Días después de la llegada del nuevo año, como consecuencia de la ola de frío que azotó a buena parte de Norteamérica, Montreal hizo frente a temperaturas que alcanzaron los -37º C. ¿Cómo se vive en un clima tan inclemente y qué lugar ocupa el invierno en el corazón de los habitantes de la ciudad?
El frío es a veces un asesino inmisericorde. El 2014 comenzó con noticias provenientes de Estados Unidos y Canadá que informaban de las desgracias provocadas por una ola gélida. Tan sólo en suelo estadounidense 21 personas fallecieron y las pérdidas económicas se calculan en 5 mil millones de dólares. Si bien ciudades como Chicago y Detroit están acostumbradas a muy bajas temperaturas, varios registros históricos se rompieron a principios de este año, por lo que hubo que hacer frente a situaciones poco comunes para garantizar los servicios básicos para los habitantes. Otras urbes poco familiarizadas con fríos tan crudos, como Atlanta o Birmingham, vivieron momentos de suma complejidad, teniendo que pedir ayuda al gobierno federal. Existen sin embargo ciudades canadienses en donde las temperaturas sufridas por los estadounidenses suceden con frecuencia. Una de esas urbes es Montreal. La metrópoli más importante de la provincia de Quebec es una de las ciudades del hemisferio norte donde el frío se presenta con mayor severidad. A pesar de los servicios y estrategias para evitar los estragos de los seis meses de invierno, las temperaturas representan todo un desafío para sus habitantes, sobre todo para los miles de inmigrantes que la ciudad acoge cada año. Al mismo tiempo, la nieve y el viento helado se han convertido en elemento esencial del alma de sus pobladores.
Vórtice polar fue uno de los trending topics del comienzo del 2014. El vórtice polar es un conjunto de áreas de aire giratorio sobre los polos que se ubican en la tropósfera y la estratósfera y que se mueven a velocidades distintas. El problema es cuando ciertas variaciones provocan que el frío encerrado por el vórtice polar se libere súbitamente y descienda hasta las capas inferiores de la atmósfera, lo cual genera las desgracias ya conocidas. En los medios de comunicación se han librado fuertes discusiones entre los que aseguran que la ola de frío es una secuela más del cambio climático y los que afirman que esos fenómenos siempre han existido. John Holdren, asesor del presidente Obama en temas de ciencia y tecnología, sostiene que existe un creciente número de evidencias que relacionan al calentamiento del planeta con el aumento en la media anual de temperaturas y precipitaciones, por lo que los fenómenos meteorológicos extremos se irán incrementando con el tiempo. Desde la otra trinchera, algunos científicos “negacionistas” señalan que han ocurrido en la historia otras rachas de temperaturas tan radicales como las que se sintieron a principios del año. El debate está servido, siempre y cuando se base en argumentos científicos y no en intereses vinculados a la bolsa de valores o en la paranoia.
John Holdren, asesor del presidente Obama en temas de ciencia y tecnología, sostiene que existe un creciente número de evidencias que relacionan al calentamiento del planeta con el aumento en la media anual de temperaturas y precipitaciones, por lo que los fenómenos meteorológicos extremos se irán incrementando con el tiempo.
Si se levantara una encuesta para preguntar a los latinoamericanos cuál es la metrópoli más fría del mundo, Moscú ocuparía de seguro uno de los primeros lugares. A la capital de Rusia se le asocia fácilmente con imágenes de señoras vestidas con gigantescos abrigos de piel y a soldados de la Wehrmacht congelándose en las cercanías de la ciudad. Si el frío fuese disciplina deportiva, Montreal y Moscú protagonizarían un clásico igual de visceral que un Boca-River. Ambas urbes tienen cifras tan parecidas que costaría mucho trabajo declarar a la ganadora para saber cuál de las dos es más helada. Por un lado, Moscú es apenas un grado centígrado más fría comparada con Montreal en cuanto a la temperatura diaria promedio anual (5.8º C y 6.8º C respectivamente), y en 1940 los moscovitas tuvieron la jornada más gélida de su historia al registrar el termómetro -42.1º C, por “apenas” -37.8º C de la metrópoli canadiense en 1957. Por otra parte, en enero y febrero —considerados los meses más fríos del año— Montreal es más implacable que Moscú en poco más de dos grados, al promediar la ciudad norteamericana -8.7º C en comparación con los -6.6º C de la rusa, a lo que habría que añadir los 2.60 metros de nieve recibidos anualmente por los montrealenses frente a 1.52 metros de las calles de Moscú. Por lo tanto ambas ciudades juegan en las mismas ligas, así que Montreal no debería tener complejos frente a la capital rusa al momento de que aflore en alguna conversación el tema de las ciudades-congelador.
