Nuestro escritor no confía en el futuro, sólo en un pasado que utiliza a modo de caparazón protector contra una actualidad decepcionante. De ahí que cante, en tonos elegíacos, a esa vieja y heroica España más hecha de ayer que de mañana.
Tras el desastre, la autocrítica. La España de 1898 reflexiona sobre las razones que la han abocado a la derrota frente a los emergentes Estados Unidos. ¿Qué actitudes la han llevado a una decadencia nacional tan prolongada? Surgen entonces voces como las de Costa, Unamuno o Picavea, portadoras de un mensaje de regeneración. José Martínez Ruiz, más conocido por el seudónimo de Azorín, se sumará también a la literatura sobre la catástrofe.
Es muy fácil contraponer al Azorín de la madurez, que se deja utilizar por el franquismo, con el Azorín filoanarquista de la juventud. ¿Cómo explicar una trayectoria que va de un extremo al otro del arco político? Para Elena Catena esta evolución constituía un “enigma”. Para Inman Fox el cambio se explica por la decepción de nuestro autor con la izquierda. El propio interesado, a lo largo de su vida, justificó su proceso ideológico en términos de maduración biológica. Simplemente había hecho, en cada situación, lo que le había parecido oportuno y justo.1
Pero ¿y si entre el escritor progresista y el reaccionario no existiera sólo ruptura sino también continuidad? Fijar en términos cronológicos el paso del primero al segundo supone una tarea ardua, por no decir imposible. En la misma persona, durante varios años, van a coexistir elementos contradictorios. Así, por extraño que pueda parecer a primera vista, el anarquista militante y el escéptico van de la mano durante los últimos años del siglo XIX. Además, tratándose de un hombre como él, maestro consumado en las artes camaleónicas, nunca podemos estar seguros de cuánto hay de pensamiento sincero o de adaptación pragmática a las situaciones.
¿Y si entre el escritor progresista y el reaccionario no existiera sólo ruptura sino también continuidad? Fijar en términos cronológicos el paso del primero al segundo supone una tarea ardua, por no decir imposible.
En La Voluntad (1902), su primera novela, Yuste, el maestro del protagonista, Antonio Azorín, es un sabio cascarrabias al que le exasperan sus conciudadanos. Todo le parece estupidez a su alrededor: el discurso de los políticos, las leyes hechas para amparar a los delincuentes, las multitudes inconstantes… El lector se pregunta qué discurso regeneracionista puede construirse a partir de ese desprecio olímpico por el propio país. Yuste es la voz que clama en el desierto, los demás, una banda de criaturas sumidas en el letargo.
Las convicciones libertarias del maestro saltan a la vista. A su discípulo, Antonio, le dice que la propiedad es el mal. Como su origen radica en la fuerza, pretender destruirla es el impulso más humano posible. Una vez que se consiga este sueño la sociedad ya no se basará en la explotación sino en el trabajo gustoso y espontáneo. Instituciones represivas como el Estado, el ejército o el matrimonio perderán su razón de ser. El mundo será entonces un paraíso. Para franquear sus puertas sólo hay un camino posible, el de la violencia: “Nosotros emplearemos la fuerza para crear otro estado social que sea manantial de bienandanzas”. Sin embargo, en otro momento de la novela especifica justo lo contrario: “El empleo de la fuerza es añadir maldad a la maldad ya existente”.2 Ahora, en la línea de Tolstoi, cree que es a través de la resignación y la pasividad como se materializará en la Tierra el reinado de la Justicia.
El maestro llega a decir que hay que cambiarlo todo si queremos que España tenga arreglo. ¿Una llamada a la acción, a la movilización creadora de energías? No, porque nada tiene remedio. Los jóvenes del presente fracasarán, lo mismo que sus ancestros, lo mismo que sus hijos. Yuste, pese a su cascada de protestas contra la realidad, se define a sí mismo como “un pobre hombre sin fe, sin voluntad”. Tiene, por desgracia, razón. Aunque se confiesa patriota, su patriotismo recuerda dolorosamente a un remanso de aguas estancadas. No posee un proyecto para el porvenir sino referencias culturales ancladas en un mundo periclitado. La patria, para él, son los cuadros de El Greco, los clásicos literarios o las callejuelas de Toledo. Curiosamente, demuestra una nostalgia de la España imperial similar a la que experimentarán los franquistas, aunque en su caso más teñida de pesimismo que de afán por restaurar la gloria perdida. En su opinión, la esencia nacional lleva camino de perderse en un proceso inquietante, pero inevitable, de uniformización de costumbres: “Primero es la nivelación en un mismo país; después vendrá la nivelación internacional”.
