Argudín permanece igual a sí mismo. ¿Acaso nada hay susceptible de hacerlo cambiar de rumbo narrativo o de valores estilísticos? El andamiaje de su lenguaje está ya sólidamente armado en repertorios iconográficos y en panoplias simbólicas que han ido ensamblando una manera que no podría pertenecer a otro autor.
No podía ser más atinado el escritor Andrés de Luna al expresar en algún testimonio su asombro ante la formidable energía creativa, la voracidad de imágenes con que Luis Argudín ha alimentado su pintura, un pantagruelismo que no mengua con la edad ni con los factores de desaceleración que ésta suele acarrear. Más de treinta años ya de dedicarse al caballete y a la reflexión estética, y no sólo el talento que se abona y se cultiva, sino el mismo fervor, el mismo tesón y la honda necesidad que hacen a los artistas ¿de excepción? ¿exclusivos? Para no emplear el mote de “verdadero artista”, que arrastra connotaciones anacrónicas, habría que dar con un adjetivo que identificara a aquellos creadores absolutamente convencidos de su vocación y que no permiten que ésta se extravíe en el camino de la desidia, del oportunismo y de la pereza: el artista monomaniaco.
Hoy, como ayer, Argudín permanece igual a sí mismo. ¿Acaso nada hay susceptible de hacerlo cambiar de rumbo narrativo o de valores estilísticos? El andamiaje de su lenguaje está ya sólidamente armado en repertorios iconográficos y en panoplias simbólicas que han ido ensamblando una manera que no podría pertenecer a otro autor. Una exposición de Argudín equivale siempre a una suma, un epítome de la extensa y constante producción de cuadros con que ha certificado su rango en la escena de la plástica contemporánea. Hace unos meses lo invité a un proyecto de talavera, promovido por la fábrica Uriarte en Puebla: confieso que apenas me sorprendió la gula jubilosa con que se abalanzó sobre tibores y lebrillos ―las artes decorativas de vieja cepa no encontrarían sino afinidades con el interés que ha volcado él en la pintura barroca, los tapices flamencos y el exotismo propagado por el tráfico mercantil en Oriente. La lógica de Argudín articula el amor al canon del retrato y la naturaleza muerta, y la postura de pintor clásico: no sólo por su apego a la figuración o a argumentos de la historia del arte y la iconografía sacra, sino por la apetencia de lo bello y lo armónico, los esparcimientos del ars amatoria y el desnudo femenino concebido cual un paisaje. Sus recursos: la luz dramáticamente proyectada sobre los cuerpos, la disposición teatral de los elementos y la presencia numinosa de los objetos, sean éstos una anatomía sibarítica o vulgares colillas de cigarro. Felizmente, logró trasladar a la complejidad técnica de la talavera la molicie de la carne, las volutas del vicio, el dejo de fábula peculiar de la ornamentación churrigueresca.
