Viene ya el Mundial. Un buen preparativo es releer este cuento que publicamos en Replicante no. 12, en el verano de 2007.
para Andrea Golfari, ferviente del balompié
Así pasas sonriendo
Áureo resplandeciendo,
Pelota ya dentro la cabaña:
Tú, cuyo remate me ultraja
Si de tu zurda trago algún cañonazo;
Tú, goleador, centro delantero
En tu botín privilegiado, glorificado
—Augusto
—«Calme-toi sur la viande… une once de sperme perdue fatigue plus que trois litres de sang».
Tal fue la contundente acotación que hizo el DT a sus muchachos antes de dormir en la concentración previa al partido de la noche del sábado. Quizá el partido cardinal de aquella fatídica y, previsiblemente, trágica temporada.
—¿Y eso qué quiere decir profesor? —preguntó ingenuamente un joven canterano pero sólido en la zaga.
—Carajo, Raúl, tú sabes de lo que estoy hablando: ya hemos discutido a Flaubert. ¡Lo que quiero decir es que no deben andar por ahí revolcándose con cualquier vivandera de faunos que se cruza en el camino!
El encargado de la dirección técnica fomentaba barba gris y unos bigotes retorcidos que le daban un aspecto de majestuosidad decadente. En su mirada se advertía falsamente cierto aire positivista y, según sus propias palabras, nadie escapaba a su solidaridad. Pero eso no impresionaba a sus muchachos, ni tampoco que les exigiera el frenesí, cual baco delirante, del Sturm und Drang al momento de saltar a la cancha. “¡Tormenta e impulso, eso quiero que desplieguen al instante de recortar a un rival o disponer un pase filtrado!”, solía gritar desde el área técnica. Tampoco entendían nada sus pupilos cuando invitaba al árbitro, esa ave lúgubre, parafraseando a Dante con palabras tales como: “¡Temer debe las cosas el prudente/ que hacen el mal ajeno o la desgracia/ no lo que inofensivo es a la gente!”
Por otra parte, el estratega solía leer a los clásicos o exhaustivas antologías de poesía. Pero en ese momento cargaba bajo el sobaco Muerte y deporte (agonía como esencia), del consagrado escritor brasileño Gustavo Flavio. Se trataba de una diatriba contra “la glorificación del deporte competitivo y belicista”. El autor carioca esbozaba en aquella especie de panfleto político-deportivo la intrínseca relación metafórica entre el violento impulso de la carrera armamentista y el carácter bélico del deporte institucionalizado. “¿Hay algo más grotesco que esos montajes hormonales fabricados en los laboratorios deportivos?”, cuestionaba Muerte y deporte, y se extendía en una descarnada crítica a las “enanas simiescas de las barras asimétricas” o a los hercúleos atletas “de constitución bovina y mirada imbécil tirando pesos y martillos al aire”.
Las concentraciones previas a los encuentros solían ser considerablemente soporíferas y los jugadores se entregaban con frecuencia a los más mezquinos recreos: videojuegos, prensa rosa, jugos de frutas, literatura de kiosco, budismo, etc. Agravado por el hecho de que cada habitación era compartida por dos jugadores, siempre los mismos. Augusto (así también llamaremos desde ahora a nuestro DT) consideraba que todas esas distracciones de naturaleza burda fomentaban el “entusiasmo trivial, bajo y populachero” que habitualmente esgrimían los hombres de pantalón largo.
—Augusto, la institución no puede soportar la vergüenza de otra derrota. La prensa pide tu cabeza a gritos —había dicho el presidente del club.
—Carajo, lo sé.
El partido del día siguiente era vital. La derrota o el empate lo conducirían inexorablemente al patíbulo: sólo el triunfo podría cobijar aquel olvidable torneo y, sobre todo, su cabeza. Además le aseguraría posicionarse en zona de repesca. Pero el equipo antagonista, Club Recreativo, venía exhibiendo vergonzosamente la discapacidad de sus rivales en cada partido: desplegaban un juego práctico, veloz y eficiente, dinámico. Los adversarios tragaban goles como si se tratara de una equivocada filantropía. Gómez, el centro delantero rival, era conocido como El Napoleón del área chica por su inclinación a conquistar ese territorio y por su metro y medio de estatura. Augusto sabía que, salvo Raúl, el canterano sólido en la zaga, su aparato defensivo era falible y pesado. Además Ochoa, uno de sus hombres claves, estaba fuera a causa de pubitis.
