¿Cómo cupieron Walter Benjamin, Frida Kahlo, Deleuze, un sambista y las chicas del camión que huelen a jabón en un solo texto? Los ensayos fragmentarios de Maria Alzira se integran a través de su visión de mundo.
Para las chicas que iban en aquel autobús.
La casa quedaba cerca del matadero municipal. Las tablas del piso se rompían, las ratas se resistían a los venenos, en los días de lluvia goteaba por todos lados. Mi padre trataba en vano de arreglar lo que hacía falta. Mi madre lloraba. La casa no se dejaba arreglar del todo, justificando esas dos formas de fracaso, el intento inútil y el llanto.
En el autobús, por la mañana muy temprano, iban las chicas recién salidas de la ducha oliendo a jabón y perfume pretty peach. Esa mezcla de olores me excitaba, producía en mí una sensación similar a la de la convalecencia. Sin embargo ese encanto duraría sólo hasta que cada chica se bajara en su destino: alguna línea de producción. Yo me bajo y huyo de su destino. Las chicas entran en las fábricas, oficinas, tiendas, florerías.
En la casa siempre había una lata de duraznos reservada para las visitas. Yo anhelaba la mitad amarilla con almíbar que me tocaba en el caso de que no se zamparan todas. Las visitas eran en general contenidas y bien educadas. La excepción era un señor que luego de apurar la última ración bebía lo que restaba del almíbar directamente del platillo. Recuerdo cómo veía escurrir por la comisura de su boca la esperanza de mi dulce.
En ese entonces yo enfermaba con frecuencia de males comunes de la infancia, como infecciones de garganta e indisposiciones digestivas. El proceso de la enfermedad, con sus ciclos de fiebres, sueño y convalecencias, y las alteraciones que suponían en mi rutina no me parecían desagradables. Al contrario, yo apreciaba los cambios que operaban en mi percepción. El pasaje del tiempo, los colores, los sonidos, las lecturas y hasta el trasiego de los camiones que transportaban el ganado cobraban una dimensión distinta.
Con la llegada de la adolescencia, como suele pasar, esas pequeñas dolencias fueron sustituidas por una suerte de fiebre romántica. En mi caso, sin embargo, no hubo príncipes azules, galanes de telenovelas o promesas de felicidad en forma de baratijas embaladas para regalo. Mi fiebre romántica se alimentaba de biografías de artistas e intelectuales, sobre todo mujeres, cuyas vidas nada tenían que ver, según me decían, con el mundo en que vivíamos. Soñaba vidas como las de Frida Kahlo, Simone de Beauvoir, Pagu. Soñaba viajes, aventuras, grandes amores. Soñaba hombres excepcionales con quienes mantener conversación profunda e inteligente, sexo desenfrenado y compañerismo leal. No es que tuviera claro hacerme artista o intelectual, sino que estaba tomada por la posibilidad de una apasionada fusión entre vida y arte.
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Más tarde, leyendo a Walter Benjamin (1892-1940), que nació en Berlín en un mes de julio, creo haber entendido algo sobre esa forma particular de arrebato juvenil. Según él, “tanto el lector como el pensador, el esperanzado y el flâneur, son todos tipos del iluminado, como lo son el que consume opio, y el soñador, y el embriagado. Y ellos son, además, los más profanos. Por no hablar de la más terrible de las drogas —la más terrible, a saber, nosotros mismos—, que consumimos en nuestra soledad” (El surrealismo).
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En el autobús, por la mañana muy temprano, iban las chicas recién salidas de la ducha oliendo a jabón y perfume pretty peach. Esa mezcla de olores me excitaba, producía en mí una sensación similar a la de la convalecencia. Sin embargo ese encanto duraría sólo hasta que cada chica se bajara en su destino: alguna línea de producción. Yo me bajo y huyo de su destino. Las chicas entran en las fábricas, oficinas, tiendas, florerías. Yo, flanêuse, deambulo en el abandono de empleo.
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Hace algunas semanas andaba sin hambre a causa de una enfermedad. A pesar de ello, o por ello, si me antojaron duraznos en almíbar. Fui al supermercado para comprarlos. Delante de los estantes repletos de latas de distintas marcas, no pude elegir de inmediato. Mientras miraba, sonó el toque de mensaje de mi celular y abrí la bolsa para averiguar. Inmediatamente se me acercó un vigilante para preguntarme si “necesitaba algo”. Supongo que pensaba que metería una lata en la bolsa. Le dije que no, gracias, tomé una lata al azar y me dirigí a la caja.
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En Las pasiones del alma René Descartes (Francia 1559-Suecia 1650), filósofo, físico, matemático y uno de los fundadores de la filosofía y la ciencia modernas, desarrolló la noción de que cuerpo y alma serían entidades distintas comunicadas por la glándula pineal. Para Descartes el cuerpo sería una cosa, res, objeto pasible de ser conocido en su totalidad y controlado por la razón.