Un motivo singular se perfila en su producción reciente, que lleva cierto tiempo incubando a modo de accesorio en composiciones pasadas (Cortina Sert, 2008), y que salió a flote como propuesta autónoma en el trabajo de la cerámica. La serie actual responde al título de Afinidades electivas y rinde tributo a la novela homónima (1809) de Goethe, la cual pone en telón de juicio la institución del matrimonio: cuatro personajes encerrados en una mansión que ven aflojarse sus mutuos juramentos de fidelidad, bajo aquella atracción que en el amor y en las leyes de la naturaleza no obedece sino a imperativas fuerzas irracionales. Este elemento gráfico es el humo, que apareció en la exposición Cortinas y humo (Seminario de Cultura Mexicana, 2008) pero sin pasar de pormenor autobiográfico (Luis fuma puros, su esposa Ana cigarros) y de menudencia del bodegón. Así explicó en el catálogo su intrusión: “¿Y el humo?… en los cines de antes, en todas partes; hoy, en sitios cada vez más restringidos. Pero el humo, hoy tan vilipendiado, ha sido siempre un símbolo de lo inaprensible, de lo fugaz, de lo pasajero, pero también de todo aquello que no podemos ver ni atrapar pero que justifica lo tangible. El chamán de los indios americanos fumaba tabaco para construir las cortinas que sostienen al otro mundo. El humo es también una cortina que vela y devela la magia del otro lado. Como la pintura”. El humo se integra ahora a un compendio de detalles ornamentales que fungen como agentes de concatenación y equilibrio en la escenografía silenciosa de modelos desnudos. Fastidioso resultaría enumerarlos todos, limitémonos a destacar los que pergeña dentro y fuera de su taller y que, como aquella vil manguera naranja que conecta estupendamente las figuras de algunos cuadros recientes, concurren a la red de sentidos y adornos que organiza el aparato visual de sus lienzos (“las formas se relacionan como las estrellas en el cielo, en un juego de relaciones o constelaciones”, observa él): bustos de yeso, tapices estampados y telas rayadas, botellas de cerveza, tequila y anís, garzas y otras aves disecadas, ventiladores eléctricos, escaleras de metal, cráneos sobre balanzas, y con ellos máscaras de los cuatro colores básicos de la gama prehispánica (rojo, amarillo, blanco y negro) y una enredadera cortada de la barda de su jardín, que añade el toque cromático complementario e introduce un coeficiente más de fluidez en el ritmo de la imagen.
El factor ornamental es protagónico en la obra de Argudín. No sólo delata una obsesión por cuanto ha significado el objeto en la historia del gusto occidental y en nuestros códigos de representación, sino preconiza un pacto estético fincado en el fuero interno de la creación pictórica y en el acto civilizador que determinan sus prácticas, así sean antagónicas. En las escenas acuáticas que remedan los argumentos bíblicos de gobelinos del siglo XVII; en los panoramas en grisalla y con planos contrastados del Valle de México, que se extiende al pie de las ventanas de su casa; en las orillas de los lienzos en que limpia los pinceles para elaborar transiciones abstractas; en las black boxes de pequeños autorretratos que remiten a la retención de información de la caja cerebral; en las escultopinturas donde embarra el óleo que sobra para moldear macizos acercamientos a la materia, como los que afeccionaba Frank Auerbach; en las charolas de cantina intervenidas con reminiscencias de maestros holandeses; en los ecos cubistas de sus fondos geométricos, que pinta sobre rojo, a la vieja usanza veneciana, para favorecer los medios tonos y los chispazos de luz… en todos esos artificios se pulsa el métier de Luis Argudín, y palpitan un deseo y una emoción que honran la facultad anímica del pintor. Dar movimiento, calor y vida a la imagen es la insaciable aspiración de Argudín al conocimiento, la posesión y el disfrute de la pintura. Así define él su proyecto “anti-modernista o post-modernista”, ante la generalización de un arte “post-pictórico”, gobernado por conceptos y cuya recepción acata por ende criterios ideológicos: “Mi intención es ceder a la tentación de la decoración, llenar el espacio. ¿Con qué? Pues con pintura. Quiero recuperar la conciencia de que la pintura es decoración, esto es, el uso consciente de los espacios visuales en la obra pictórica. El modernismo y todo lo que viene posteriormente es una infección, es arte ideológico. Yo quiero pintar más allá de las ideologías: pintar con lo que hay enfrente lo que hay enfrente, decidir con criterios puramente pictóricos y del manejo del espacio, y no conforme a las ideas”. ®
—Mayo de 2012
Norma Patiño
Gracias por la corrección.
Rogelio Villarreal
Gracias, Norma, ya se corrigió. Perdona por ese error involuntario.
Norma Patiño
Les comento que el retrato del pintor Luis Argudín que aparece en este espacio es de mi autoría, quisiera que corrigieran el error en cuanto les sea posible. Saludos
Norma Patiño
(firmo como Norma Patiño)