El director de Año de casados habla acerca de cómo prevalecen percepciones y lugares comunes en torno al cine de terror, de la manera en que influyó la literatura de Amparo Dávila en la escritura del guion, y de la forma en que evitó caer en la nostalgia inventada y alimentada por las redes sociales para recrear la década de los noventa.

¿Qué tanto han cambiado, de manera sustancial, las conductas relacionadas con los roles de género, el matrimonio, las políticas del sexo y la convivencia familiar en los últimos treinta y cinco años? Esta pregunta la formula el director y guionista Pablo Camargo López en el cortometraje inscrito de cine fantástico Año de casados. Ubicado en 1991, el relato presenta un universo en el cual resulta habitual que una pareja de recién casados reciba de regalo una extraña y monstruosa criatura como mascota, cuya existencia depende de que cumplan al pie de la letra los estereotipos de un “buen matrimonio”.
A propósito de que el cortometraje producido por el Centro de Capacitación Cinematográfica continúa su gira por festivales, que lo ha llevado a Guadalajara, Guanajuato, Shorts México y próximamente a Morelia, compartimos la entrevista con el realizador, quien habló acerca de cómo prevalecen percepciones y lugares comunes en torno al cine de terror, de la manera en que influyó su encuentro con la literatura de Amparo Dávila en la escritura del guion, y de la forma en que evitó caer en la nostalgia inventada y alimentada por las redes sociales para recrear la década de los noventa.
—Quisiera comenzar hablando del cine fantástico, en particular del cine de terror. Resulta común, cuando se aborda el género, desde la crítica cinematográfica o el texto académico, que es descrito como un vehículo para hablar, a partir de la metáfora, acerca de preocupaciones y malestares sociales, en el caso del cortometraje, las exigencias asociadas a los roles de género. ¿Cuál es tu opinión acerca del cine de terror y cómo fue tu acercamiento a este para hacer Año de casados?
—Estoy de acuerdo con lo que mencionas acerca del género. Recientemente, leí una entrevista que le hicieron a Coralie Fargeat, la directora de La sustancia, y justamente decía que hay un aspecto que tiene el cine de terror: de antemano el espectador sabe que aquello que va a ver no es real, lo que le permite soltarse y entrar más fácilmente en la lógica de la película. Me parece muy interesante que, a diferencia del cine naturalista, en el que el espectador intenta con insistencia encontrar claves verosímiles, en el cine de género acepta un universo con sus propios códigos con los que puede decir: “Yo me identifico con algunos de estos” o “Tal vez no están tan lejos de mi entorno”.
La idea del cortometraje tuvo dos detonantes: durante el confinamiento por la pandemia mi mamá me confió que, a inicios de los años noventa, ella estuvo a punto de dejar a mi papá, poco tiempo después de que se habían casado. Un día, al volver del trabajo, se miró en el espejo y no se reconoció. La presión de convivir con la familia de mi papá era mucha; todo lo hacían juntos, todos los fines de semana se veían y mi mamá se estaba sintiendo asfixiada.
Año de casados fue pensada desde un inicio como película de terror. La empecé a trabajar en el taller de Ficción II dentro del Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC), el cual, durante mucho tiempo, se llamó Ejercicio de Expresión Personal. Generalmente, en ese taller los estudiantes hablan de guiones en torno a sus familias, y yo no fui la excepción [risas]. La idea del cortometraje tuvo dos detonantes: durante el confinamiento por la pandemia mi mamá me confió que, a inicios de los años noventa, ella estuvo a punto de dejar a mi papá, poco tiempo después de que se habían casado. Un día, al volver del trabajo, se miró en el espejo y no se reconoció. La presión de convivir con la familia de mi papá era mucha; todo lo hacían juntos, todos los fines de semana se veían y mi mamá se estaba sintiendo asfixiada. Decidió entonces hacer sus maletas, esperó a mi papá en la entrada de su casa y le pidió que la llevara con sus padres. Pero, al llegar con mis abuelos, ellos no estaban. Él la convenció de quedarse, y aunque siguieron juntos por 28 años más, las bases ya estaban sentadas; los problemas que surgieron en ese momento fueron los mismos que terminaron por separarlos hace poco tiempo. Es como si sólo hubieran postergado lo inevitable. En esa confesión vi que había una película de terror por hacer.

