En 1948 una tormenta estalló alrededor del mural de Diego Rivera Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central. Una frase puesta por él, en un rinconcito del cuadro, provocó tal escándalo que el Sueño tuvo que ser escondido por varios años.
En 1946 la elite cultural mexicana estaba de plácemes. Miguel Alemán fue declarado presidente electo y en julio de ese año se otorgó por primera vez el Premio Nacional de Artes y Ciencias a los creadores de las diversas disciplinas; en diciembre, después de tomar posesión del cargo, se creó el Instituto Nacional de Bellas Artes, y de inmediato la Comisión de la Pintura Mural formada por Orozco, Siqueiros y Rivera.
En ese México de la posguerra la economía crecía como nunca, y el Estado, patrón en innumerables empresas hacía lana, y mucha. Los subsidios al arte abundaron y el romance entre los creadores comunistas y los nacionalistas “revolucionarios” fue benéfico para ambos.
Uno de los premiados en 1946 fue un nieto de Benito Juárez, el arquitecto Carlos Obregón Santacilia por su proyecto del Hotel del Prado; a Diego Rivera se le encargó una obra para engalanar el comedor Versalles del elegante hotel, que sería pagada por la Presidencia de la República.
En poco más de quince metros de longitud, y sobre tableros portables preparados al fresco, Diego repasó una secuencia de anécdotas históricas retratando decenas de personajes, conocidos y anónimos, hilvanados por un guión que, de la conquista española a la época posrevolucionaria, veía sólo defensores de “México”.
No hay duda de que el muralista realizó esta magnífica obra del modernismo con una prolija composición de detalles en todas las figuras representadas, y haciendo gala de su talento artístico imprimió una huella en el arte mexicano. Cada pasaje muestra en sus gestos y símbolos los temas harto difundidos por la iconografía posrevolucionaria, de quinientos años de “historia”, de México.
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Cuando el Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central fue terminado se supo que entre las decenas de monitos, y en la parte de la Reforma, estaba un Ignacio Ramírez, El Nigromante, con un papelito en la mano que decía “Dios no existe”. Por obvias razones la retórica frase provocó reacciones encontradas en la opinión pública, y más porque fue concebida para un comedor exclusivo de la elite. Típicamente se trataba de una pose “radical chic”, y aunque la frase careciera de todo contenido racional, y así la hubiese metido como de contrabando, no puede decirse que Diego fue un ingenuo al no prever que chocaría con las creencias populares.
En junio de 1948, en vísperas de la inauguración del Hotel el Arzobispo de México, Luis María Martínez, se negó a bendecir el edificio mientras no se retirara la “ofensiva” frase del mural. La escandalosa campaña que montaron los diarios provocó virulentos ataques al pintor sobre la consideración de que se injuriaba al pueblo de México. Pero el pintor, en uso de su libertad, defendió la declaración de fe de su anti fe: “No quitaré una sola letra de allí”…
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Ciento diez años atrás, en 1837, el joven Ignacio Ramírez había presentado una tesis de carácter científico para ser admitido en la Academia de Letrán. Su exposición giró en torno a ley de la conservación de la materia y la energía, y para amarrar su ensayo afirmó que el orden inmanente de la naturaleza no requería recurrir a Dios para explicar su movimiento. Algo que Leibniz o Lavoisier ya habían dilucidado años atrás. Su discurso versaba sobre el principio: “No hay Dios; los seres de la Naturaleza se sostienen por sí mismos”. Pero en aquella época los diarios entendieron lo que quisieron y le pusieron en su boca la afirmación sacrílega, de que Dios no existía, y los fundamentos científicos expuestos por él se dejaron de lado para dejar a la historia la frase repetida en los periódicos…
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El 4 de junio de 1948, azuzados por la campaña católica, un grupo de vándalos estudiantes de ingeniería llegaron al hotel y alguno raspó con un cuchillo las palabras no existe, y de paso también la cara del niño Diego Rivera incluida en el mural, para echarle más gasolina a la lumbre. La polémica tomó furia.
El 4 de junio de 1948, azuzados por la campaña católica, un grupo de vándalos estudiantes de ingeniería llegaron al hotel y alguno raspó con un cuchillo las palabras no existe, y de paso también la cara del niño Diego Rivera incluida en el mural, para echarle más gasolina a la lumbre. La polémica tomó furia.
El artista Philip Stein, seguidor de los muralistas, en su libro Siqueiros: His Life and Works, relata que esa misma noche un numeroso grupo de artistas e intelectuales homenajeaba al director de Artes Plásticas Fernando Gamboa en la Fonda Santa Anita, y que cuando alguien llegó con la noticia del ataque Siqueiros gritó “Vámonos al Hotel del Prado”. Brazo con brazo, Clemente Orozco y el Dr. Atl marcharon por la calle al frente de los artistas enojados entre los que iban Diego, Leopoldo Méndez, Juan O’Gorman, Frida, María Azúnzolo, Raúl Anguiano, José Chávez Morado, Revueltas y muchos más, quienes entraron en tropel al lujoso restaurante del hotel, donde a esa hora una orquesta de cámara entonaba una vals de Chopin para los honorables comensales. A los gritos de “¡Muera el imperialismo!”, “¡Viva Madero!”, “¡Muera el arzobispo que bendice burdeles!”, espantaron a la distinguida concurrencia, al tiempo que Diego se trepaba en una silla para reponer con un lápiz humedecido en su lengua la inscripción “Dios no existe”.
La campaña pública no cesó, e incluso el director de cine Ismael Rodríguez tomó partido contra Diego. En esos momentos filmaba la segunda parte de la saga de Pepe el Toro, la muy exitosa cinta Ustedes los ricos, en la que incluyó una escena para ridiculizar al muralista: lo puso como el pintor Archivaldo, un panzón mantenido de la ricachona familia pariente de Chachita, y cuya figura recuerda a Diego; él llega al taller del célebre carpintero, y muy snob dice: “Me ha parecido muy típica esta casa, ¿me permitirían pintar algunos motivos?” El pintor cruza el patio de la vecindad y no ve que en el muro está escrito “Sí existe” entre signos de admiración. Pepe el Toro le dice a Mantequilla. “Oye mano, no me gusta nada la cara de ese pintor”; y al verlo venir, la Guayaba comenta: “Ese tipo tiene cara de ruso”. “Oye mana, yo creo que es Diego Romero”… “No es”, dice la Tostada, “No ves que Diego Romero no existe”…
Ese mismo año el popularísimo Pedro Infante grabó un disco que incluía la canción “Dios sí existe”: “Cuida a tus hijos que no caigan en desgracia dándole oídos a mentira y falsedad…”
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En 1961 el mural portátil fue trasladado al vestíbulo del hotel para dar acceso a todo el público, pero a consecuencia de los sismos de 1985 el Hotel del Prado fue demolido; la pintura, por fortuna, fue rescatada y el gobierno de Miguel de la Madrid le construyó un edificio sólo para el mural (así como lo oye), el Museo Mural Diego Rivera, en las calles de Balderas y Colón. Sesenta años después del atentado, el joven que raspó el letrero en el mural declaró haber formado parte de un grupo de estudiantes ricos de escuelas privadas, y sin imaginar lo que provocarían, decidieron actuar como “héroes de la religión”. Irónicamente se trataba de un activista católico, sobrino de la ex esposa de Diego Rivera, Lupe Marín, quien también fue incluida por el artista entre los personajes del mural. ®