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Cuándo se murió de un infarto, Maurice Merleau-Ponty (Francia 1908-1961) estaba trabajando justo en un texto sobre Descartes, cuyas ideas siempre tuvo presentes aunque disintiera de ellas. Partiendo de la fenomenología, Merleau-Ponty ve el cuerpo como algo más que una cosa (res) o un objeto a ser estudiado por la ciencia. En su obra éste es una condición permanente de la existencia, constituyente tanto de la apertura perceptiva al mundo como de la creación de ese mundo. Reconoce simultáneamente la corporalidad de la consciencia y la intencionalidad corporal. Consecuentemente a estas ideas, llegó a una forma de existencialismo que, diferente de la de Sartre, piensa la relación existencial y el compromiso que implica como lo que hace que todo ego deba reconocer a otro ego como un semejante y no como un objeto.
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Giles Deleuze (Francia 1925-1995) a su vez disiente en casi todo del cartesianismo, de la fenomenología y de Merleau-Ponty. En Abecedario,la serie de entrevistas en video que dio en 1994 a Claire Parnet (los videos están en youtube y el texto integral —en portugués— puede ser leído en este enlace), la enfermedad está destacada en la letra m, de maladie. Para Deleuze la enfermedad “debe de servir para algo, como todo lo demás. No hablo tan solo con relación a la vida, a la que debe dar una sensación. Para mí la enfermedad no es una enemiga, porque no es algo que da la sensación de muerte, sino que agudiza la sensación de vida. No en el sentido de: ‘Ah, como me gustaría vivir y cuando esté curado voy empezar a vivir!’ Nada de esto. No hay nada más abyecto en el mundo que un vividor. Al contrario, los grandes vivos son personas de salud muy débil. Volviendo a la cuestión de la enfermedad, ella agudiza una visión de la vida, una sensación de la vida. Cuándo hablo en visión de la vida, en vida o en ver la vida, significa ser tomado por ella. La enfermedad agudiza y da una visión de la vida. La vida en toda su potencia, en toda su belleza!”
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Noel Rosa (1910-1937) fue un sambista, compositor, cantante, mandolinista y guitarrista de Río de Janeiro. Nacido en la clase media, subió los montes trabó amistad con los compositores populares, con quienes compuso varias canciones. Llevó la samba popular a la radio, permitiendo su amplia difusión. Su aportación cambió no sólo la samba, sino la misma música popular brasileña. Rosa murió a los 26 años a causa de tuberculosis, la misma enfermedad que acometió Deleuze y a la que refiere en Abecedario. Al contrario de Deleuze, a quien los vividores le parecían una gente muy débil, el brasileño fue un vividor y muchas de sus canciones aluden a la figura del bohemio. Aquí una muestra de su genio y su filosofía en la versión de Lucas Santanna.
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La ciencia ha añadido a la visión del cuerpo como objeto la noción, desarrollada en el siglo XIX, de enfermedad como opuesto de normalidad, siendo esta el equilibrio de un organismo vivo, o conjunto de fenómenos de autorregulación que conducen al mantenimiento de la constancia en la composición y propiedades del medio interno. Más recientemente se puede entender asimismo enfermedad como parte de la vida, del proceso biológico y de las interacciones medioambientales y sociales. Esas visiones componen, en distintas combinaciones, el sentido común en torno a la enfermedad.
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La fábrica de jabón huele feo. Es un olor a materia orgánica, nauseabundo y penetrante. Quien vive cerca se ha acostumbrado a ello. Los que vivimos cerca del matadero nos acostumbramos al olor a carne, sangre y carroña. Igual el ganado se acostumbra a ser res. La grasa que resta en el matadero a veces se vende a la fábrica de jabón.
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Deleuze también dijo que “el mundo es el conjunto de síntomas con los que la enfermedad se confunde con el hombre. La literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con una salud de hierro (se produciría en este caso la misma ambigüedad que con el atletismo), pero goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, irrespirables, cuya sucesión le agota, y que le otorgan no obstante unos devenires que una salud de hierro y dominante haría imposibles (“La literatura y la vida”, en Crítica y Clínica).
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El cuerpo —lírico, erótico, carnal, contingente, mortal— es un tema recurrente en la obra del poeta Carlos Drummond de Andrade (Brasil 1902-1987). En uno de los poemas de su libro Corpo: novos poemas, As contradições do corpo, muestra la capacidad de la poesía para describir una miríada de sensaciones, emociones, pensamientos, conceptos que interactúan a través de la palabra ‘cuerpo’ como signo de lo ambiguo, lo finito, lo contradictorio.
Las contradicciones del cuerpo
Mi cuerpo no es mi cuerpo,
es ilusión de otro ser.
Conoce el arte de ocultarme
y es de tal modo sagaz
que a mí de mí oculta.
Mi cuerpo, no mi agente,
mi sobre sellado,
mi pistola de asustar,
se volvió mi carcelero,
me sabe más que yo me sé.
Mi cuerpo apaga la memoria
que yo tenía de mi mente.
Me inocula sus pathos,
me ataca, hiere y condena
por crímenes no cometidos.
Su ardid más diabólico
está en hacerse el enfermo.
Me lanza el peso de los males
que él teje a todo instante
y me pasa en revulsión.