Los oriundos de Montreal tienen un doctorado en sobrevivencia al frío extremo. Se podrán quejar algunos días por las condiciones poco propicias para una rutina cómoda, pero de eso a enfermarse todo el tiempo o incluso a poner la vida en riesgo hay una distancia sideral. El frío es uno de los fenómenos más implacables de la naturaleza. En una noche invernal uno puede perder la vida si se descuida. No hay la mínima exageración en la advertencia. La temperatura interna del ser humano ronda los 37º C. Conforme va faltando el calor, el cuerpo pelea para conservar la temperatura, sobre todo en los órganos vitales. Por eso se dejan de sentir manos y pies. El temblor que uno experimenta tiene la función de producir calor. El problema es cuando aparecen los mareos, deja uno de temblar, confunde ideas en la cabeza y sufre un profundo cansancio. La hipotermia hace entonces acto de presencia. Ésta aparece por debajo de los 35º C y es severa en virtud de los 32º C. Cuando el cuerpo alcanza los 24º C sobreviene la muerte por paro cardiaco. Si por fortuna uno llega a sobrevivir a una exposición prolongada a muy bajas temperaturas sin la debida protección, es probable que sufra daños cerebrales irreversibles, quemaduras en la piel e incluso congelamiento en las extremidades.
El termómetro en negativo se ceba sobre todo con los recién llegados. Bendita sea la persona que escriba una pequeña guía para los que aterrizan en el aeropuerto de Montreal en busca de una mejor vida, sin que jamás hayan sido advertidos de lo que les deparan seis meses al año. A continuación veinte ideas para aquél que se anime a realizar tan piadosa acción.
1 Vestirse con varias capas de prendas (ropa interior, camiseta, suéter, pantalón de pana, abrigo que permita que el cuerpo quede aislado del viento);
2 uso obligado de gorro, guantes, calcetines de lana y botas de nieve (el ser humano pierde la mayoría del calor a través de la cabeza y las extremidades);
3 caminar con sumo cuidado en caso de que el suelo se congele;
4 no quejarse del calor infernal en los vagones del metro (a menos de llevar siempre una maleta donde meter la ropa invernal);
5 comprar una buena pala para quitar la nieve de la cochera y un cepillo para eliminar la capa de hielo que se forma en el parabrisas del automóvil (por ende conviene programar el despertador media hora antes de lo habitual para no llegar tarde a las citas acordadas);
6 cambiar los neumáticos en octubre por unos de mayor agarre para evitar derrapes;
7 volverse espectador consuetudinario del canal televisivo reservado únicamente al clima (¿sería posible imaginar un canal del clima en Cuernavaca? Seguramente sería peor negocio que una revista de poesía);
8 saber diferenciar entre la temperatura normal anunciada en los medios y el tiempo con factor viento o sensación térmica (éste refleja la temperatura percibida por la piel expuesta. Por ejemplo, si el termómetro indica -10º C es posible que con el viento se tenga una sensación real de -20º C);
9 el clima extremo puede favorecer el desarrollo de periodos de depresión (el perro negro de Churchill se pasea muy campante entre la nieve);
10 contrariamente a la creencia popular, el consumo de alcohol reduce sólo por cortos momentos la sensación de frío para después contribuir a la pérdida de calor (este punto es opcional. A veces olvidar la realidad no es cosa de cobardes. Los abstemios pueden saltar al punto 12);
Contrariamente a la creencia popular, el consumo de alcohol reduce sólo por cortos momentos la sensación de frío para después contribuir a la pérdida de calor (este punto es opcional. A veces olvidar la realidad no es cosa de cobardes.