* * *
Por la noche, en su habitación, apoyándose en citas de libros y folletos esparcidos sobre la mesa, en ejemplos y anécdotas, y recitando incluso algunas veces versos, Augusto estudiaba y repasaba atentamente su alineación. “4-3-3”, especulaba. Él sabía que eso era darle demasiadas ventajas al rival, pero un 4-4-2 lo exhibiría como conservador y cobarde, ni pensar en el 5-3-2. Imaginaba los encabezados después de la inexcusable derrota: “Internacional dice adiós”, o “Augusto fracaso”, y veía al pie de la nota su pequeña imagen de perfil, con extraño aire romántico. Se angustió.
Repasaba silenciosamente una y otra sus planteamientos barrocos; jugar ajedrez con la pelota: Filidor; las teorías del ajedrez romántico caracterizado por el arrojo de Anderssen y la fantasía de Morphy. Todo era inútil. “Carajo, lo sé”. Lo que fuera por encontrar una respuesta a su defensa mediocre, su medio campo poroso y su delantera obtusa. ¡Quizá Kasparov y su famoso gambito le diesen la clave para apuntalar su esquema táctico!
Renunció al análisis estratégico. Se preguntaba lo que harían Kafka o Lorca en su lugar. Trató de abandonarse inútilmente a la lectura de Muerte y deporte, pero aquel penetrante relato sólo conseguía crisparlo aún más. Un hombre con dudas nunca duerme: 5-3-2, 4-3-3, 4-1-2-1-2.
* * *
En situaciones eufóricas o depresivas, el idealista estratega se arrojaba secretamente a la composición de sonetos. Versos donde denunciaba las iniquidades del balompié o encomiaba la contundencia del remate cruzado. Sabía que era un espíritu seducido por ideas panteístas. Alzó la mano en un gesto barroco, empuñó su instrumento de escritura, pensó sin saber por qué en el presidente del club, aquel sórdido acumulador de dinero, y escribió con rabia:
Grave, junto a la puerta del presidente del club,
Vela un oscuro burócrata el sueño de quien mi ensueño de DT ahoga;
Ese cuervo de la tempestad, de pensamiento hepático de fut,
Dueño de mi esperanza, del arbitraje y la pelota
Los intrincados juegos de palabras que escribía —“tonterías inabarcables” en opinión de los peritos— lo satisfacían a tal grado que en esta ocasión lanzó un chillido al aire. Él sabía que un poeta verdadero no debía vivir de lo que escribía (tampoco tenía edad, según D’Annunzio): “Eso era obsceno, no se podía servir al arte y a Mammon al mismo tiempo”, había leído en uno de los tantos tomos de Historia crítica de la literatura que fatigaban su librero. Recordó a un viejo amigo que bosquejaba poemas, cuatro relatos y una novela al tiempo que trabajaba servilmente para una compañía de gas. Él prefería la dirección técnica como oficio, diciéndose que era menos infame que vender seguros o llantas. Terrible paradoja, quizá demasiado diabólica para tener solución: arte y oficio, arte u oficio. Irremediablemente su Nuevo poemario abundaba más en vocablos como “madruguete”, “trazo directo”, “frenética jornada” o “punzante descalabro” que los bucólicos “cavernas encantadas”, “leona taciturna” y “arcada otoñal”. Incluso tenía prefigurada la creación de una novela de tintes góticos, rica en suspense y crímenes inexplicablemente terribles y de turbia elegancia. La obra se llamaría La insignia roja del balón y lo convertiría, creía, en el padre del relato gótico-futbolístico, concediéndole un lugar y un nombre dentro del canon:
“Augusto: padre del relato gótico deportivo. Logró un maridaje pulcrísimo entre las concepciones de la novela negra con las percepciones futbolísticas, llevando ese género, hasta entonces considerado menor, a su máxima expresión y dotándolo de una seriedad axiomática. El crack nocturno o La danza en el área de Sabbath se consideran obras maestras del género”, se leería en La tradición de los clásicos, firmada por un importante crítico. Todo esto imaginaba el DT. Incluso veía su obra encuadernada con belleza, en edición crítica. Una pintura negra de Goya en la portada, con un balón caprichosamente superpuesto entre un taciturno grupo de cabritos grises.
