Bola de yerbas

Así fue creciendo el número de hijos, y también la impotencia de mi mamá, a quien la vida, en lugar de restarle niños, generosa, le regalaba más.

Nico Jesse, «Niños jugando en París», años cincuenta.

Como esas bolas de yerba seca que el viento arrastra sin rumbo, dando tumbos por los terregales creciendo y creciendo, así me sentí los primeros años de casada —decía mi mamá—.

El día que me alivié del cuarto hijo iba saliendo del sanatorio con mi bebé en brazos cuando me topé con mi doctor que, muy sonriente, me dijo: Carmelita, aquí la espero el año próximo. Ay no, doctor, ni lo mandé Dios —le contesté—. Pero, señora, no hay quinto malo, me dijo el muy chistoso —decía mi mamá.

Y, en efecto, al año siguiente nació el quinto.

Cuando supe que estaba esperando el sexto casi me quería volver loca —decía mi mamá.

No había día que no la escuchara quejarse, especialmente cuando tenía problemas con mi papá… Ojalá hubiera tenido menos hijos… —como si pensara en voz alta, hacía sus cálculos—, tal vez hubiera podido tener uno, o dos, y todavía me habría podido separar de tu papá y vivir de mi trabajo. Pero cuando salí de la nebulosa en la que vivía estaba llena de criaturas que ni en sueños podía alimentar yo sola…

No recuerdo qué sentía al escucharla descontar hijos todos los días, tal vez eso me hacía vivir pegada a ella como su sombra, no fuera a ser que de repente una fuerza extraña me despegara de la tierra y me mandara a la estratósfera a girar sin rumbo como esas naves espaciales que se pierden en la oscuridad del infinito.

La insignificante presencia que era yo se aferraba a continuar viva, como las hormigas que corren presurosas cuando un humano las persigue para matarlas.

Una cosa sí era contundente, si había alguien de quien mi mamá no podía prescindir, esa persona era mi papá. Él ocupaba su mente la mayor parte del tiempo y no importaba cuánto se quejara de él, en cuanto mi papá llegaba y la invitaba al cine mi madre era la más feliz. Se olvidaba de los escenarios imaginarios que había estado tejiendo en voz alta frente a mí, toda la tarde, y se arreglaba bonita para salir del brazo de mi padre como novios enamorados.

Así fue creciendo el número de hijos, y también la impotencia de mi mamá, a quien la vida, en lugar de restarle niños, generosa, le regalaba más.

No sé si fueron los artilugios de Armida que trató de ayudar a mi madre en medio de su desesperación para que se liberara de este sexto embarazo, o simples azares del destino, los que causaron que este bebé naciera con un soplo en el corazón. La noticia fue alarmante al principio, pues no sabían las consecuencias que tendría, y entonces, como por arte de magia se detuvo la fecundidad durante cinco largos años.

La atención de mis padres se enfocó en buscar ayuda médica para el más pequeño de sus varones.

En Torreón encontraron un cardiólogo pediatra que les explicó que esa falla cardiaca era una cosa más o menos frecuente en bebés recién nacidos, pero no había por qué preocuparse puesto que solía corregirse sola al ir creciendo el niño. De cualquier manera lo debían llevar periódicamente a revisión para cerciorarse de que su corazón iba evolucionando bien y el soplo se iba cerrando. Esto ocurrió cuando él cumplió cinco años de edad.

Chiquirrín fue el mote que uno de mis primos le dio a este hermano sólo para hacerlo enojar. No había cosa que más lo hiciera rabiar que ser llamado Chiquirrín. Yo no entendía este tipo de juegos en los que los más grandes se divertían haciendo que los pequeños se molestaran. Pero en una familia tan numerosa —puesto que no solamente mis papás estaban dedicados a poblar la tierra, también mis tías tenían un hijo por año— puede pasar cualquier tipo de cosas.

A mí me tocó soportar las risotadas de mi tía Coyo, que se escondía detrás de las puertas para asustar a quien cruzara el umbral del cuarto, pegando un grito infernal. Su diversión conmigo era muy grande porque yo daba  alaridos del susto y casi me mataba de un infarto, aunque hubiera nacido con el corazón sano. No sé si por esta razón o por otras circunstancias yo fui la niña más miedosa y tullida de mi familia. No que tuviera alguna avería, físicamente hablando, sino que sentía una inseguridad enorme al caminar y cualquier empujón me mandaba a aterrizar al suelo. Muchas veces me abrí la cabeza al azotar contra el piso de cemento y por esa razón no me atrevía a jugar durante los recreos en la escuela. Me quedaba sentada en un escaloncito que daba al patio, mientras mi hermana mayor me dejaba al cuidado de su mochila para poder ir a jugar.

