En nuestro idioma, a lo que le está ocurriendo al sujeto al momento de asignar el atributo de belleza tendría que denominarse “bellar”. Al ver el fulgor de lo que consideramos bello, percibir o escuchar una voz melodiosa “bellamos” esa experiencia y somos bellados en ella. No equivale a “embellecer” que significa hacer bello un objeto que no lo era.1
Luego también, siguiendo de este modo, decimos que todo el cuerpo es bello bien para la carrera, bien para la lucha, y lo mismo, todos los animales, un caballo, un gallo, una codorniz; los enseres y todos los vehículos, de tierra; en el mar, los barcos y las trirremes, y todos los instrumentos, los de música. y los de las otras artes, y, si quieres, las costumbres y las leyes; en suma, llamamos bellas a todas estas cosas por la misma razón, porque consideramos en cada una de ellas para qué han nacido, para qué han sido hechas, para qué están determinadas, y afirmamos que lo útil es bello teniendo en cuenta en qué es útil, con respecto a qué es útil y cuándo es útil; lo inútil para todo esto lo llamamos feo.
—Sócrates2
Esta tensión entre la utilidad y la gratuidad de lo bello se aloja en la médula misma del debate en la filosofía estética desde que Sócrates juega con Hipias interrogándolo sobre estos temas. Hipias empieza a responder sobre lo bello como lo hubiese predicho el evolucionismo pues los ejemplos que elige para ilustrarlo son objetos que le son útiles como una yegua, una vasija, el marfil, una doncella, el mármol o lo adornado de oro (útiles para la reproducción y el status). Afirma que el poder es lo más bello y no tener poder lo más feo: “Pero lo bello y digno de estimación es ser capaz de ofrecer un discurso adecuado y bello ante un tribunal, o ante el Consejo o cualquier otra magistratura en la que se produzca el debate, convencer y retirarse llevando no estas nimiedades, sino el mayor premio, la salvación de uno mismo, la de sus propios bienes y la de los amigos”.5
En dirección inversa a la postura de Sócrates cuando afirma que lo útil es bello, Darwin entiende que lo bello es útil pues si evolucionó la belleza es porque algún fin habría de cumplir. Varias veces observa que “las hembras generalmente prefieren o son más excitadas por los machos más brillantes; pues de lo contrario los machos estarían adornados sin propósito alguno”. “Aquel que piense que con seguridad se puede medir la discriminación y el sabor de los animales inferiores podría negar que la hembra de faisán Argus pudiera apreciar la belleza refinada, pero luego se verá obligado a admitir que la actitud asumida por el macho durante el acto de cortejo, donde la maravillosa belleza de su plumaje se exhibe en su totalidad, no tendría sentido y ésta es una conclusión que, por mi parte, nunca admitiría”.6 Argumenta una y otra vez que “a pesar de que tantos faisanes y sus aliados gallináceos despliegan cuidadosamente su plumaje ante las hembras, es notable, como el señor Bartlett me ha informado, que éste no es el caso de los faisanes de color apagado (Crossoptilon auritum y Phasianus wallichii), de modo que estas aves parecen conscientes de que tienen poca belleza que mostrar”.7
En otras palabras, la utilidad de lo bello radica precisamente en su función de atracción. Darwin concluye que para cada objeto o rasgo apreciable debe haber un sujeto o criatura que lo aprecie, en paralelo a Marx cuando sostiene que con la producción de la mercancía se produce también a su consumidor.
Y así como Marx distingue entre necesidades primarias (alimentación, abrigo y seguridad) de las secundarias (culturales o artísticas), Darwin distingue los caracteres primarios por su fin directo en la reproducción (genitales, órganos sexuales) de los secundarios (canto o plumaje de las aves, estridulación de los grillos, cornamenta de ciervos y alces), adaptaciones que contribuyen a seducir y distinguir a un género de otro o a un individuo de otro en la selección sexual. “Cuando contemplamos a un ave macho exhibiendo elaboradamente sus graciosas plumas o espléndidos colores ante la hembra, mientras otras aves, no así decoradas, no realizan tal despliegue, es imposible dudar que lo que ella admira es la belleza de su compañero macho. Como las mujeres en todos lados se adornan con estas plumas, la belleza de tales ornamentos no puede ser disputada”.8
Supongamos que sí fuese disputable la belleza de los ornamentos en algunos casos como el cuello inflable de la lagartija macho. Lo que no se puede disputar es la utilidad de tales características pues el simple hecho de que atraigan a la hembra lo prueba. En otras palabras, la utilidad de lo bello radica precisamente en su función de atracción. Darwin concluye que para cada objeto o rasgo apreciable debe haber un sujeto o criatura que lo aprecie, en paralelo a Marx cuando sostiene que con la producción de la mercancía se produce también a su consumidor. La papada del urogallo es una adaptación para atraer a la hembra pues se infiere que tuvieron que existir hembras atraídas por semejante dispositivo para procrearle descendientes al macho, a la vez que la atracción por esa papada es otra adaptación que la madre hereda a sus hijas.
