el debate que en el Partido Comunista llegó a su XIX Congreso fue sobre la democracia, y justamente sobre la manera de garantizarla en una forma de Estado que ofrecer a la sociedad. Ahí se decidió abandonar la fórmula antidemocrática de “dictadura del proletariado” para sustituirla por algo aún amorfo y balbuciente como “poder obrero democrático”, que quería recordar la “hegemonía” gramsciana sin parecer “burgués”.
No era sólo el PCM sino todas las izquierdas mexicanas las que se encontraban en ese debate. Pero el pragmatismo electorero llegó para transformar la democracia honestamente buscada tan sólo en arma demagógica, tal como ha sido siempre en un priismo que sabe ganar elecciones a como dé lugar. Y del debate sobre el Estado y su esencia democrática pasamos a la grilla para ganar curules aunque el fin justificara los medios. Nos volvimos neopriistas.
Pero ya es indispensable volver al debate sobre el Estado y regresar a uno de los puntos centrales de la socialdemocracia. En primer lugar en el orden de los factores para la consecución de la justicia social. Como condición sine qua non Marx plantea la abolición de la propiedad privada sobre los medios de producción, aun cuando ve la propiedad como colectiva y no estatal, porque el Estado patrón lo inventó la Unión Soviética y tan sólo lo copió el PRI.
Hoy creo sinceramente que en primer lugar debe estar la democracia. La democracia efectiva, en el terreno político y en toda la vida social. La democracia como garantía de que no haya “aboliciones” violentas, por más justas que sean, que acaben por volverse dictaduras, ni Estados guiados por líderes carismáticos y sostenidos en la mano alzada de sus fanáticos. Ahora más que nunca es preciso reivindicar la democracia como un punto de partida y una garantía sine qua non para las luchas de la izquierda.
En la democracia no debe de haber carisma sino leyes. No visitas al oráculo para conocer lo mejor que puede ocurrir a la nación, sino respeto a las propias reglas fijadas en una lucha para encontrar mayorías, con presencia real de minorías y posibilidades de alternancia entre unas y otras. Lo demás, por carismático, auténticamente popular y santo que nos parezca es autoritarismo, y va en camino de volverse dictadura.
Sin embargo, nuestra cultura como hacedores de cultura es religiosa aun a pesar nuestro, y es tiempo de cambiar las rutas. No sólo se trata de la corrupción priista que provoca el Ogro Filantrópico, sino el fanatismo de los biempensantes. Si, como en su momento Stalin, Mao y Pol Pot, hoy otra vez Castro, el Sup Marcos o el Peje nos exigen al servicio de las masas comulgar con ruedas de molino, y la metáfora busca ser sacramental, no debemos sentir que la democracia es tan sólo un privilegio de pequeñoburgueses que debe ser sacrificado en el fanum de la justicia social, ni pedir religiosamente perdón por ser democráticos antes de que el pueblo haya comido lo suficiente.
Ya es el momento de salir de una trampa que viene del siglo XIX. Es todo lo contrario: sin democracia no sabemos si habrá comida pero ya sabemos que seguramente habrá injusticia en un Estado autoritario. La democracia no es privilegio de una clase sino garantía de justicia, y muy especialmente para los más desprotegidos.
La imagen del Estado no debe ser para las culturas de la izquierda la de Iván el Terrible. No puede ser el líder que reparte los dones del Espíritu entre la gente de verdad. Tampoco volver a la imagen priista del Ogro Filantrópico, que brillantemente caracterizara Paz. La cultura de las izquierdas debe recuperar la democracia perdida tras el brillo de los ojos y las gesticulaciones de los tiranos, porque, sin ella, el viaje ya sea al fascismo ya sea al socialismo o ya sea a la colina del Vaticano, conlleva al dictador que nos obliga a olvidar, hasta el día de hoy, a un innovador como Meyerhold, mientras continúa el prestigio, el seguimiento y la canonización de alguien menos conflictivo como Stanislavski.
El punto de partida de la nueva sociedad socialista no debe ser la abolición violenta de la propiedad de los medios de producción. El punto de partida debe ser la instauración de la democracia. La democracia en todos los ámbitos, en lo público y en lo privado, para desde ella partir no hacia el engrosamiento del Estado patrón sino hacia las reformas que hagan posibles nuevas formas de propiedad colectiva.
Hablamos de sueños, pero los sueños son el espacio del artista. Y, como sea, prefiero soñar en los posibles caminos del socialismo en un país democrático que en la mirada de Vsevolod Meyerhold frente a la cámara fotográfica del esbirro de alguna NKVD resucitada. ®
Jaime Romero
Acertado artículo, palabras precisas en el momento histórico preciso. La democracia verdadera es el reto. Y el gran reto de la verdadera democracia social, ya lo dijo Herman Broch en 1940, es una democracia social sustentada en un plan económico sólido, con números claros que logren la anhelada justicia social que no han aportado las «leyes» del mercado de los regímenes de derecha ni las tiranías de la izquierda mistificadas en ídolos y regímenes intocables. La falta histórica de estos planes y números claros en el plan democrático social de las izquierdas ha dado lugar precisamente al misticismo, mesianismo, etc., que tan bien se señalan en el artículo. Se tiene el ¿Qué? y el ¿Para qué?, pero ha faltado el ¿Cómo?, que es entonces sustituido por el «Quien», creando un paliativo para las masas pero en el fondo también un gigantesco vacío.
Una nueva planeación económica sensible y realista que se renueve constantemente es donde la lucha por la democracia social debe ser ganada, la izquierda sólo puede aspirar a tener éxito cuando las teorías de libertad y justicia sean empatadas con su aplicación en el terreno económico con planes bien estructurados. Y eso no es imposible, pero aún no lo tenemos. Urge avanzar en ese sentido para contrarrestar los «planes económicos» actuales que nos tienen en el lugar que ya sabemos y sufrimos.