Cuando el cardiólogo pediatra dio de alta a mi hermano menor dejamos de ir a Torreón y mis padres continuaron con la producción de bebés.

El séptimo hijo nació ya en una casa nueva, con alberca, un jardín, un patio y toda clase de comodidades. Mi madre se alegró de esperar a este nuevo bebé, y mi padre no dijo que no era suyo. Esta manía mía de inventar explicaciones pseudosicoanalíticas para los hechos extraordinarios decidió que, como mi papá fue el séptimo hijo, a este bebé le tocaba una total aceptación. Vaya a saber en realidad qué pasaba por su cabeza, el caso es que por un tiempo las cosas entre mis padres fueron todo armonía y  felicidad.

Sin embargo, sucedió algo inesperado. Mi papá empezó a tener terribles dolores que no supieron diagnosticar bien en Durango. Durante todo el embarazo padeció estos síntomas y su carácter se volvió triste y taciturno. Se sentaba a tocar el piano y nos invitaba siempre a mi hermana y a mí a cantar la canción “Lamento borincano”. Nos la aprendimos y la cantamos infinidad de veces durante esos nueve meses.

Pasa loco de contento con su cargamento,
para la ciudad, ay, para la ciudad…
Y alegre, el jibarito va,
pensando así, diciendo así, cantando así por el camino,
si yo vendo mi carga, mi Dios querido,
un traje a mi viejita voy a comprar.

No sé qué alivio podría significar para mi padre esta melodía que todas las veces terminaba en tragedia, porque regresaba el jibarito sin vender su mercancía y sin centavo para alimentar a su familia.

A estas alturas de nuestra vida mi papá ya había sido el jibarito que vende y vende sus muebles como pan caliente en todas las rancherías alrededor de Durango y tenía una clientela asegurada, porque surtía la mercancía hasta en los pueblos más remotos y podía vender al contado o en abonos. Hasta tenía ese dicho que salía en el programa de música ranchera en el que anunciaba su negocio. Decía: “Con un pesito de enganche se lleva lo que quiera, el refrigerador, la estufa, el ropero, el comedor, la cama o el colchón”… y la gente venía desde la sierra a llevarse sus cosas, con un peso de enganche. Mi papá era un genio de los negocios y a todas las personas les caía bien.

Para cuando nació mi séptimo hermano, a principios de octubre, mi papá ya estaba seguro de que iba a morir.

No pasó ni un mes cuando le pidió a mi mamá que lo acompañara a Houston, para hacerse la última lucha. Le dejó a Malina instrucciones de qué hacer si él no regresaba. Tenía que dejar el bebé a cargo de mi abuela, porque la gravedad del estado de salud de mi papá requería que mi mamá estuviera totalmente dedicada a él.

Se fueron en la camioneta nueva, una Station Wagon, y se llevaron un chofer, porque mi papá se sentía incapacitado.

Mi mamá se fue llorando todo el camino porque había tenido que dejar a su bebé recién nacido y no sabía lo que le esperaba en el otro lado de la frontera.

En Houston lo checaron al revés y al derecho, y la verdad era que estaba bien de salud en general, solamente tenía arenillas en el riñón y, por supuesto, había sido muy doloroso expulsarlas. El fantasma de la muerte se evaporó, le prescribieron medicamentos y volvió a salir el sol para mis padres, que se dedicaron a pasear y a ir de compras. Aprovecharon para darse unas vacaciones ellos dos solos, que siempre anhelaban y en esta ocasión estaban más que justificadas.

Regresaron con las maletas llenas de ropa y regalos para nosotros y para Malina.

Después del séptimo, nacieron tres hijos más. Dos varones y una niña, que fue la penúltima.

Mi mamá volvió a caer en la desesperación al estar embarazada, otra vez, de cada uno de los tres. Mi papá volvió a caer en la locura de decir que no eran hijos suyos y de encontrarle un padre diferente a cada uno de ellos.

Como quien dice, todo volvió a la normalidad. ®

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Publicado en: Narrativa

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