No puedo acordarme bien cómo era el dicho aquel: “Donde hubo fuego, cenizas quedan” o, dándole la vuelta, “Donde hay cenizas, es que hubo fuego”. Tampoco me doy cuenta de si esa inversión cambia demasiado el sentido final del refrán.
Un par de veces he puesto a mis entregados tripulantes de naves sin mayor mapa tangible, aunque no por eso sin férreo timón (me refiero a mis alumnos del taller de motivación literaria), a escribir a partir de cenizas. Textos que involucren cenizas físicas, no importa de qué tipo. Por ejemplo, el volcán Paricutín apareciendo de la nada a mediados del siglo XX y sepultando dos pueblos mexicanos enteros de un saque; ahí les hago mirar, en foto blanco y negro de Juan Rulfo, el único vestigio que quedó de todo aquel exabrupto del Hades: la torre mayor de una iglesia emergiendo entre los desniveles rocosos de lo que alguna vez fue lava.
O las cenizas que durante meses flotaron sobre Montevideo debido a otro volcán, el Puyehue chileno, con las consiguientes tribulaciones que acarrearon en los aeropuertos. También —y esto es insólito— el veterano Keith Richards aspirando las cenizas fúnebres de su padre mezcladas con cocaína, según sus propias declaraciones de rockstar. O incluso las cotidianas y ahora denostadas cenizas que dejan los cigarros mientras se van muriendo entre los dedos de un rebelde fumador social. Toda ceniza vale para trabajar esta consigna.
No puedo acordarme bien cómo era el dicho aquel: “Donde hubo fuego, cenizas quedan” o, dándole la vuelta, “Donde hay cenizas, es que hubo fuego”. Tampoco me doy cuenta de si esa inversión cambia demasiado el sentido final del refrán. Pero supongo que una persona encarará diferente la vida si se focaliza en las cenizas remanentes que si, por el contrario, se concentra en el fuego, aunque le sea nada más que una memoria del pasado. De todos modos, me quedo con la impresión de que debe de haber sutilezas de lectura que me estoy perdiendo entre estas dos frases. No son tan igualitas como parecen.
Revisé, entonces, mis propias cenizas. Soy solidaria con los alumnos: siempre busco en mí cuando propongo una consigna de escritura. ¿De qué otro conejillo de Indias podría valerme?
También —y esto es insólito— el veterano Keith Richards aspirando las cenizas fúnebres de su padre mezcladas con cocaína, según sus propias declaraciones de rockstar. O incluso las cotidianas y ahora denostadas cenizas que dejan los cigarros mientras se van muriendo entre los dedos de un rebelde fumador social. Toda ceniza vale para trabajar esta consigna.
Nada de puentes de Madison: cenizas en solitario. De troncos, estufas, chimeneas.
Fue un invierno raro. Tan frío hasta los huesos; tan pleno, por otra parte, de desubicada luz. Un invierno hijo del fuego: me ocupé de prenderlo cada mañana desde que nadie más lo prendería. Como una Hestia monja, compulsiva y desquiciada. Me ocupé de juntar las ramitas, de desafiar las ganas de morirme. Sabía bien que únicamente con ese alimento ígneo, sólo con esa taza de té caliente en un refugio de alpinistas, podía salvarme de la inanición. Y Astor: tenía que calentar la casa para Astor, que todo siguiera rodando, que percibiera que seguiríamos adelante, fuera como fuera. Qué tristeza para él, su mundo quebrado, tirado en pedazos por el suelo. Porcelana que, una vez rota, no puede repararse más. Ya está. Cicatriz. Creí que lo dañaría para siempre, que le haría perder esa sonrisa. Ahora no tiene dientes, pero sigue riendo franco, como si quisiera largar el alma para afuera.
Mi casa es grande, vieja, de techos altos y descomunal claraboya. Y entonces todo se volvió para siempre cenizas, tantas cenizas —¡tantas!— que se juntaban al terminar el día. Montañas de ellas: ¿esperanza de Ave Fénix? El fuego era el ritual sagrado para continuar con vida, para persistir en la siempre frágil intención de continuar con vida.
La Cenicienta, pero sin baile ni madrina ni campanadas de retorno. Mejor.
Y toneladas de leña. Literalmente. Capital de madera, inversiones en el Wall Street de las barracas, lingotes apilados y forrados de astillas. Todos los días bajaba al sótano una, dos, tres veces, y acarreaba altos de troncos para seguir así atizando aquella fogata voraz y bulímica. Boca angurrienta de los dioses aztecas. Caldera de edificio en la que a veces se queman los papeles secretos, las cartas de amor, los documentos que comprometen. Mi máquina industrial de producción de brasas y cenizas: cosecha al amanecer. Pala de hierro. Entonces vuelta a empezar.
Sí, montañas de ellas. Las tocaba con la mano, me embadurnaba el rostro de cenizas, me persignaba la frente. Sentía su suave textura, su fina condición de arenas del Caribe. Claro, en las playas grises de los muertos. Ésas por las que nunca corrí del todo, esas que nunca he podido pisar descalza al fin.
“Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás”.
No todavía. ®