La perspectiva evolucionista arroja así una luz nueva sobre problemas viejos: siguiendo a Hume en su búsqueda del estándar universal del gusto pero sin reducirse a la especie humana, Darwin se concentra en observar el comportamiento natural y cotidiano de cada especie y su atracción o repulsión hacia ciertos rasgos. Examina la elección del animal para inferir las preferencias y el valor que el objeto elegido podría tener para él.
Volvamos a la postura kantiana. En el Segundo momento de su Tercera Crítica, Kant concluye que lo bello es lo que place universalmente sin concepto. Aquí se entrometen tres factores adicionales: la conceptualización, el placer y la universalidad. En la estética kantiana el “concepto”, hijo de la razón, se opone a la sensibilidad vinculada a la intuición, la imaginación y el entendimiento. El segundo entrometido es el placer: el argumento irrebatible sobre la utilidad de lo bello es el placer que nos produce. Se puede invertir el argumento y decir, desde la perspectiva neo-darwinista, que si nos produce placer es porque es útil: valoramos como bello aquello que favorece la evolución o a la reproducción de las especies. Pulchra sunt quae visa placen, afirmaTomas de Aquino: Bello es lo que place al ser percibido. “Sensibilidad es goce”, escribe Levinas. Si lo bello place es imposible que no sea útil pues su finalidad es precisamente ésa: proporcionar placer.
El tercer término, la universalidad de lo bello, lo establece Kant a partir del juicio del sujeto desde el sensus communis o sentido en común de quienes juzgan más que en las proporciones o características de los objetos considerados bellos. Por esta línea, Voltaire atina al señalar:
Preguntad a un sapo qué es la belleza, el ideal de lo bello, lo to kalòn. Os responderá que la belleza la encarna la hembra de su especie, con sus hermosos ojos redondos que resaltan de su pequeña cabeza, boca ancha y aplastada, vientre amarillo y dorso oscuro. Preguntad a un negro de Guinea: para él la belleza consiste en la piel negra y aceitosa, los ojos hundidos, la nariz chata. Preguntádselo al diablo: os dirá que la belleza consiste en un par de cuernos, cuatro garras y una cola.9
Desde tal perspectiva, la base para la universalidad de lo bello en Kant se relativiza al sensus communis de los guineanos, de los sapos y de los diablos, que casualmente coincide con aquello que les proporciona placer.
Por si no quedara claro que lo bello es un acto de valoración de un sujeto, y no un atributo del objeto por sí mismo, consideremos el curioso caso de los aborígenes en el archipiélago de Malaya que confirmaría a Voltaire pues juzgan como feos a los dientes blancos al asociarlos con los dientes de perro y por tanto se los pintan de otro color. Tampoco podemos considerar que sean universalmente bellos los labios delgados en la mujer como lo demuestra la sorprendente convención de belleza entre las mujeres mursis de Etiopía que se los deforman para sostener un gran disco en el labio inferior. En ciertos grupos urbanos actuales se desfiguran los labios con colágeno para simular una carnosidad de hembra en apogeo sexual o son ensartados con aros de metal que obstruyen el habla y la alimentación. La belleza del moco del guajolote, del esófago amarillo hinchado del urogallo, de los granos rojos alrededor de los ojos en ciertos patos, de los genitales enrojecidos de los papios y chimpancés hembras, de la nariz colgante en el mono nasalis lavatus como de los pechos de silicón en algunas hembras de la especie humana, definitivamente está en la mirada de quien los mira.
Para Reid, filósofo del siglo XIX, la belleza tiene la utilidad de ser un índice de lo que el hombre desea en la mujer: “¿Qué es esa belleza en las características del rostro del sexo hermoso que todos los hombres aman y admiran? Creo que consiste principalmente en características que indican buenas afecciones. Cada indicio de gentileza, debilidad y benignidad es belleza; por el contrario todas las características que indican envidia, pasión, orgullo y malignidad, es una deformidad”.10 El romanticismo de Reid resulta ser muy poco romántico al calcular en cada gesto atributos útiles para una esposa perfecta.
Otra versión más contemporánea de la utilidad de lo bello propone el instrumentalismo cognitivo en la concepción de Pinker cuando entiende a la belleza en términos de “signos claros, fuertes y analizables de objetos interesantes y potentes” o en las preferencias prácticas de paisaje por su potencial informativo y de refugio en Orians, Heerwagen y Kaplan.11 Humphrey sigue esta línea cognitivista y pragmática de lo bello cuando afirma que “las preferencias estéticas surgen de una predisposición entre los animales y los hombres a buscar experiencias a través de las que puedan aprender a clasificar objetos del mundo a su alrededor. ‘Estructuras’ bellas en la naturaleza o en el arte son las que facilitan la tarea de clasificación al presentar evidencia de las relaciones ‘taxonómicas’ entre las cosas de una manera informativa y fácil de captar”.12
Bellar es expandir nuestra percepción al apreciar algo y hallar perfección a través de él, como el lunecer sobre el río en Tlön. Menelao estuvo a punto de asesinar a su esposa que tanta calamidad había provocado a los aqueos y troyanos, pero al momento en que Elena se descubre los pechos ante él, Menelao bella en ellos.