Mi cuerpo inventó el dolor
a fin de volverla interna,
integrante de mi Id,
ofuscadora de la luz
que allí trataba de esparcirse.
Otras veces se divierte
sin que yo sepa o desee,
y en ese placer maligno,
que sus células impregna,
de mi mutismo escarnece.
Mi cuerpo ordena que yo salga
en busca de lo que no quiero,
y me niega, al afirmarse
como señor de mi Yo
convertido en can servil.
Mi placer más refinado,
no soy yo quién va sentirlo.
Es él, por mi, rapaz,
y le da masticados restos a mi hambre absoluta.
Se trato de alejarme de él,
por abstracción ignorarlo,
vuelve a mí, con todo el peso
de su carne contaminada,
su tedio, su incomodidad.
Quiero romper con mi cuerpo,
quiero enfrentarlo, acusarlo,
por abolir mi esencia,
pero él ni siquiera me escucha
y va por el rumbo opuesto.
Ya apremiado por su pulso
de inquebrantable rigor,
no soy más lo que antes era:
con voluptuosidad direccionada,
salgo a bailar con mi cuerpo.
[Traducción: Maria Alzira Brum]
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Tomo conciencia de mi enfermedad. El cuerpo cobra su existencia como verdad. Algo se rompe e irrumpe en escritura. Otra forma de interactuar con la casa, o el cuerpo. Las palabras van formando una telaraña. Una telaraña tan extendida e intrincada como frágil y expuesta a todos los riesgos, errores, contingencias. Una telaraña que sólo podemos ver desde dentro o desde fuera, nunca en su totalidad. Una arquitectura: siempre en proyecto, reforma, construcción. La casa en que vivimos y donde depositamos creencias, memorias, anhelos, no pasa de un delicado juego de armar. Biografía.
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“Solía pensar que era la persona más extraña del planeta, pero luego pensé, hay tanta gente en el mundo, debe haber alguien como yo que se sienta extraña e imperfecta de la misma manera que yo. La imaginaré a ella, y también imaginaré que ella debe estar allí afuera pensando en mí también. Bueno, espero que si estás allí afuera y lees esto y sabes esto, sí, es verdad que estoy aquí, y soy tan extraña como tú” (Frida Kahlo).
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Cuando me vine a México por primera vez, en el 2008, volví a encontrar a Frida Kahlo, de esa vez desde la mirada de Mario Bellatin, quien trabajaba en una biografía de la artista, luego publicada con el título de Las dos Fridas, y en un texto que salió en un libro a cuatro manos con la fotógrafa Graciela Iturbide, El baño de Frida Kahlo-Demerol sin fecha de caducidad. Descubrí entonces que todos somos o podemos ser Frida Kahlo, ya que según Bellatin “ella se inventó todo, así como yo me inventé todo también”. Por cierto Bellatin, como Frida, nació en julio.
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Frida, al parecer, padecía un síndrome hoy conocido como fibromialgia, una enfermedad dolorosa en su caso supuestamente desencadenada por el accidente que sufrió en la adolescencia. En los últimos años su nombre se viene asociando a clínicas e instituciones de apoyo a los afectados por esa enfermedad.
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Ese texto es un juguete. Un juguete en distintas etapas, o capas, de su existencia: proyecto, diseño, materia, construcción, estrategias para darle vida e historia, venderlo, comprarlo, re-significarlo en el acto de jugar, descartarlo, olvidarlo, devolverlo a lo inanimado, reinventarlo en la memoria. Un ensayo revivido en ficción. Res ludens.
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China es el primer productor mundial de duraznos. En las plantaciones los trabajadores cumplen jornadas de cerca de quince horas. Una vez recolectados y embalados, los duraznos son enviados a las fábricas de enlatados. En ellas son deshuesados mecánicamente y pelados con sosa cáustica. En el procesado casi todo se aprovecha. Los duraznos con imperfecciones son usados para hacer mermelada o pulpa congelada. Los mejores son exportados. Al final llegan a los supermercados como este donde piensan que deseo robarlos. No es así, ya que venden una lata por casi la misma cantidad que corresponde al sueldo semanal de un trabajador chino.
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Hace algunos meses estuve en Berlín donde conocí a David Mauas, director del documental ¿Quién mató a Walter Benjamin? Esa interesante película es una reflexión sobre la historia y su discurso, ya que propone “una construcción benjaminiana sobre la misma muerte del pensador, articulando en su propia narrativa los problemas derivados del discurso histórico y su construcción”. Poniendo en duda la teoría del suicidio y la documentación existente, busca iluminar una situación de frontera inspirándose en la máxima benjaminiana de que escribir historia es dar voz a los anónimos.
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Soñar con duraznos, dicen, es síntoma de decaimientos, penas diversas y tristezas, principalmente por recuerdos de viejos tiempos y personas ya desaparecidas.
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El mensaje que sonó en mi celular en el supermercado no era de ningún hombre excepcional. Los duraznos no supieron como los de mi infancia, de hecho me cayeron mal. Enfermé. Que pena. Mas eu não vou chorar, eu vou é cantar… ®