El otro detonante ocurrió una noche en casa de mi exnovio. Estábamos dormidos e inesperadamente irrumpieron familiares de él. La puerta se abrió de golpe, se activó la alarma, y fue uno de los momentos más angustiantes que recuerdo: me asusté, me metí en un clóset y le marqué a la patrulla. Sus familiares no habían avisado que llegarían de visita. Ahí surgió la premisa de la película: una familia que, como regalo de bodas, entrega a la pareja un monstruo que los educa y condiciona en los papeles arquetípicos de “buenos esposos”.
Sin embargo, trabajar en el taller con elementos del género fue complicado. Siento que cuando dices que vas a hacer una película de terror, la gente automáticamente empieza a crear una serie de expectativas, y desafortunadamente estamos tan invadidos y colonizados en nuestros gustos por el cine hollywoodense, que se espera una película con su estilo conocido. Aunque sí veo cine gringo de terror, mis referencias no provienen necesariamente de ahí. En el taller me cuestionaban mucho: “¿Por qué en el guion no hay un momento que asuste si dijiste que es de terror?” Y yo respondía: “Bueno, dije que es de terror, pero no significa que deba de tener un jump scare para que sea efectivo. El terror puede estar en otros lugares: en la atmósfera, en los silencios o en la opresión que sienten los personajes”.
Lo que tenía muy claro desde el inicio fue que había muchas escenas en torno a las convenciones y dinámicas matrimoniales con las que podía jugar por medio del género, hasta volverlas absurdas, como aquella en las que la pareja tiene relaciones sexuales y la mamá de él está en la cama observándolos y regañándolos por cómo lo hacen.
—En redes sociales, como Letterboxd, es cada vez más común encontrar una decepción generacional al ver cine de terror por parte de quienes escriben. La lógica parece ser: “Si la película no me provoca un sobresalto, no es buena”.
—¡Exacto! Al cine de terror se le deposita una exigencia que, supuestamente, debe cumplir. Siento que al final el susto que te puede causar una película es sólo un momento, una reacción muy pequeña, la cual no creo que alcance a construir una emoción ni una experiencia completa. Trabajar en Año de casados implicó batallar contra los prejuicios sobre el género, incluidos los propios que en algún momento tuve, y en ese proceso encontré un territorio de absoluta libertad creativa. Lo que tenía muy claro desde el inicio fue que había muchas escenas en torno a las convenciones y dinámicas matrimoniales con las que podía jugar por medio del género, hasta volverlas absurdas, como aquella en las que la pareja tiene relaciones sexuales y la mamá de él está en la cama observándolos y regañándolos por cómo lo hacen. Así fue tomando forma este cortometraje.
—Siguiendo la línea del comentario anterior, existe una tendencia en la cual el público se condiciona antes de ver una película, esperando tener una experiencia similar a la que decenas de personas tuvieron y compartieron en sus redes. Ha dejado de ser raro leer o escuchar comentarios como: “Listo para llorar en la sala” o “¿Y sí da miedo esta película que se acaba de estrenar?”, como si de tajo se quisiera ignorar que las reacciones y las sensaciones ante una película son profundamente individuales. Por ejemplo, el monstruo o escenas como las que mencionas, no necesariamente deberán de funcionar de la misma manera para todos los espectadores.