* * *
Pero por ahora había que concentrarse en el duro encuentro del día siguiente. Nervioso y evidentemente descompuesto por la emoción de los versos que acababa de concebir, Augusto tomó dos pastillas de Lexotan y se entregó a un sueño febril alimentado, quizá, por sus vastas y desordenadas lecturas: se vio a sí mismo dentro de una barricada en París. Corría el invierno de 1848 y arreciaba la revuelta contra la moribunda monarquía. Dentro de su trinchera, Augusto leía inquietamente un número de Salut public. Fuera, los rebeldes se amontonaban a las puertas de un comercio recién saqueado. Entre la multitud atisbó a un soldado rebelde que se distinguía por su elegancia y malhumor: aquel buen hombre no hacía otra cosa que gritar irracionalmente: “¡Fusilemos al general Aupick! ¡Hay que fusilar al general Aupick!” Pero más le llamó la atención el impecable fusil de doble tiro que colgaba de su omóplato y su inmaculada cartuchera de cuero amarillo. Se preguntó cómo era posible mantener el garbo y la estampa en medio de aquella milicia urbana. Alguien le preguntó al antipático e inquieto soldado que gritaba sin cesar si finalmente utilizaría su rifle a favor de la república, así elegante como era. El malhumorado se alejó unos pasos y desde un pequeño montículo gritó a la rústica multitud con aspaviento colérico: “¡No es por la República, es por ejemplo! ¡Así deben portarse sus fusiles y uniformes, tropel de bestias!” Fin del sueño.
“¿Os imagináis a un dandy que le hable al pueblo si no es para injuriarlo?”, recordó Augusto revolviéndose bruscamente en su lecho. Pero él tenía que ganar un encuentro aquella noche. Quedarse ahí tumbado, como le gustaba hacer en su juventud, perdiendo el tiempo en divagaciones concernientes a algún poeta abyecto, no le serviría de mucho.
Trató de incorporarse inútilmente. El efecto de aquellas diabólicas píldoras lo mantuvo un par de horas más sumergido en pensamientos sombríos o de índole fantástica. Augusto se incorporó mortificadísimo. La terrible congoja fue suficiente para despertarlo definitivamente. Se preparó para su cita con el enemigo y salió de su habitación.
* * *
Llegó el momento de partir el sol. El táctico pensaba en el instante en que alguien, inevitablemente, habría de precipitarse al Orco. En el vestidor, minutos antes de entrar al terreno de juego, momentos antes de probar el cáliz dulcísimo de la victoria o tragar el nocivísimo brebaje de la derrota, Augusto reunió a sus muchachos en torno a él y habló de esta manera:
—Hay dos caminos en la vida para alcanzar la grandeza: el de las letras y el de las armas. Algunos creen que las armas ostentan un grado de preeminencia sobre las letras en la medida que son estas últimas quienes sustentas las leyes que han de regir la guerra y la política. No obstante, las armas refutan que sin ellas, las leyes, es decir las letras y lo que éstas representan, no podrían sustentarse. Gracias a las armas se defienden repúblicas, se conservan los reinos, se guardan ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de corsarios.