11 si bien una de las ventajas del invierno es facilitar que la cerveza se enfríe sólo con dejarla a la intemperie, es conveniente vigilarla con frecuencia para impedir que se congele (por ende, en una buena cena es necesario cuidar que el pavo no se queme en el horno y que la cerveza no se convierta en hielo.);
12 evitar a toda costa intervenir en conversaciones sobre hockey con montrealenses a menos que uno conozca muy bien el tema (el ridículo nunca es buen compañero del ser humano. Sería como si un paraguayo diera consejos a los cocineros japoneses sobre cómo quitarle el veneno al pez globo);
13 conseguirse un amigo prepper e instalarse en su casa en caso de que los científicos no puedan predecir la duración de una tormenta de nieve (los fanáticos del Discovery Channel saben que los preppers son aquellos individuos que acumulan víveres y armas en cantidades industriales como preparación a una hecatombe nuclear o a cualquier otra catástrofe enumerada en los escritos de Nostradamus);
14 no entrar en pánico por las horas tan cortas en que el sol se asoma en el invierno;
15 ingresar en algún edificio público o negocio para resguardarse algunos minutos del frío en caso de que sea imposible seguir caminando en las calles (hacerlo de preferencia en las instalaciones del “Cinéma l’Amour”, uno de los cines pornográficos más longevos de Norteamérica);
16 tener sentido del humor luego de andar a -25º C, llegar a casa con fatiga, encender la televisión y ver que se proyecta por enésima ocasión la película El día después de mañana;
17 comprender de una vez por todas que la gastronomía quebequense fue concebida para largas faenas en el campo y, sobre todo, para garantizar una gran ingesta de calorías durante el invierno, por lo que el refinamiento nunca ha sido prioridad;
18 vestirse con calcetines respetables cuando se visite una casa ajena para no pasar vergüenzas, ya que habrá que quitarse las botas en la entrada para no manchar el piso con el lodo y la nieve del exterior;
19 evitar la desesperación y tener muy en claro que tarde o temprano el calor llegará. Después de todo Montreal es una ciudad fundada y construida por inmigrantes, los cuales tuvieron que adaptarse a un clima tan extremo;
20 si durante el verano, por culpa del sol y la asfixiante humedad, el termómetro llegase a alcanzar los 36º C, conviene cerrar los ojos e interrogarse si es preferible un 36º C a un -36º C.
En Montreal ha hecho frío mucho antes de Adán y Eva. Algonquinos, hurones e iroqueses —los primeros habitantes de la zona— supieron muy bien lo que era lidiar con las bajas temperaturas desde su llegada al territorio; meses de pesca y caza abundante junto a cosechas de maíz y calabaza para después hacer frente al largo invierno con toda piel animal transformada en prenda y acumulando víveres de diversa índole. Jacques Cartier, el primer europeo que navegó el río San Lorenzo, describe en sus cartas de relación las calamidades del frío para él y sus acompañantes. En su primer viaje en 1534 apenas bordea las costas de Terranova, Nueva Brunswick y Gaspesia, en una aventura que habría de durar de mayo a agosto. Es en 1535, en su segundo viaje y acompañado de 110 hombres, cuando descubre la majestuosidad del río más famoso de Quebec y días después pone pie en Hochelaga, un campamento de los iroqueses en el este de la isla montrealense. El verano es dulce, permitiendo a Cartier explorar la isla y sus alrededores. Lo que no tenía previsto el aventurero es que el invierno galo y el de las nuevas tierras descubiertas son cosas muy distintas. De noviembre a abril los barcos de la expedición quedan atascados en el hielo, además de que las gélidas condiciones y el escorbuto arrasan con un tercio de la tripulación. Más adelante, cuando desembarcaron los colonos que habrían de poblar los primeros asentamientos franceses en Norteamérica y sabiendo de las inclemencias del clima descritas por Cartier, éstos iniciaron un proceso de adaptación facilitado por los avances tecnológicos europeos de la época y por las enseñanzas de las tribus amerindias. Prueba de esto último es el uso de las “raquettes”, esos utensilios que se amarran a las suelas de los zapatos y que permiten caminar sobre la nieve sin hundirse.