—Totalmente. En un principio iba a trabajar con Margarita Sanz, quien interpretaría a la mamá del protagonista. Días después de haberle compartido el guion, Margarita me mandó un correo hermoso en el que me decía: “Tienes una película muy importante aquí. Es una película muy poderosa, porque has capturado algo que todos hemos visto, y aunque tiene un rostro diferente para cada familia, todos sabemos que es lo mismo”. Se refería al patriarcado y la manera en la que estamos educados para perpetuarlo. Después de que leí eso, junto con Perseo Gálvez, el gran diseñador de producción de este cortometraje, y Lesly Bersabee, que es la genial diseñadora de vestuario, a quienes les agradezco enormemente, porque llevaron el proyecto al límite, nos hicimos la pregunta: “Tenemos el concepto de un monstruo que sirve como una metáfora, pero, ¿cómo lo construimos?” Una de nuestras referencias era La región salvaje, de Amat Escalante, a quien admiro mucho. Bueno, el monstruo que aparece en esa película fue mandado a hacer a Dinamarca, y obviamente nosotros no teníamos ni los recursos ni las posibilidades; al final de cuentas, es un proyecto estudiantil.

Nos daba miedo de que la atmósfera y la tensión que estábamos creando se nos viniera abajo si el monstruo no conseguía ser convincente y terminaba siendo risible. Al imaginar su rostro y su apariencia, una de mis primeras referencias, la cual le compartí a Perseo, fue Saturno devorando a su hijo, de Goya. Sin embargo, a medida que fuimos desarrollando su diseño nos dimos cuenta de que no era necesario mostrar sus rasgos. Nos empezó a gustar la idea de que fuera una sombra o una mancha amorfa. Con esa premisa en mente, fuimos trabajando. La propuesta se redondeó con la participación de Diana Becerril, bailarina de danza butoh, quien interpreta a la criatura. Además de trabajar con su cuerpo, Diana aportó su talento vocal, haciendo los sonidos que iban a sugerir las intenciones del monstruo, los cuales, posteriormente, enriquecieron los diseñadores sonoros Alejandro Díaz Sánchez y César González Cortés. En el estreno del cortometraje en el Festival de Cine de Guadalajara alguien nos preguntó: “¿La criatura es un animatronic? ¿Cuánto les costó?”, y no pude evitar reírme. Creo que al final nuestra apuesta funcionó.
—Ahora que acabas de mencionar la relación entre tu mamá y la familia paterna, pensé: “¡Claro, es exactamente lo que mi mamá me ha contado que le sucedió con la familia de mi papá!” En su respectiva confesión, se reflejaba esa presión por ser reconocida como “digna” de cumplir el rol de esposa. Sin embargo, mi papá no enfrentó ese problema, porque, como suele suceder, ese tema recae con mayor peso sobre las mujeres.
—Para mí, tocar ese tema fue de las partes más complicadas en la escritura del guion, porque siempre he sentido que la balanza de las expectativas sociales es desigual. Sin embargo, con mis actores, Ana Guzmán Quintero y Andrés Delgado, dijimos: “Hagamos una película en que a los dos les cueste vivir el primer año de matrimonio, porque las exigencias los afectan a ambos, aunque de formas distintas”. Al escribir este cortometraje descubrí, por ejemplo, que mi papá, sin justificar su postura, no estaba del todo convencido de casarse, pero no tuvo el valor de admitirlo. Hay un libro que leí y me inspiró llamado The Nineties, de Chuck Klosterman, ensayos que describen la manera en que diferentes manifestaciones de la cultura pop definieron la década de los noventa e influyeron en la sociedad contemporánea. En uno de ellos Klosterman señala cómo muchas películas culminaban en una boda, reflejando la ideología propia de la época por casarse y formar una familia. Desde nuestra perspectiva actual, podemos deconstruir esa narrativa y ver que no siempre funcionaba, pero en ese momento era la máxima aspiración para muchas parejas.
Esta película es, en cierto modo, una fábula sobre las consecuencias de perseguir ese ideal. A la protagonista se le plantea la pregunta: “¿Lo quieres o no lo quieres?” Y ella decide seguir adelante.