Los jugadores hacían un esfuerzo por seguir el singular discurso de su estratega que, al hablar, daba la impresión de que su asombrosa cabeza estaba hecha a escala mucho mayor y más ambiciosa que su torso. A pesar de que sus palabras fluían vertiginosamente sin que nadie prestase atención, continuó con un afectuoso sentimiento de paternidad:
—Pero dejemos esto aparte, que es laberinto de muy dificultosa salida. Las letras describen hazañas dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablones, para memoria en lo futuro. En el campo de batalla, esa campaña rasa, su deber es exponer que su humilde casaca, prenda de gala y de beligerancia, tiene mérito incomparable y que han de dejar por dicha prenda, si es menester, la cabeza aquí, un apéndice allá, la vida acullá. Las sienes heridas, o estropeado algún brazo, o pierna. Y se ha de hacer con complacencia, porque el día de batalla es el día de recibir con agrado el ejercicio que les ha sido encomendado. Siendo así, habrán medrado y su casaca jamás resentirá temor alguno, al contrario, se henchirá de fama. Y por la noche podrán restaurar todas esas incomodidades, bajo el inmenso manto del oscuro cielo…
De buena gana Augusto se habría extendido de no ser porque su bellísimo discurso se vio empañado por el llamado lúgubre del cuerpo arbitral. El estratega se estremeció. Una gota fría recorrió su espina dorsal. Los jugadores tenían que presentarse al protocolo de inicio. Las hostilidades estaban por dar inicio.
* * *
Las huestes de Augusto se distinguían por una elegante casaca mitad negra mitad azul. El calzoncillo era asimismo negro. Presumían el ambicioso nombre de Club Internacional en sus blasones. La falange enemiga vestía íntegramente de rojo diabólico y resoplaban bajo el nombre de Recreativo y acostumbraban llevarse el botín de tres puntos envuelto en el pelaje del adversario. El equipo rojo defendía la capital en esta visita decisiva al club internacionalista.
Los dos equipos se encontraban ya dentro de aquella espaciosa llanura. El estratega, inquieto, saboreaba ficticiamente los sucesos, desatinos, amores, desafíos, que aquella singular batalla ofrecería y que, al final, podría dejar su nombre escrito en el Libro de la Fama. Los cánticos de la hinchada, los desaforados golpes contra bombos y platillos perdidos entre la deforme cara de la grey, la exigencia a trompetas y demás aparejos de viento, confundían la desaforada y febril excitación de Augusto que ya veía y entendía el relinchar de caballos de grupas oprimidas, el tocar de los clarines, el ruido de los tambores y demás acentos bélicos que preceden a una acometida desigual. Ya le parecía al turbado Augusto ver en el DT contrario al jamás vencido Timonel de Carcajona, ostentando un campo leonado en su heráldica. Del otro lado del terreno de juego, donde había un humilde carrilero izquierdo, conocía a Espartafilardo del Bosque que en su escudo revelaba su empresa: Rastrea mi suerte.
Los rivales frente a frente, sus cóncavas naves dispuestas a la batalla, chillaban y gruñían con salvaje extrañeza, y a su influjo se estremecía el acalorado coliseo. El árbitro, esa detestable ave de rapiña, anunció la inauguración de las discordias con el silbatazo inicial. De tal suerte comenzaban las hostilidades. Cuando los ejércitos llegaron a juntarse, chocaron entre sí los escudos, las lanzas y el valor de los hombres armados de broncíneas corazas, y al aproximarse las abollonadas rodelas se produjo un gran tumulto. Allí se oían simultáneamente los lamentos de los moribundos y los gritos jactanciosos de los matadores, y la tierra manaba sangre. Al menos esta era la percepción del DT, que seguía el partido en la banca con la mirada clavada en su gesta gloriosa personal.
Desde el primer minuto de juego la batalla fue encarnizada. Los pupilos de Augusto pronto advirtieron que los rivales eran belicosos. Sus purpúreas naves deseaban siempre romper con sus mortíferas saetas las corazas del pecho enemigo. La amenaza inaugural llegó al minuto 23, cuando un atacante del Recreativo dirigió un flechazo al arco que dio un terrible chasquido enmudeciendo a los locales.
El equipo local respondió al 30 con un contragolpe por esa inmensa estepa que es el extremo izquierdo. El jugador con el número once, de pies ligeros y gambetas de tinte rococó, cruzó un disparo atropellado que no encontró rematador en el corazón de área.
