De niños le decíamos India. Tenía el pelo chino. Era como un personaje extraído de las novelas semanales que leía mi madre a un lado del lavadero.
La ha vuelto a ver, después de no sé cuántos años la encontré en casa de la Ana, la esposa del Motor. Quisiera describir cómo es la casa de la Ana, retratarla con palabras, exponer por ejemplo que está en la falda del cerro, allí donde bailábamos trompos, tronábamos canicas.
La miré y se me vinieron un montón de recuerdos. Dentro de la casa de la Ana, que está hecha de láminas de cartón, trabes de madera, puerta de madera, camas de madera, un tejabán de madera. Desde que la miré por primera vez, cuando niño, hasta hoy, la casa es la misma.
La India bajaba del cerro con su pelo chino, y nos ganaba a las canicas, a los trompos, se peleaba con su hermano el Cuate y el Pit como si fuera hombre ella también. Por cierto que el Pit murió hace un par de años, me cuenta la Ana, y fue de neumonía, porque no se atendió un resfriado, según le dijo el doctor.
Bajaba vuelta loca, con su silbido de pájaro alebrestado. Nos sorprendía siempre porque del bolsillo de su pantalón sacaba hasta lo que no. Un día sacó un pedazo de hígado, Se lo robé al Cano el matancero —nos dijo—, cuando se descuide la Ana lo vamos a guisar con ajos.
Han pasado por lo menos treinta años de eso, o treinta y cinco, no es fácil calcular, pero lo intuyo por la ausencia de sus dientes, por la escasez de su pelo, por la desaparición de su cintura, y aunque su mirada permanezca infantil, el sonido de su voz manifiesta derrota.
El caso es que la volví a ver. Sonrió y supe de su inocencia perenne, la malicia lejos de su ejercicio cotidiano, la India no puede, porque sólo es inercia, resistencia, entonces dentro de la casa de la Ana, sobre un par de sillas de madera, me contó que es abuela, que está separada de su marido, que su nieta es lo mejor de la vida, que no es adicta al cristal pero que lo fuma de vez en cuanto.
Nos reuníamos, ya adolescentes, detrás de la casa del Ronco, esperábamos la hora en que la India, como religión, bajara a los lavaderos viejos, era necesario llevar agua a su casa, en una cubeta desde sus manos. Nos acomedíamos a ayudarle, porque los años también le cayeron encima y ya para tornearle el cuerpo y hacerle más brilloso su pelo. Su modo de hablar era pausado. Marcaba las sílabas y los ojos parecían salirse de sus cuencas nomás de tanta emoción que le significaba lo que según nos platicaba que veía de noche en la falda del cerro. Entiendo ahora que era su manera de agradecernos la compañía. Nosotros a su lado para verla de cerca, para olerla y después en el vado del río, arriba del cerro, cerrar los ojos e imaginarla sin límites. La India: exquisitez en nuestra mano mientras la mente para desnudarla.
El caso es que la volví a ver. Sonrió y supe de su inocencia perenne, la malicia lejos de su ejercicio cotidiano, la India no puede, porque sólo es inercia, resistencia, entonces dentro de la casa de la Ana, sobre un par de sillas de madera, me contó que es abuela, que está separada de su marido, que su nieta es lo mejor de la vida, que no es adicta al cristal pero que lo fuma de vez en cuanto.
Tomamos café, fumamos cigarros sin filtro, miramos desde allí la transformación del vado del río, y luego dijo la Ana que ya viene la cuaresma y entonces ya tiene lista la olla de barro para llenarla de capirotada, cocinarle a los fariseos, rezar dentro de la enramada.
En los silencios dijimos más historias de las que contamos con palabras. La India parecía celebrar con la mirada el reencuentro, porque aunque somos casi contemporáneos, desde siempre en su bondad se vistió de madre adoptiva y no arrulló a muchos de los morros del barrio, a algunos de ellos con caricias, en otros con solidaridad del lavadero y sus camisas.
He vuelto a ver a la India (hoy sé que se llama Remigia), en sus pies se describe la formación, lo que ahora es: un par de sandalias y la piel expuesta al viento, al sol. ®