Esto permitió reconciliarme un poco con la disolución del matrimonio de mis padres, entendiendo lo difícil que fue para ambos en su contexto. En mis proyectos, incluido Año de casados, me ha interesado explorar la idea de pertenecer a una clase o ascender socialmente. Esta película es, en cierto modo, una fábula sobre las consecuencias de perseguir ese ideal. A la protagonista se le plantea la pregunta: “¿Lo quieres o no lo quieres?” Y ella decide seguir adelante. Eso me parece fascinante, porque un personaje que toma una mala decisión de manera consciente es más complejo que una simple víctima. Creo que esa tensión es lo que conecta con la audiencia que ha visto el cortometraje y hace que la historia se vuelva interesante.
—¿Ese fue el motivo de ambientar Año de casados en la década de los noventa?
—En The Nineties Klosterman menciona que, a diferencia de los boomers y su rebeldía libertaria nacida a finales de los años sesenta, sus hijos adoptaron, a inicios de los noventa, una postura más conformista. Esa nueva generación se cansó de que los padres quisieran el cambio y la confrontación todo el tiempo. Klosterman describe este fenómeno como selling out, una actitud de adaptarse y priorizar la estabilidad sobre ideales firmes y posturas, algo que se ve en figuras como Steve Jobs.
Ese concepto me inspiró para ambientar Año de casados en los noventa, una época sin celulares ni redes sociales. Quería que los personajes estuvieran atrapados en ese contexto, sin la posibilidad de distraerse con la tecnología ni comunicarse con el exterior. Algo que me ha parecido revelador es que, desde el estreno del cortometraje, he escuchado historias de personas que han visto o vivido situaciones similares, como el caso de la tía de una amiga muy cercana que en esa década fue “devuelta” a su esposo.

Por otra parte, la estética de los años noventa me fascina: había un aire de ensoñación, algo plástico, que marcaba el fin del siglo XX. Me emocionaba jugar con texturas florales, colores brillantes y un mundo de oropel. El cuarto de la pareja, por ejemplo, lo diseñamos como una especie de madriguera, un espacio que los envuelve, reforzando la sensación de encierro. Esa atmósfera visual fue clave para transmitir el peso del sueño frustrado del matrimonio.
—Considerando que ya existe la distancia suficiente para ver en retrospectiva los años noventa y poder cuestionar, criticar y deconstruir, como tú mencionaste, conductas relacionadas con los roles de género, perpetuadas o surgidas en esa década; desde tu punto de vista, ¿ha habido un cambio significativo al respecto?
—Sí, creo que ha habido cambios, y personalmente mantengo cierta expectativa optimista hacia el futuro con respecto a este tema. Sin embargo, no puedo ignorar que, a pesar de las transformaciones sociales, muchos amigos cercanos siguen reproduciendo los mismos modelos de los años noventa o de los ochenta. Aunque son conscientes de las experiencias de sus padres, con problemas como infidelidad o diferencias de clase, deliberadamente repiten esos esquemas en sus relaciones sentimentales. Es como si no pudiéramos escapar del todo de esas dinámicas.
Esa imagen refleja cómo no puedes simplemente dejar atrás esas dinámicas y esas violencias. También he notado que la forma en que se manifiestan esas violencias ha evolucionado; de alguna manera, el monstruo ha sabido adaptarse a los tiempos que corren.
Mi intención es seguir explorando ese tema en próximos proyectos, quizás incluso convirtiendo Año de casados en un largometraje, lo cual sería emocionante. De hecho, en el cortometraje había una secuencia que tuvimos que cortar: la pareja escapaba del monstruo y viajaba a Acapulco, en su última época de esplendor, pero al abrir su maleta él descubría que había cargado un huevo del monstruo. Esa imagen refleja cómo no puedes simplemente dejar atrás esas dinámicas y esas violencias. También he notado que la forma en que se manifiestan esas violencias ha evolucionado; de alguna manera, el monstruo ha sabido adaptarse a los tiempos que corren.
