La novela es, al mismo tiempo, muestra inequívoca del cambio generacional y una crudeza sin filtros. En el marco de la obra se desnuda la vida under de los países latinos, mientras tanto, para su autor, representa un punto sin retorno.
Hay libros que te destruyen. Es romántico hablar de ellos, a veces hasta adictivo. Pero qué hay de los que no sólo te regresan las ganas de vivir, sino que te inyectan una energía seductora y peligrosa, como pólvora en las venas.
¡Que viva la música! (Alfaguara, 2012) es una novela con esas características. Cachonda desde la portada; sabrosa desde sus primeras líneas; atrabancada en cada paso que revive la Colombia de los sesenta. Y todo es culpa de su protagonista María del Carmen Huerta: la Mona, la Siempreviva.
La personalidad y el carácter que su autor, Andrés Caicedo (1951–1977), imprime en este monólogo femenino borran la idea de “un personaje de novela” y hacen que la joven caleña se sienta viva y real.
Esta jovialidad arranca con las primeras palabras de la Mona al dejarnos saber que es tan rubia que se considera “rubísima” y se mantiene palpable en una narración que todo el tiempo respira y tiene cambios de ritmo, a veces inesperados.
Por un lado, tenemos los pensamientos de la colombiana, que reflejan su vida de alcurnia en Cali. Pensamientos que dejan entrever costumbres familiares que considera “malas”, su distante relación con la servidumbre de la casa o la amistad que tiene con Mariángela y Ricardito.
Hasta este punto es una amante del rock. The Rolling Stones, Eric Burdon y The Beatles son quizá las principales referencias que aparecen en varios pasajes y listas.
Pero esto contrasta con la vida alocada que descubre una noche de fiesta (la del Flaco Flores). Cuando la Mona conoce la rumba se transforma. A partir de aquí vemos cómo experimenta con ácidos y pasa doce horas seguidas escuchando música o se mete varios pases de cocaína para andar en la locura un fin de semana completo.
Podríamos decir que la novela baila con el lenguaje caótico y, por supuesto, con la Mona. Aquí, cabe decirlo, sus ritmos cambian, dejamos el rock por tonos más cadenciosos, como Bobby Cruz o Ray Ruiz y su “sonido endemoniado”, Willi Colón y La Conspiración, entre otros.
Es fácil sentir intriga y atracción por ella y su nuevo ritmo de vida. Hay una coherencia rebelde en sus acciones. Es decir, esta chica proviene del Bolívar, un colegio de arraigado prestigio, y se arroja al baile, el alcohol y las drogas poco antes de ingresar a la universidad.
No digo que sea la vida deseada, pero sí una fantasía recurrente. En este momento quiero renunciar a mi trabajo, ir a cualquier barrio peligroso y estar tan cerquita de la muerte que me dé un gusto tremendo estar vivo. Bailar. Agitar la cabeza hasta marearme y ensayar pasos salvajes.
La novela es, al mismo tiempo, muestra inequívoca del cambio generacional y una crudeza sin filtros. En el marco de la obra se desnuda la vida under de los países latinos, mientras tanto, para su autor, representa un punto sin retorno. No sólo por su escritura, sino porque el mismo día que se publicó el primer ejemplar de ¡Que viva la música!, el 4 de marzo de 1977, Andrés Caicedo se suicidó al ingerir sesenta pastillas de secobarbital. ®