Valga insistir en que la belleza no reside en un objeto sea la Venus de Milo o la doncella en la que pensó Hipias sino que, como lo enfatiza Sócrates, se trata de una asignación: “Decimos que todo el cuerpo es bello… llamamos bellas a… y afirmamos que lo útil es bello… lo inútil para todo esto lo llamamos feo”.13 Sócrates no se refiere a los objetos sino a los actos de asignar esa categoría cuando decimos, llamamos y afirmamos que algo es bello, es decir, se trata de un acto del lenguaje o lenguajear una experiencia.
Puesto que de lenguaje hablamos, Borges escribe en Tlön, Uqbar y Orbis Tertius que en el lenguaje idealista de Tlön no hay objetos sino que es una serie heterogénea de actos independientes, por ejemplo: “no hay palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o lunar. Surgió la luna sobre el río se dice hlör u fang axaxaxas mlö o sea en su orden: hacia arriba (upward) detrás duradero-fluir luneció”.14
En nuestro idioma, a lo que le está ocurriendo al sujeto al momento de asignar el atributo de belleza tendría que denominarse “bellar”. Al ver el fulgor de lo que consideramos bello, percibir o escuchar una voz melodiosa “bellamos” esa experiencia y somos bellados en ella. No equivale a “embellecer” que significa hacer bello un objeto que no lo era, mientras que “bellar” nada tiene que ver con el objeto: es un acto que le ocurre al sujeto en la epifanía del bellamiento.
Bellar es expandir nuestra percepción al apreciar algo y hallar perfección a través de él, como el lunecer sobre el río en Tlön. Menelao estuvo a punto de asesinar a su esposa que tanta calamidad había provocado a los aqueos y troyanos, pero al momento en que Elena se descubre los pechos ante él, Menelao bella en ellos.®
Notas
1 Este texto forma parte de un libro en proceso de publicación.
2 Platón, Hipias Mayor (295c-e).
3 (Kant, 1790) § XVII.
4 (Eagleton, 1990) Este prejuicio téorico persevera incluso en perspectivas evolucionistas un cuarto de milenio después, como en Brandt, quien opone la percepción estética orientada a la contemplación y los afectos a la percepción pragmática orientada a la acción (Brandt, 2006).
5 Platón, Hipias Mayor (296a) (304 a-b).
6 (Darwin, 1882) 400, 316-17, 261.
7 (Darwin, 1882) 400.
8 (Darwin, 1882) 92.
9 (Voltaire, 1984) 63.
10 (Reid, 1801) 165.
11 (Pinker, 1997) 536 (Kaplan, 1992) (Orians & Heerwagen, 1992).
12 (Humphrey, 1973), 432.
13 Platón Hipias Mayor (295c-e).
14 (Jorge Luis Borges, 1968)
Referencias bibliográficas
Brandt, P. A. (2006), Form and meaning in art. The artful mind: cognitive science and the riddle of human creativity.
Darwin, C. (1882), Descent of Man, and Selection in Relation to Sex. Darwin online Second Edition, Revised And Augmented. Fifteenth Thousand. With Illustrations. London: John Murray, Albemarle Street. 1882. John Murray. 2nd edition, fifteenth thousand. Retrieved from http://darwin-online.org.uk/content/frameset?viewtype=side&itemID=F955&pageseq=1
Eagleton, T. (1990). The ideology of the aesthetic (p. 426). Wiley-Blackwell.
Humphrey, N. K. (1973). The illusion of beauty. Perception, 2(4), 429–39.
Jorge Luis Borges. (1968). Tlön, Uqbar, Orbis Tertius (pp. 76–93). México D.F.: Siglo Veintiuno Editores.
Kant, I. (1790). The Critique of Judgement. Trans. James Creed Meredith. Electronic version. Retrieved from American Philosophical Association Gopher. 3 Oct. 2003. <http://eserver.org/philosophy/kant/critique-of-judgment.txt >.
Kaplan, S. (1992). Environmental preferencia ina a knowledge-seeking, knowledge-using organims. In J. H. Barkow, L. Cosmides, & J. Tooby (Eds.), The adapted mind (pp. 581–600). Oxford ; New York: Oxford University Press.
Orians, G. H., & Heerwagen, J. H. (1992). Evolved response to Landscapes. In J. H. Barkow, L. Cosmides, & J. Tooby (Eds.), The adapted mind. Oxford ; New York: Oxford University Press.
Platón Hipias Mayor.
Pinker, S. (1997). How the mind works. New York: Norton & Co.
Reid, T. (1801). Essays on the active powers of man, Edinburgh: J. Bell
Voltaire, F. (1984). Philosophical Dictionary, (Theodore, Ed.).