Durante el rodaje, mi equipo, mis actores y yo jugábamos con la idea de que Año de casados era una serie, que la historia ocurría en nuestra contemporaneidad y saltaba del 2000 al 2010 y al 2020. Nos preguntábamos: “¿Cómo representaríamos al monstruo en nuestros días?” Aunque los mecanismos son menos frontales hoy, gracias a la corrección política y a la visibilidad que ofrecen las redes sociales y el internet, esas dinámicas están ahí. Reconozco que, para algunas personas, el modelo tradicional del matrimonio, aunque violento, ofrecía roles definidos que resultaban más cómodos o fáciles de seguir. No digo que era mejor, sólo más simple. La dificultad surge, como en Año de casados, cuando alguien se resiste a encajar en ese molde.
—Quizás una de las maneras de poder representar al monstruo coexistiendo en nuestros días sería por medio de la proliferación de influencers, autoproclamados “gurús” que, en plataformas como YouTube o TikTok dictan cómo deben de comportarse hombres y mujeres en sus relaciones sentimentales, laborales y sociales.
—Coincido. Recuerdo el caso de una conocida con la que estudié. No la juzgo, pero me impresionó su transformación: se convirtió en influencer y cambió por completo su apariencia, al punto de que no la reconocí la última vez que la vi. Me quedó la duda de hasta qué punto lo hizo para encajar en ese modelo de “éxito” que se promueve hoy. Me pregunté: “¿Era necesario modificar tanto su cuerpo y su imagen para dedicarse a hablar de moda y estilo de vida?”

—Leía en una entrevista previa que otra de tus inspiraciones está conectada con el encuentro que tuviste con un libro de Amparo Dávila. ¿Podrías contarme más al respecto?
—En mi primer año en el CCC, durante una clase de música para cine, un profesor tenía la hermosa tradición de poner libros en adopción. Nos presentaba una caja grande, y cada alumno metía la mano con los ojos cerrados para elegir un libro al azar. Cuando me tocó mi turno sentí uno muy chiquito. Confieso que no soy muy fan de leer en físico, prefiero el Kindle porque odio el polvo, así que un libro pequeño me pareció perfecto. Al sacarlo descubrí que era Muerte en el bosque, una antología de cuentos de Amparo Dávila. Curiosamente, estudié la primaria con los nietos de Amparo Dávila, aunque yo no sabía quién era ella. Alguna vez fui a su casa y la conocí, pero en realidad no tengo ningún recuerdo claro.
Los cuentos de Dávila presentan personajes inmersos en situaciones cotidianas, pero conviviendo con criaturas fantásticas. Me emocionó especialmente “El huésped”, una historia ambientada a principios del siglo pasado sobre una mujer que recibe una criatura extraña que debe cuidar, a pesar de tener hijos.
Cuando comencé a leer el libro me atrapó de inmediato. Los cuentos de Dávila presentan personajes inmersos en situaciones cotidianas, pero conviviendo con criaturas fantásticas. Me emocionó especialmente “El huésped”, una historia ambientada a principios del siglo pasado sobre una mujer que recibe una criatura extraña que debe cuidar, a pesar de tener hijos. La descripción es mínima, pero suficiente para poner la imaginación en marcha. Esa sensación de ansiedad, encierro y cuestionamiento sobre las decisiones que tomamos resonó conmigo, especialmente durante la pandemia, cuando sentía una angustia similar por el futuro. Esa conexión se refleja en Año de casados.
—¿Cómo fue el proceso para conseguir el look del cortometraje, el cual cumple un papel importante en la premisa?
