¿Cómo hablar del amor, el odio y otros sentimientos sin gastar, tergiversar y retorcer estas palabras que tan cortas se quedan para sensaciones tan intensas? ¿Acaso podemos hacerlo sin sucumbir a las citas de los clásicos, sin expropiar párrafos de los viejos filósofos, sin aturdir al lector con nuestras lecturas antiguas y posmodernas?
Intentaré desgranar algunas ideas —peregrinas y no tanto— sobre estos estados de ánimo, centrándome ante todo en el amor. Lo hago por amor al arte y de mil amores. Puede, incluso, que por amor propio.
Amor de crucigrama, ramo florido del scrabble
Uno de los principales defectos humanos es querer verbalizar todo lo que sentimos o se nos pasa por la cabeza. Cada idioma tiene su propia máquina semántica, su artefacto gramatical. En el que nos ocupa y preocupa, el castellano, amor se construye con cuatro letras que dan lugar a abundantes combinaciones. Amor es Roma al revés, se convierte en el ramo de flores que nos regalamos los enamorados en la mercantilizada fecha del 14 de febrero e incluso conforma el nombre de una planta herbácea de la familia de las labiadas, el maro. Omar es, además, un bello nombre de origen arábigo y longevo.
He aquí entonces una utilidad de la palabra “amor”: jugar al scrabble y rellenar crucigramas. ¿Es útil la palabra, realmente todos pensamos que amor responde al sentimiento que pretende expresar, o necesita adjetivos? ¿Es el amor un vicio que, como la crueldad, no requiere ningún motivo para ser practicado, sólo la oportunidad? Veamos.
Remedios para los amores, de Ovidio
Si vences la ociosidad romperás el arco de Cupido, y blanco de tu desprecio, caerán por el suelo sus antorchas apagadas. Como el plátano ama las vides, el álamo las aguas y las cañas del pantano las tierras cenagosas, así Venus se complace en la ociosidad. ¿Quieres ahuyentar al amor? El amor odia al trabajo; ocupa las horas, y tu salud quedará asegurada. La indolencia y el sueño no interrumpido durante largas horas, el juego de los dados y el exceso en el beber que trastorna la cabeza, sin producir hondas llagas, quebrantan las energías del ánimo, que falto de prevención se rinde a las asechanzas amorosas. Cupido es el compañero de los holgazanes y odia a los que trabajan. Da a tu ociosidad cualquier ocupación que la entretenga; dedícate al foro, a las leyes o a defender a los amigos; frecuenta los sitios en que los candidatos se disputan las dignidades urbanas, o vuela a conquistar los laureles del sanguinario Marte, que tanto honran a la juventud, y la voluptuosidad te volverá pronto las espaldas.
El poeta latino Ovidio lo tenía claro: para el amor se necesita tiempo. Los romanos distinguían bien el ocio del negocio, aunque mezclaran ambos en sus actividades lúdicas más bárbaras —cada día tengo más claro que los bárbaros fueron ellos, que estancaron la vida cultural de la humanidad durante dos milenios. En el circo, las termas y las casas donde se practicaba el lenocinio florecía el amor. La vida en aquellos años era horrible si la comparamos con los estándares actuales pero la búsqueda del sujeto —si era ciudadano u hombre libre— o del objeto —mujeres y esclavos, tratados como cosas, no lo olvidemos— de deseo ocupaba buena parte del tiempo de la población. Quizás ahora se extrañarían aquellos coetáneos de Julio César de nuestro atolondrado ritmo de vida, donde pasamos ocho o más horas trabajando y, al llegar a casa, nos dejamos narcotizar por la televisión o por facebook. La vida de los antiguos romanos se hacía en la calle, en donde se piropeaba a todo lo que se moviese y fuese objeto de placer, tanto daba que fueran menores de dieciséis con la toga praetexta como viejas alcahuetas.
“El amor se nos introduce en el alma por la costumbre, y por la costumbre llega a olvidarse. El que tenga brío y se imagine libre, acabará siéndolo realmente”, cree Ovidio en su leidísima Los remedios del amor, o al menos eso reza en la versión edulcorada de esa obra que nos llegó tras siglos de censores puritanos y ultras religiosos. En este tratado donde se incita al acoso y derribo del objeto de deseo —incluso a la violación si nos ponemos estrictos—, el amor romántico que conocimos luego los occidentales no aparece por ningún lado: Ovidio predica lo mismo que Horacio, el “carpe diem”.
Goza sin descanso de tu amada, sin que nadie te lo prohíba; dedícale tus noches y tus días; apura el placer hasta la saciedad, y ésta se encargará de la curación de tus males; permanece junto a ella aunque puedas vivir sin tenerla delante, y así que te hayas hartado de placeres, y los excesos te produzcan hastío, ya no te agradará pisar los umbrales de su casa aborrecida. El amor perdura largo tiempo alimentado por los celos; si quieres ahogarlo en tu pecho, ahoga la desconfianza,
pregona el poeta. Ovidio tampoco aboga por la farsa platónica del amor: lo que se desea se ama y lo que se ama se quiere poseer. Tendría que venir en el siglo XVII Spinoza a concretar que no deseamos una cosa porque la consideramos buena, sino que la consideramos buena porque la deseamos. El filósofo holandés, que negaba el libre albedrío, era un pesimista —la pasión es caries para los huesos— mientras que Ovidio, al igual que muchos poetas de su época, era un hedonista, un optimista desenfrenado.