A pesar de las nevadas y del vertiginoso descenso del termómetro todos los años, en la historia de Montreal pocas han sido las ocasiones en que la ciudad ha tenido que lidiar con situaciones de extrema necesidad. La última tuvo lugar en enero de 1998, cuando por culpa de un extraño fenómeno meteorológico el hielo invadió cables de electricidad y carreteras durante varios días, matando a 28 personas. Hace unos días un conocido historiador comentaba en las ondas radiofónicas de Montreal que los problemas provocados por la ola de frío en Estados Unidos y Canadá seguramente habrían sido de menor repercusión en el siglo XIX. Las razones que apuntaba eran que las temperaturas extremas tienen un impacto principalmente en los suministros de electricidad y de productos de consumo alimenticio a través de tráilers. En pocas palabras, las gélidas temperaturas exhiben la dependencia de los seres humanos a la energía eléctrica —calefacción, iluminación, Internet— y al petróleo —transporte público, distribución de bienes—. El historiador comentaba que en otros siglos la gente simplemente habría permanecido en casa, calentándose con leña, alimentándose con las reservas de alimentos calculadas con meticulosidad en el verano y conviviendo con la familia en vez de compartir fotos de las nevadas en las redes sociales.
En otros siglos la gente simplemente habría permanecido en casa, calentándose con leña, alimentándose con las reservas de alimentos calculadas con meticulosidad en el verano y conviviendo con la familia en vez de compartir fotos de las nevadas en las redes sociales.
Más allá de nostalgias por la vida decimonónica y de circunstancias extraordinarias, como lo fue la crisis del hielo de 1998, Montreal es una urbe bien preparada para hacer frente al invierno (aunque siempre se podrían hacer mejor las cosas). El gobierno de la ciudad destina más de 130 millones de dólares anuales de su presupuesto para retirar la nieve, con un ejército de trascabos de distintas dimensiones que noche y día vacían su carga en colosales camiones. Esa nieve es depositada en terrenos utilizados únicamente para albergarla, hasta que el sol de la primavera se ocupe del resto. Cerca de 10,600 kilómetros de calles y banquetas son rasurados de esas gruesas capas dejadas por las nevadas. Esa distancia es equivalente a la que separa Montreal de Pekín. Los empleados de la metrópoli esparcen grandes cantidades de sal y de grava por las banquetas, aunque resbalarse con el hielo no es algo fuera de lo común. Es más, se convierte en una especie de rito de iniciación para cualquier recién llegado. Otra acción de parte de las autoridades para evitar tragedias en situaciones de frío extremo es acondicionar refugios para los indigentes. De hecho existe una red de albergues —públicos y de distintas asociaciones civiles— que funciona durante todo el año para ofrecer un techo y una ducha a las personas de la calle, sólo que cuando el termómetro desciende a niveles excesivos es necesario acondicionar gimnasios y centros comunitarios para acoger a esta población en grave riesgo. Debido a que muchos de los indigentes de Montreal padecen de serios problemas psiquiátricos —por no mencionar también el consumo de drogas duras y la dependencia al alcohol—, la policía debe circular por las arterias de la ciudad para convencer a los más vulnerables de refugiarse de la intemperie. Para un turista resulta sorprendente que en una urbe de un país desarrollado exista tan alto número de individuos subsistiendo en la calle —cosa muy similar a lo que ocurre en Nueva York—. No debería impresionar tanto ese escenario: la vida se ensaña con gente de todas las latitudes. Y si de turismo se trata, un rostro de Montreal causa asombro entre sus visitantes. La ciudad goza de una de las redes subterráneas más impactantes del planeta. Con cerca de 43 kilómetros de extensión, esa red comunica en el centro de la metrópoli a universidades, centros comerciales, edificios gubernamentales y estaciones de metro, todo con el fin de que los montrealenses puedan realizar un sinfín de actividades sin tener que salir a enfrentar las crudezas del invierno. De igual manera, es de aplaudir el servicio que la Sociedad de Transportes de Montreal ofrece a las personas con discapacidad —meses de frío incluidos—. Además de que la mayoría de los autobuses de la urbe cuenta con rampas para facilitar el acceso a los que usen silla de ruedas, existe un sistema de transporte a domicilio para evitar desplazamientos entre el hielo.