Los minutos consecutivos fueron de una tensión excesiva. Las naves de rojas proas no cedían en su intento por arruinar la adarga internacionalista, abriendo fuego ora desde la banda derecha, ora desde la izquierda. Flechazos sibilantes, estertóreos bombazos, dinámica en el ataque rival y los pingües muslos del blindaje local, alimentaban el terror en la cabeza de Augusto, que imaginaba cómo continuamente ardían piras de cadáveres.
La tranquilidad del cuadro rojo azoró aún más la ya débil moral de los muchachos de nuestro estratega. Se desarrollaba el minuto 60 del cotejo cuando la ya vapuleada defensa local se resquebrajó completamente. El Napoleón del área chica cometió el disparate de gambetear a la defensiva internacional y, cuando se encontró cara a cara con el cancerbero local y con una gracia melódica que parecía extraer de una lira divina, se dejó caer ante la inminente salida de éste para que el árbitro, ese lóbrego magistrado, dictaminara la pena máxima desde los once metros.
Augusto, afligido, con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego, y encarando al árbitro la torva vista, exclamó: “¡Adivino de males! Jamás has anunciado nada grato. ¡Publicador de sandeces, silo de bellaquerías, armario de embustes, enemigo del decoro!” Los jugadores del Internacional asediaron al árbitro, ese depositario de mentiras, con aspavientos airados y con encomiendas y gestos mucho más contundentes que los barrocos vocablos de su director técnico. Desistiendo de su propósito y habiendo hablado así, Augusto se sentó y se sumergió en una de las más profundas y angustiosas cavilaciones que relatan los anales del balompié.
Uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos. Y bajo la cabeza erguida, los ojos fijos y la sonrisa cómplice del Napoleón del área chica que ya se aprestaba a cobrar, se podía observar en la cara turbada del arquero la cuerda del ahorcado, el cuchillo del asesino, los despojos horripilantes del aborto, las huellas del incesto. Su espíritu estaba listo para derrumbarse. El cobrador golpeó la pelota con una furia indescriptible ante la lánguida mirada del guardameta. El estadio enmudeció y el festejo silencioso de lo endemoniados bajó las pesadas cortinas del juicio final.
Mientras se consumaba el gol en contra, sin salir de sus cavilaciones, el estratega cree recordar a Homero: “La lanza destroza el esternón, la sangre mana, los miembros se desatan y el cuerpo se derrumba como un muñeco de madera”. Pues bien, sus miembros se han desatado y ahora también tiene el espíritu desatado.
El minuto 90 resultó ser una buena noticia para el Internacional que, con tres goles en contra, se despidió del torneo.
* * *
El silencio dominante en los vestidores al final del encuentro sólo era equiparable al del patíbulo. Acaso, al silencio del estadio que enmudece ante el inminente gol en contra. Augusto, ensimismado, no abrió la boca. Por su cabeza pasaban ráfagas de imágenes: las veces que había azotado con furia su saco contra el pasto, para luego levantarlo y volvérselo a poner después de una cuidadosa sacudida. O las escasas ocasiones que creyó alcanzar el paraíso de un solo contragolpe. Su irremediable gusto por el infinito, la felicidad en forma de gol. Pero no, la felicidad ahora le producía el efecto de un vomitivo. “¿El triunfo? ¡Imposible exagerar más el gusto por lo vulgar! Aquellos necios no entienden nada. La ignorancia, la demagogia, patrimonios universales”.
* * *
Augusto se encontraba en la oficina del presidente del club. “Así es como parecen comportarse los dioses y los ángeles. Eligen juntarse con los mortales más penosamente vulgares”, pensaba distraídamente. Nada más exasperante que el teatral, afectuoso e hipócrita sentimiento de paternidad. Como tratar de curar a un enfermo. Mientras veía la barrigota llena de mierda del presidente del club y percibía un parloteo bofo que manaba de aquella boquilla amoratada, el DT pensaba en los tópicos esenciales de la vida: angustia y tedio. Los vicios del hombre, tan llenos de horror. Estar a la altura de lo incurable.
Finalmente, el DT abandonó la oficina. Salió para siempre de aquel lugar, rectilíneo, insulso, mal pagado. Intentó refugiarse nuevamente en los poetas. ®