Que tu pasión efímera se desvanezca como nube en los aires, y se aplaque por grados sin esfuerzo. Es un crimen aborrecer hoy a la que amabas ayer: tan rápidas mudanzas sólo convienen a caracteres violentos y atroces; basta que no te preocupes de ella: el que trueca el amor en odio, o ama o siente el fin de sus males. Espectáculo torpe el de dos amantes ayer unidos tiernamente, que se aborrecen de pronto como dos irreconciliables enemigos,
aconseja el poeta romano, que en ciertos párrafos parece más racional, o al menos tener más sentido común, que el racionalista y un tanto amargado Spinoza.
“Las riquezas alientan el desenfreno de la lujuria. ¿Por qué ninguno sedujo a Hécale y ninguna a Iro? Porque éste era indigente y aquélla pobre. La pobreza no tiene con qué alimentar el amor; sin embargo, no es suficiente razón para que la desees”. Es uno de los múltiples consejos que escribió luego de su exitosa “El arte del amor”, manual para enamorados cuyas lecciones perduraron hasta más allá de la Edad Media entre los europeos. Mas la mal nombrada —porque no lo fue— Edad Oscura dejó paso a la Ilustración y entre los hijos de las Luces, y no siempre a favor, estuvo el Marqués de Sade, Donatien Alphonse François. Su concepto del amor dista mucho de lo que los biempensantes siquiera se atreverían a imaginar.
Amor brutal y sin límites de Sade
Nunca escuche a su corazón; es el guía más falso que hayamos recibido de la naturaleza; ciérrelo con gran cuidado a los lamentos falaces del infortunio; más vale negarle a aquel que verdaderamente necesita, que correr el riesgo de darle algo a un perverso, a un intrigante o a un arribista: lo primero ocasiona muy leves consecuencias, lo segundo el más grave inconveniente,
dice Dolmancé, uno de los personajes de Filosofía en el tocador, del Divino Marqués (para Rimbaud y Breton) o el “mayor apologeta del crimen” (para Georges Bataille).
Para el polémico autor francés lo dionisíaco —la búsqueda del placer por el placer— tenía que ser perseguido a cualquier precio, pues según él la misma naturaleza nos conmina a ello o poco le importa a la naturaleza lo que hagamos con nuestro cuerpo y el de nuestros semejantes. El hedonismo que aconseja Dolmancé a su discípula Eugenia es hoy practicado sin rubor y los mismos que entonces lo condenaban —Papa y popes religiosos de cualquier secta— lo siguen haciendo:
Vive muy engañada la mujer a la que nudos tan absurdos como los del himeneo impiden entregarse a sus inclinaciones, que teme bien el embarazo, bien los ultrajes de su esposo, o la mancilla, más vana aún, de su reputación. Acabas de verlo, Eugenia, sí, acabas de sentir cuán engañada está, cómo inmola vilmente a los más ridículos prejuicios tanto su felicidad como todas las delicias de la vida. ¡Ah! ¡Que joda, que joda impunemente! Un poco de falsa gloria, algunas frívolas esperanzas religiosas, ¿podrán compensarla de tales sacrificios? No, no, tanto la virtud como el vicio se confunden en la tumba. Al cabo de algunos años, ¿exalta el público más a unos de lo que condena a otros? ¡No, una vez más, no, y no! Y la desgraciada que haya vivido sin placer, expira, ¡ay!, sin compensación.
Es un carpe diem extremista: Sade exhorta a apurar el cáliz de la lujuria y sorber la copa del placer en el momento y sin arrepentimiento. Incluso si hay que ejercer la crueldad:
La crueldad está en la naturaleza; todos nosotros nacemos con una dosis de crueldad que sólo la educación modifica; pero la educación no está en la naturaleza, perjudica a los efectos sagrados de la naturaleza tanto como el cultivo perjudica a los árboles.