Vivir la mitad del año bajo estas inclemencias es demasiado tiempo para sólo andarse quejando. A pesar de que miles de jubilados parten en busca de meses de sol en condominios de la Florida y de que un millón de los siete millones de quebequenses pasan algunos días en las playas de América Latina durante el invierno para romper un poco con el paisaje helado, lo cierto es que los habitantes de estas tierras hablan con alguna pesadumbre pero también con muchísima pasión de los periodos más fríos del año. Es todo menos anormal: un habitante de Cartagena de Indias se quejará alguna vez del calor pero jamás perderá el placer de hablar con la familia en el porche de la casa, sentado en una mecedora. Lo mismo provocan la nieve y el aire gélido. El originario de Montreal sabe que en otros sitios podría vivir con algún clima más generoso, pero el frío lo lleva en las venas. Desde niño aprendió a divertirse con trineos, a esculpir muñecos de nieve y a saber que el calendario jamás hace pausas, por lo que el verano tarde o temprano llegará.
“¡Cómo la nieve ha nevado!” Así da comienzo uno de los poemas clásicos de la literatura en lengua francesa. Su autor es Émile Nelligan, una especie de Rimbaud montrealense de principios del siglo XX. Por su parte, del lado anglófono de la ciudad, Leonard Cohen encuentra en el frío las hondas metáforas para exorcizar una decepción amorosa: “Yo sólo soy otro muñeco de nieve/ bajo la lluvia y la cellisca/ que te amó con su amor helado/ y su físico de segunda mano”. ¿Alguien podría imaginar una combinación entre nacionalismo y gélidas temperaturas? El compositor e intérprete Gilles Vigneault lo consiguió en 1965 con la canción “Mon pays”. Este tema arranca con unas líneas legendarias: “Mi país no es un país, es el invierno”. Toda una declaración de intenciones en momentos de efervescencia política en las calles de Montreal, donde los quebequenses exigían cada vez con mayor firmeza la autodeterminación frente a los anglófonos del resto de Canadá y el alejamiento del poder eclesiástico. Y el frío se cuela también en el rock de estas tierras. Malajube, uno de los nuevos grupos de la escena de la ciudad, ha tenido gran éxito con el tema “Montreal -40º C”. El título no deja nada a la imaginación. El cine también ha plasmado la relación de los quebequenses con las duras condiciones climatológicas. El argumento de La guerre des tuques (cuya traducción al español sería La guerra de los gorros de invierno), la película infantil más famosa de estas tierras, narra las aventuras de dos cuadrillas de niños para apropiarse de un fuerte hecho de nieve. Obras de otros célebres cineastas —Pierre Falardeau, Denys Arcand, Claude Jutras, Pierre Perreault— evocan todo un cúmulo de sentimientos y ambientes producto del invierno. Incluso la telenovela más afamada de la historia de la televisión franco-canadiense, Les belles histoires des pays d’en haut (Las bellas historias de las regiones del norte), tiene lugar en la cotidianeidad del clima extremo.
Nassim Kaddour, natural de la capital de Argelia, trabaja en un café de la calle Jean-Talon, en una zona conocida como el pequeño Magreb por su numerosa colonia de habitantes del norte de África. Cuando se le pregunta si luego de 25 años en Montreal se ha acostumbrado al frío, su respuesta es contundente: “No del todo, sin embargo a lo que nunca me adapté en mi país fue al desempleo”.