¿Azorín, profeta de la globalización? Eso es lo que parece, pero en su actitud no hay entusiasmo sino resignación. La historia se convierte en un refugio frente al presente, del que no se perciben las oportunidades sino inquietantes amenazas. Nuestro escritor no confía en el futuro, sólo en un pasado que utiliza a modo de caparazón protector contra una actualidad decepcionante. De ahí que cante, en tonos elegíacos, a esa vieja y heroica España más hecha de ayer que de mañana. Los sencillos labriegos que rezan el rosario de madrugada vienen a ser la perfecta encarnación de un país que ha extraviado el rumbo a la modernidad, aunque esto no sería algo por fuerza negativo. La fe de los campesinos es genuina. El hombre moderno, en cambio, solamente puede aportar un sentido de la ironía que no conduce a ninguna parte. Su racionalismo, su escepticismo, no sirven como herramientas de bienestar espiritual ni permiten comprender mejor la naturaleza. Por eso, en un momento tremebundo, Yuste, pese a su tremenda cultura, proclama convencido que “la inteligencia es el mal”.3 De ahí al “Muera la inteligencia” de Millán Astray hay un paso muy estrecho.
Nuestro escritor no confía en el futuro, sólo en un pasado que utiliza a modo de caparazón protector contra una actualidad decepcionante. De ahí que cante, en tonos elegíacos, a esa vieja y heroica España más hecha de ayer que de mañana.
Para Azorín, la España de los pueblos mesetarios es una España tan muerta con lo estaba la de Felipe II, pese a los siglos transcurridos. Todo permanece, en el fondo, igual. Aquí radica, según José María Valverde, la debilidad del progresismo de nuestro autor: “En el fondo, no cree en un posible avance real de la sociedad, que, según él, es algo primordialmente cíclico”.4 La idea de progreso implicaría, en efecto, la transformación de unos espacios ajenos a cualquier dinamismo. ¿Es eso en realidad lo que Azorín desea? Por muy radical que aparente ser no deja de admirar que en los municipios perdidos de la mano de Dios la gente ama la vida, incluso con fervor, más que en las grandes ciudades.5
Idea de progreso equivale a descontento contra lo establecido, pero éste es un concepto ajeno a Azorín tanto en su madurez, en la que se conforma con el destino, como en su juventud, cuando, influido por una filosofía determinista, piensa que “los hombres no pueden ser más que como son”.6 Tal vez por eso mismo en La fuerza del amor, su obra teatral de 1901, ambientada en el Siglo de Oro, ridiculiza sin piedad a los arbitristas a través del personaje de Salazar. Éste es un tipo estrambótico, convencido de que los tercios pueden ganar la ciudad costera de Ostende… ¡En cuanto se absorba el agua del mar con esponjas! Es como si el autor, por este medio indirecto, quisiera reírse de toda la literatura regeneracionista posterior al 98. Como si pretendiera entender que todos los proyectos para sacar a España de su marasmo no son otra cosa que vanidad y una pérdida de tiempo espantosa. Salazar es un hombre ridículo, pero él se cree poco menos que el único lúcido en el país de los ciegos, imbuido de un irritante mesianismo.7
Por otra parte, el escritor progresista de principios del siglo XX conecta con el futuro simpatizante de Franco en su nula valorización de la actividad política. De hecho, el antiparlamentarismo es una constante en toda su obra. En La Voluntad, lejos de percibirla como una actividad noble, al servicio del bien común, Yuste la considera una actividad al servicio del beneficio económico, no de los ideales. En la vida real Azorín hace gala del mismo escepticismo. Ya en 1898, en un artículo titulado “Gaceta de Madrid”, sostiene que las elecciones son inútiles porque dan exactamente lo mismo unos políticos que otros, sean de derechas o de izquierdas: “Ante la ineficacia del poder legislativo no cabe predicar el retraimiento, cabe votar… por la supresión del Parlamento”.8