Para Sade tampoco hay amor platónico que valga. El amor carnal sirve incluso como consuelo: “La naturaleza y los torrentes de placeres con que os colma, os compensan pronto de los pequeños dolores que los preceden”. Es curioso observar cómo la mayoría de los críticos con el Marqués de Sade señalan que todas sus teorías escritas, por cierto en libros de ficción, se basan en sofismas (argumento no válido pues las razones que lo soportan no están relacionadas con el tema tratado, aunque pudiera parecerlo), mientras que es difícil que se pronuncien sobre tantas argumentaciones, sobre todo morales, dadas por “autoridades” cuyo razonamiento es estrictamente religioso, y por ende, un total sofisma incomprobable. En varios de los razonamientos que hace en esta obra erótica Sade justifica y aprueba la masturbación y los métodos anticonceptivos, algo que sólo hoy ponen en solfa los mismos talibanes de la religión de siempre. También ensalza la sodomía, práctica sexual hetero y homosexual que ahora en el siglo XXI sólo se persigue en regímenes teocráticos y pseudodemocracias donde alguna religión impone todavía su autoridad moral y sus principios acientíficos. Por eso Sade, que podría ser muy libertino y obsceno, pero de tonto no tenía un pelo, previene:
Condenados a vivir con personas que tienen el mayor interés en ocultarse a nuestros ojos, en disfrazar sus vicios que tienen para no ofrecernos más que las virtudes que nunca veneraron, correríamos el mayor peligro si mostrásemos únicamente franqueza; porque, entonces, es evidente que les concederíamos sobre nosotros todas las ventajas que ellos nos niegan, y el engaño sería manifiesto. El disimulo y la hipocresía son necesidades que la sociedad nos ha impuesto: cedamos ante ella.
Entonces, amor carnal cuanto queramos, pregona el Marqués, pero sin que lo sepan los hipócritas de los que debemos protegernos y que nos perseguirían si nuestro objeto de deseo se alejase de lo que la sociedad considera “normal”.
Más que un loco, un adelantado a su tiempo
¡Me habláis de los lazos del amor, Eugenia! ¿Habéis podido conocerlos alguna vez? ¡Ah, que semejante sentimiento no se acerque jamás a vuestro corazón, por el bien que os deseo! ¿Qué es el amor? A mi entender, sólo puede considerarse como el efecto resultante de las cualidades de un objeto hermoso sobre nosotros; tales efectos nos transportan, nos inflaman; si poseemos ese objeto, ya estamos contentos; si nos es imposible conseguirlo, nos desesperamos. Pero ¿cuál es la base de ese sentimiento?… el deseo. ¿Cuáles son las secuelas de ese sentimiento?… la locura. Atengámonos, pues, al motivo, y librémonos de los efectos. El motivo es poseer el objeto; pues bien, tratemos de triunfar, pero con prudencia; gocémoslo en cuanto lo tengamos; consolémonos en caso contrario: otros mil objetos semejantes, y con frecuencia mejores, nos consolarán de la pérdida de ése; todos los hombres, todas las mujeres, se parecen: no hay amor que resista los efectos de una reflexión sana,
explica Sade en boca de Dolmancé. El amor, para aquella mente ilustrada —su vida, al ser rentista y no necesitar trabajar, se redujo a leer y escribir e intentar practicar sus teorías sobre la lujuria— no era racional. Ni conveniente. Por ello, fue un adelantado del amor libre de los hippies de los sesenta del siglo XX. Seguro que alguno de ellos siguió al punto las indicaciones del Divino Marqués —incluso la de las flores— contenidas en este párrafo:
¡Oh jóvenes voluptuosas, entregadnos por tanto vuestros cuerpos cuanto podáis! Follad, divertíos: eso es lo esencial; pero huid con cuidado del amor. Lo único bueno que tiene es la parte física, decía el naturalista Buffon, y no sólo sobre este punto razonaba como buen filósofo. Lo repito, divertíos; pero no améis; no os preocupéis más por ser amadas: lo necesario no es extenuarse en lamentaciones, en suspiros, en miradas, en billetes de dulce amor, sino follar, multiplicar y cambiar a menudo de jodedores, oponerse fuertemente sobre todo a que uno solo quiera cautivaros, porque la meta de este constante amor sería, atándoos a él, impediros que os entreguéis a otro, egoísmo cruel que pronto se volvería fatal para vuestros placeres. Las mujeres no están hechas para un solo hombre: la naturaleza las ha creado para todos. Escuchando sólo esta sagrada voz, que se entreguen indiferentemente a cuantos quieran algo de ellas. Siempre putas, nunca amantes, repudiando el amor, adorando el placer, sólo rosas encontrarán en la carrera de la vida; sólo flores será lo que nos prodiguéis.
Curiosamente, o no tanto, a Sade le están dando la razón las últimas investigaciones científicas sobre la sexualidad humana. Si ustedes se molestan en leer En el principio fue el sexo [2012], de los investigadores Cacilda Jethá y Christopher Ryan, convendrán conmigo en que la monogamia que nos vendieron religiosos y políticos está lejos de la naturaleza humana. Va a resultar que buena parte de lo que decía Sade en boca de sus personajes ficticios era cierto y que el amor, además de estar totalmente mercantilizado —san Valentín— es, más que un sentimiento positivo, una especie de egoísmo que, llevado al extremo, tan sólo trae perjuicios. Y dejo fuera de esta tesis —uno también tiene un corazoncito— los amores más sagrados: el amor m/paternal, el amor filial y el amor fraternal. ®
Jorge Rueda
Ilustrativo el contrapunto entre Sade, Ovidio y nuestras “novísimas” percepciones. Actualiza su lectura y replantea algunos de sus más caros argumentos.
Pascal Bruckner tendría algo que aportar a todas estas Paradojas del amor [México: Tusquets Editores, 2011].