¿Es posible emigrar a Montreal y adaptarse rápidamente al frío e incluso disfrutarlo? La respuesta tiene que ver obviamente con la zona geográfica de procedencia del nuevo habitante de la ciudad. Meter a noruegos y a cubanos en el mismo saco no es acción justa. Como prueba de lo difícil que resulta habituarse para algunos grupos, basta sólo con indagar entre los venidos de los lugares más soleados del orbe. Nassim Kaddour, natural de la capital de Argelia, trabaja en un café de la calle Jean-Talon, en una zona conocida como el pequeño Magreb por su numerosa colonia de habitantes del norte de África. Cuando se le pregunta si luego de 25 años en Montreal se ha acostumbrado al frío, su respuesta es contundente: “No del todo, sin embargo a lo que nunca me adapté en mi país fue al desempleo”. Francisco es dominicano y posee una peluquería en la avenida Papineau. Tiene diecisiete años como vecino del mismo barrio y dice que lo que más extraña es jugar a “la pelota” (el béisbol) cualquier día con sus amigos. Ahorra con esmero para poder comprar una casita en Santo Domingo y así volver y olvidarse del frío para siempre. A su llegada a Montreal en pleno invierno para cursar un doctorado, la colombiana Tatiana Acevedo veía cómo le faltaba concentración y buen humor en su vida cotidiana. Fue a una clínica y el galeno le recomendó algo desconocido para ella hasta ese momento: comprar una lámpara especial que imita la luz de los rayos solares y utilizarla en el desayuno, como una manera de engañar al organismo.
A pesar de los desafíos de la adaptación, son muchos los inmigrantes que tratan de buscarle el lado amable al invierno. Se les puede ver patinando en el hielo por primera vez o caminando por algún sendero para respirar un poco de aire puro. Se comenta sin embargo que el gusto y el aprovechamiento total de los largos meses de frío se dan verdaderamente con los hijos de estos inmigrantes, al nacer aquí o bien al llegar a edad muy temprana. La escuela, los medios de comunicación y los amigos del barrio tienen mayor influencia en este sentido que la que pueda poseer algún padre de familia gruñón que trate de convencer al hijo de que lo mejor del invierno es jugar al dominó en el sótano de la casa. Para muestra un botón: Yves Tregouët, DJ y colaborador en la industria cinematográfica, es un montrealense que no concibe la vida lejos de su tabla para deslizarse sobre la nieve y sin sus escapadas frecuentes para explorar los bosques cercanos a la ciudad. De madre peruana y padre francés, tuvo claro desde niño que el invierno, en vez de ser infortunio, representa una generosa oportunidad para el ejercicio y el recreo. Además de la diversión provocada por los esquís y por el lanzamiento de bolas de nieve, la gente de Montreal ha desarrollado una serie de pasatiempos para que los meses helados lleguen a ser placenteros. Esas actividades van desde la práctica del hockey en alguna zona de un parque acondicionada especialmente para ello, pasando por pescar truchas en un lago congelado hasta salir de noche a disfrutar de las actividades culturales a plena intemperie y, si la cartera lo permite, alquilar alguna cabañita en el campo para olvidarse de la “slush”: esa nieve derretida y mezclada con lodo que afea constantemente cada esquina de la ciudad. Y no olvidar que el invierno es también momento propicio para incrementar conocimientos cinematográficos, leer voluminosos libros, reunirse a degustar un buen queso fundido con los amigos y aburrirse de vez en cuando mirando al techo.
Elegir Montreal —o cualquier otra urbe canadiense— tiene que ver con la búsqueda de gratas condiciones laborales, seguridad pública, educación de alto nivel y experiencias multiculturales, pero en ese cuadro el frío no figura en momento alguno como ventaja.