—Para la estética de Año de casados recurrimos a catálogos comerciales de inicios de los años noventa, los cuales nos ayudaron a entender qué objetos estaban realmente al alcance. A diferencia de las fotografías alimentadas por una nostalgia idealizada, con referencias que muestran objetos imposibles de conseguir, los catálogos nos dieron referencias prácticas: ropa, joyería o muebles que fuera factible que alguien, en la vida real, tuviera en su casa. Un ejemplo fue el sillón de la sala, cuya textura evoca la burguesía de finales de los años ochenta e inicios de los noventa. Lo buscamos durante casi dos meses, hasta que Perseo me dijo: “Ese sillón lo tienen mis abuelos en Cuernavaca”. Mandamos una camioneta a recogerlo, y ese mueble aparece en una escena clave: cuando los personajes se encuentran juntos y la pareja recibe la criatura. Así fue el proceso con todas las decisiones. La gente guarda e incluso acumula objetos. También hereda prendas y accesorios. Nada de lo que se ve en la película fue mandado a hacer; Perseo y Lesly trabajaron con préstamos y donaciones.

—Un error común que cometen los departamentos de arte y vestuario cuando una película o una serie está ambientada en una década pretérita es imaginar de manera romántica que los personajes únicamente usan objetos y ropa distintivos de esa época, cuando en realidad las casas están formadas por una combinación de tecnología, decoración y moda pertenecientes a diferentes años.
—¡Claro! Por ejemplo, durante el trabajo para investigar qué clases sociales usaban ciertas prendas en los años noventa, Lesly y yo reparamos en que todavía había muchos ecos de los años ochenta en la moda y también que la ropa diseñada específicamente en la década de los noventa, como vestidos de fiesta o atuendos para eventos religiosos, aún conservaban un aire formal y clásico. En los noventa la gente todavía se arreglaba mucho para ir a la iglesia, al teatro o al cine, algo que hoy ya no existe eso.
Por otro lado, encontrar la casa en donde ocurre la historia fue un desafío enorme. Finalmente, gracias a una agente de bienes raíces, dimos con una casa de diseño Tudor original, inspirada en el restaurante Sir Winston Churchill’s de Polanco. El dueño la había construido como si fuera su gran proyecto de vida y la mantenía impecable, tal y como se ve en el cortometraje. Obviamente, había una idea muy aspiracionista al querer tener una casa estilo Tudor en México, en la zona de Contadero. Aunque tuvimos que incorporar los muebles, el lugar en sí ya estaba listo como escenario. El espacio capturaba el espíritu que buscábamos: las alfombras, el olor a cigarro impregnado en la sala, la cristalería, la vajilla, los detalles de la decoración. Todo eso remitía a recuerdos que mucha gente aún guarda, como si esos objetos fueran una extensión del monstruo, habitando en nuestra memoria.
El lugar en sí ya estaba listo como escenario. El espacio capturaba el espíritu que buscábamos: las alfombras, el olor a cigarro impregnado en la sala, la cristalería, la vajilla, los detalles de la decoración. Todo eso remitía a recuerdos que mucha gente aún guarda, como si esos objetos fueran una extensión del monstruo
Respecto a la parte visual, trabajé con Aarón Galán, un fotógrafo excepcional. La colaboración fue muy divertida, porque le dimos vuelo a la hilacha y nos permitimos explorar los elementos del cine de género. Por ejemplo, siempre había tenido una obsesión con el uso del zoom, pero nunca lo había podido utilizar por ser un recurso costoso y difícil de rentar. En este cortometraje, gracias a la generosidad de la empresa CTT, que nos apoyó con el equipo, pudimos incorporarlo durante todo el rodaje. El zoom creó una dinámica única: al cambiar la distancia focal genera una sensación de acercamiento o alejamiento sin que nada en la escena se mueva físicamente, lo que refuerza el ambiente enrarecido. Fue una apuesta arriesgada, pero creo que enriqueció la narrativa y le dio un carácter distintivo a Año de casados.

—Comentabas al inicio la naturaleza de proyecto estudiantil que tiene Año de casados. En ese sentido, ¿cómo fue su producción?