“Impresiones parlamentarias”, otro de sus artículos de prensa, dibuja a los diputados como criaturas sin ningún talento particular, incapaces de dar a luz una sola idea, huérfanos de la mínima curiosidad respecto al mundo, la cultura o simplemente la vida. Parece como si se hiciera político el que no pudiera ser otra cosa. Y, pese a todo, la gente los aplaude. En esta misma línea llama la atención el interés de nuestro autor por H. G. Wells, un escritor para el que la democracia, en su forma actual, permanece incompleta: el gobierno de la masa caótica de ser sustituido por el de la minoría culta y desinteresada. Para salir de su marasmo, el pueblo necesita la guía de un héroe, de un salvador. Azorín, en su comentario, no puede evitar hacer un paralelismo explícito con España y el debate acerca de un cirujano de hierro: “Y entonces surge también la idea de un hombre. El escritor inglés parece que está haciendo la disección de nuestra vida nacional”.9
Frente la pasividad del maestro Yuste, su discípulo, Antonio Azorín, intenta protestar, rebelarse… No va muy lejos. Personaje lúcido, capaz de ver las miserias tanto de los revolucionarios como de los ultramontanos, acaba convirtiéndose en un nihilista. Él, al contrario que Yuste, no se expresa en términos amables de la España tradicional. Ve en los castellanos una raza paralítica agobiada por la austeridad y el catolicismo: “Todo es pobre, todo es opaco”.10 La suya es una apuesta por romper con la vieja moral, en la línea de Nietzsche, pero a la hora de la verdad carece de energías para hacer nada de provecho. Y el mayor drama no es ése, sino que su caso representa a toda una generación que, como Hamlet, chapotea en el fango de la duda. De todas formas, algo positivo hay en su actitud. Aunque camine desorientado, al menos se mueve. Para José Martínez Ruiz eso no es poca cosa cuando se parte de un Universo inconmovible, donde los que no quieren avanzar impiden que los demás lo hagan.
La España azoriniana, pues, es una España sin voluntad, sin pulso. ¿Cómo extrañarse de que el escritor, cuando se complete su evolución hacia el conservadurismo, defienda las restricciones a la voluntad nacional? En el marco de sus premisas ésta es una opción lógica porque los ciudadanos, a su entender, no están preparados para ejercer la soberanía. En cualquier clase social que miremos sólo se encuentra un panorama desolador: el pueblo es inculto y pobre; la burguesía permanece ajena a los problemas colectivos; la aristocracia, ayuna de curiosidad, carece de inquietudes culturales. Por eso, el Azorín que elogia a Franco y critica la democracia está en coherencia con el que en su juventud abominaba del sistema liberal, ineficaz y corrupto. A fin de cuentas, como dijo Mercedes Vilanova, el amor al pueblo de su etapa juvenil “oscila entre el paternalismo y una actitud destructiva”.11 ®
Bibliografía
Azorín, Los pueblos. Madrid: Castalia, 1983.
Azorín, Antonio Azorín. Madrid: Castalia, 1992.
Azorín, La Voluntad. Madrid: Biblioteca Nueva, 1996.
Azorín, La fuerza del amor. Madrid: Biblioteca Nueva, 2011.
Ferri Coll, José María; Rubio Cremades, Enrique; Thion Soriano-Mollá, Dolores (Eds.), Azorín. La invención de la literatura nacional. Madrid: Iberoamericana, 2019.
Martínez Torrón, Diego (ed.), Con Azorín. Estudios sobre José Martínez Ruiz. Madrid: Sial, 2005.
Valverde, José María, Azorín. Barcelona: Planeta, 1971.
Vilanova, Mercedes, La conformidad con el destino en Azorín. Barcelona: Ariel, 1971.
Notas
1 Martínez Torrón (ed.), Con Azorín, p. 58.
2 Azorín, La Voluntad, pp. 65, 92.
3 Azorín, La Voluntad, pp. 68, 72, 81, 148.
4 Valverde, Azorín, p. 61.
5 Azorín, Antonio Azorín, p. 92.
6 Valverde, Azorín, p. 77.
7 Azorín, La fuerza del amor, p. 50.
8 Martínez Torrón (ed.), Con Azorín, pp. 61–62.
9 Azorín, Los pueblos, pp. 57–60. El comentario a Wells en pp. 191–195.
10 Azorín, La Voluntad, p. 181.
11 Ferri Coll; Rubio Cremades; Thion Soriano–Mollá (Eds.), Azorín. La invención de la literatura nacional, pp. 30–31. Vilanova, La conformidad con el destino en Azorín, p. 60.