Ahora bien, a pesar de que la metrópoli canadiense está diseñada y organizada para facilitar la vida de sus habitantes en el frío, de que existen un sinfín de actividades para hacer más llevadero el largo invierno y de que las bajas temperaturas sirven incluso de musa en cuanto a expresiones culturales se refiere, la vida en la ciudad durante seis meses está muy alejada de los estereotipos que Hollywood y las guías turísticas venden al mundo. Elegir Montreal —o cualquier otra urbe canadiense— tiene que ver con la búsqueda de gratas condiciones laborales, seguridad pública, educación de alto nivel y experiencias multiculturales, pero en ese cuadro el frío no figura en momento alguno como ventaja. Vivir entre la nieve muy poco se parece a esas comedias románticas en donde las parejas enamoradas recorren con glamour las más exclusivas avenidas de Manhattan para sus compras navideñas, no hay en la ciudad trineos jalados por perros, cualquier catarata es más bella cuando el agua fluye y los hoteles de hielo son igual de representativos de la verdadera vida en la región que las mulas disfrazadas de cebras en Tijuana. A veces se agradece la intervención de un aguafiestas, el mismo que cuando los amigos de su país de origen le comentan que la vida en Montreal ha de ser una experiencia bellísima entre paisajes blancos como túnica papal, les tiene que explicar que la nieve de la ciudad es más bien gris por la contaminación y el lodo —para contemplar la verdadera hermosura del invierno hay que darse una vuelta por el campo—, los invita a meter la cabeza en el congelador de sus cocinas —éste generalmente funcionando a -18º C— y les pide que multipliquen esa sensación por dos. Esa es una temperatura que puede llegar a sentirse en una noche de principios de año. Y también ya va siendo hora de romper con la falsa creencia de que los inuits —mal llamados esquimales— cuentan en su idioma con decenas de palabras para referirse a la nieve. En realidad sólo tienen dos, una para la nieve que cae y otra más para la que se encuentra en el suelo. Lo que hacen es añadir una serie de sufijos a esas palabras para formar otras más que les permitan ser más descriptivos. Ahora bien, los apasionados de los deportes invernales sí que tienen distintas formas de catalogar a esa sustancia invernal de acuerdo con texturas y grados de dureza: nieve polvo, nieve costra, nieve húmeda, entre otras más.
Por fortuna, en estas tierras no todo es invierno. Entre marzo y abril comienza a brotar de nuevo esa vida que se ocultaba bajo las sábanas de nieve. De repente el sol es cada vez más generoso, el agua empieza a circular por arroyos y fuentes, los insectos vuelven a poblar los jardines y el ambiente se ve acompañado por aquellas dulces notas del primer concierto de la célebre obra de Vivaldi. Transcurren las semanas y Montreal muda de piel para convertirse en una de las ciudades más sensuales y divertidas del orbe. La crudeza de los inviernos ha moldeado a una de las sociedades más apasionadas por el verano. Bermudas y motocicletas. Vino rosado y bádminton en el parque. Zambullidas en lagos y largas conversaciones en una terraza. Y todo quebequense que se respete intentará nuevas recetas en la parrilla. A todo ello hay que sumar cientos de espectáculos al aire libre. No es por nada que esta ciudad canadiense se ha ganado con creces una sólida reputación internacional en materia de producción y difusión cultural. Todo se vive así cuando las jornadas calurosas tienen una fecha de caducidad tan corta. Después el otoño hará acto de presencia con sus elegante indumentaria de hojas multicolores y el invierno volverá a acechar con sus dientes afilados, sabedor de que tendrá largos meses de reinado por estas planicies. Volver a empezar: desempolvar abrigos, cambiar los neumáticos del auto por unos de mejor adherencia, verificar que al niño aún le queden los guantes del año pasado y, sobre todo, estar muy pendientes en caso de que algún montrealense, con su peculiar acento, pronuncie la frase “Il va faire frette en ostie à soir”, ya que es de todos sabido que los oriundos de la ciudad tienen un sensor integrado que les permite predecir temperaturas extremas. Esa expresión se puede traducir por un nada poético “Esta noche va a hacer un frío de mierda”. Aunque también el invierno regala momentos de inmensa ternura. Por ejemplo, cuando tu hijo de tres años, con toda la inocencia del mundo, sube una noche de diciembre a su habitación, se pone el traje de baño y te pregunta: ¿Podemos ir mañana a nadar a la alberca del parque si hay sol? ®