—El productor de Año de casados es Irving Serrano. Nosotros nos conocimos porque en la escuela hay una dinámica en la que nosotros como directores hacemos un pitching de nuestras historias a la generación de productores, y ellos hacen lo propio, presentando su trabajo. Es algo así como Año de casados, para ver quién hace match con quién [risas]. Originalmente, yo no tenía pensado trabajar con Irving, pero él me buscó y me dijo: “Me encanta tu guion, tiene cosas que me hacen pensar mucho en El bebé de Rosemary, de Polanski, y en Caché, de Haneke, las cuales juegan con una atmósfera inquietante dentro de lo cotidiano”. Cuando mencionó esas referencias pensé: “Entendió lo que quiero hacer. Tal vez él sí sea el indicado para producirla”.

El rodaje fue muy complicado. En el estreno en el Festival de Cine de Guadalajara le preguntaron a María Penella, una de las actrices, quien interpreta a la cuñada de la protagonista, cómo había sido la experiencia, y ella respondió: “Fue como ir a la guerra y regresar sin una pierna, pero regresamos”. Y tenía razón. La cámara de 35 milímetros se dañó, perdimos material y un día entero de rodaje, lo que nos obligó a repetirlo. Para financiar el proyecto organizamos tres fiestas de recaudación, incluyendo una en la que, como parte del evento, los asistentes pagaban por comprar un huevo y aventármelo. Fueron muchísimos huevos, terminé bañado, y sí, dolió más de lo que creía, sobre todo cuando algunos los lanzaban con saña [risas]. Pero esa creatividad y el apoyo de todos hicieron posible terminar la película. En el último día de rodaje, cuando filmamos la secuencia de la fiesta, me conmoví mucho y te confieso que, en el corte a comer, no pude contener las lágrimas. Era un sueño cumplido. Sentí que, de alguna manera, le estaba haciendo justicia a la historia de mi mamá, cambiando en la pantalla lo que ella no pudo cambiar en la vida real.
—¿Cómo se integró a la película tu pareja protagónica, Ana Guzmán Quintero y Andrés Delgado?
—A mí no me encanta hacer castings, así que suelo buscar actores en el teatro. A Ana Guzmán Quintero la descubrí en la obra Despertar de primavera, dirigida por Diego del Río. En una escena particularmente intensa, en la que su personaje atraviesa un legrado en un escenario minimalista, Ana logró una interpretación tan poderosa que me dejó impresionado. Ella en ese momento tenía un poco más de veinte años, pero su personaje era el de una niña, y yo pensé: “Qué actriz tan extraordinaria, tengo que trabajar con ella. Esa actuación llena de vulnerabilidad es lo que yo necesito para mi película”.
Con Andrés Delgado, el encuentro fue distinto. Lo había visto en la serie Un extraño enemigo, dirigida por Gabriel Ripstein. Cuando nos reunimos Andrés mencionó que ese trabajo era de sus mejores experiencias actorales. De la serie me encantó cómo se capturaba la forma de hablar de los jóvenes de finales de los sesenta, entonces pensé: “Si Andrés pudo recrear el léxico del México de los años sesenta, seguro podrá con el de los noventa”. ¡Y no me equivoqué! En los ensayos incorporó chistes y una jerga que me recordaba a mis tíos y a otros hombres que yo conocí cuando era un niño, aunque algunas de esas escenas se eliminaron en la edición final. Se sumaron al cortometraje Mónica Dionne, María Penella y Enrique Arce Gómez, a quienes admiro mucho.
El dueño de la casa donde filmamos fue muy generoso al permitirnos usarla para hacer los ensayos. Fueron muchos días de preparación, y creo que eso se nota en la película: los actores hicieron suyo el espacio, lo que dio una autenticidad especial a las escenas. Ése fue uno de los grandes hallazgos del proyecto. ®