Otra vez el juego del gran formato para impactar. Un efecto eficaz, tanto como el llenar la exposición de jovencitos y jovencitas hermosos, su belleza se expande y contamina a todos y a todo. Las piezas presentadas son dibujos de animales hechos con una escoba.
Cantaba Enrique Guzmán en “Pensaba en ti”: “Yo no voy a mentir/ bonita es/ sería digna mujer/ de un gran marqués”. Sí, la Galería Kurimanzuto es preciosa, aseguran los que saben (o sea, los obreros del mundo del arte que recorren el mundo vendiendo obra, como otros recorren colonias promocionando jabones) que es una de las cinco galerías más bellas. No sé en qué puesto está en el ranking de calidad (calidad entendida como buenas ventas, of course), pero no es un lugar menor, ¿quién puede dejar de comprar en un espacio bonito, con una arquitectura muy acertada y una limpieza espacial que sobrecoge? A mí también me gusta. ¿Quién puede no rendirse ante la belleza? Más ahora que la belleza es más que un valor: es un deber. Como dice Yves Michaud en su libro El arte en estado gaseoso: “Hasta los cadáveres son bellos cuidadosamente envueltos en sus fundas de plástico y alineados al pie de las ambulancias. Si algo no es bello, tiene que serlo. La belleza reina. De todas maneras, se volvió un imperativo: ¡que seas bello! O, por lo menos, ¡ahórranos tu fealdad!”, y ésta no es una sugerencia, sino una orden. Por ello disfruto sobremanera, como buena amante de la belleza (y de la superficialidad) ciertos actos sociales. En mi Top 10 las inauguraciones de la Galería Kurimanzuto ocupan un puesto protagónico. ¡Ah, qué delicia para la vista ver a tanta gente bonita deambular, con tanta actitud, portando exquisitos lentes, luciendo cabelleras de comercial, vistiendo distintos estilos pero sin perder glamour ni elegancia!
Vestida no para matar, pero sí para deambular con dignidad alternativa por el galerón, simplemente salí como soy, quizá un poco más despeinada, pero tengo la licencia poética de poder hacerlo, y valga la modestia, no lo hago tan mal. Con mis chinos indomables al aire y con una bufanda knitted by myself entré a la galería con mis amigos. Más que seguridad, entré con el aplomo que se gana con la edad —o el estoicismo de los años: no puedo ser más que lo que soy. Románticamente, primero vi la obra: unos dibujos enormes de Abraham Cruzvillegas realizados durante su estancia-beca en Berlín de la DAAD. Y como en cualquier no-lugar que se digne de serlo (las galerías de arte contemporáneo para mí ya se han convertido en un espacio como los aeropuertos o las carreteras, uno de esos lugares de los que habla Marc Augè), uno siente el confort de la superficialidad. Tiene razón Oscar Wilde: “Son las personas superficiales las únicas que no juzgan por las apariencias. El misterio del mundo es lo visible, no lo invisible”. Ahí los presentes por un minuto, aunque quisiéramos escondernos, no éramos más que nosotros mismos. La ropa no es más que una extensión de nuestro pensamiento, forma de vida, clase social, profesión y sueños. Están las que se visten para ligar, los que se decoran para ser vistos y calificados como parte del club, los que cumplen con las normas mínimas, los que cuyo atuendo delata que van de shopping y las edecanesglam,que deben encargarse de atender a los compradores, verificar que los Boings de fresa y guayaba estén fríos al igual que las cervezas y que en las fotos sólo salgan los invitados con agua Perrier en mano; lo demás no es chic, aunque sí cool, pero no para la foto. A estas guapas niñas coolchic les corresponde, de igual manera, procurar que la gente no bonita se cuele y mantener el glamour del evento.
Los invitados tenemos la responsabilidad de no perder el look desenfadado ni la actitud I’m part of the club. Saludarnos, observarnos, criticarnos unos a otros es parte de nuestra tarea, aunque, claro, la principal es simplemente estar. De eso se trata: de estar y ser visto.
Estar y vestir. En esta pasarela conceptual la exhibición es el pretexto para confirmar que se es parte del club. Estar ahí da legitimidad. Y así me paseo con mis chinos alborotados y mi boing en la mano. Saludo a los que conozco, miro con desdén a los que no. En fin, practico mis actitudes histriónicas. Pero entre los asistentes también hay categorías: están los artistas de la galería (que son parte del mobiliario y de la decoración; digamos, se ve bien); los artistas superstar y el resto (“del montón”) que, por supuesto, al crew del club no le importa porque ni siquiera los consideran. Luego están los críticos, los otros galeristas, los compradores, los amigos de los amigos de cualquiera de los anteriores, y, aunque usted no lo crea, también están a los que sí les gusta el arte, creen en él y quieren ver qué está pasando. Esos seres en extinción son los indeseados y, desde la perspectiva de los protagonistas de este tipo de eventos sociales, los colados. Ah, porque qué mal gusto ir a cuestionar el valor o no de la obra, la calidad, el discurso: eso está demodé. Y entre esos seres anacrónicos me sentí a gusto. No porque compartamos precisamente visiones del arte, sino porque por lo menos hay discusión y, lo más importante, no es personal (ah, porque entre los hábitos out está la crítica como ejercicio; si te gusta algo, malo, si no te gusta, también, siempre se tomará como un agravio, casi casi como si te bajaran o le bajaras el novio a alguien).
Entre mis anacrónicos compinches, como en chiste, había un@ videoasta, un@ crítica-curadora, un@ amiga del “medio” (what ever it means), un@ pintor@, un@ artista visual (como se les llama a los que prefieren moverse entre varios géneros —actitud que, personalmente, apoyo) y yo, una hipster a la antigua. Entre fumada y chupada al boing salió a la plática la exposición (aunque no es común, aclaro, uno está ahí para hacer Public Relations). “¿Qué les pareció?”, soltó casi apenada l@ videoasta. L@ crític@, a la que evidentemente le correspondía el honor de empezar, se soltó: “Más allá de que me guste o no, me parece un ejercicio muy valiente de Abraham. Mira que romper con lo que venía haciendo, jugársela haciendo algo totalmente diferente que, por supuesto, va a sorprender a sus coleccionistas, me parece, más que valioso, audaz”. A lo que l@ pintor@ añadió: “Sí, ya ves cómo le fue a Germán Venegas, que por cierto anda por ahí, cuando quiso dar un giro”. Y qué tiene que ver Venegas, los trabajos y los momentos son distintos, dije. L@ crític@ me puso en mi lugar: “Mucho, porque es como ver una misma situación en distinta época. E insisto, me parece un acto valiente del artista y de la galería y ahí radica su valor”. L@ videoast@ interrumpió: “Pero eso es el contexto, yo creo que la obra en sí misma no se sostiene. El artista visual continuó: “Los dibujos, que sólo les están enseñando a los coleccionistas, en un formato más pequeño, son mejores. Me resulta irónico que un artista tan “clavado en el concepto”, inteligente, como lo es Abraham, regrese al dibujo, como si quisiera refugiarse. Yo soy un@ amante del dibujo, y dentro de su trayectoria no veo por qué experimentar el dibujo ahora, no me parece que este encuentro sea parte de su proceso, de su búsqueda”. La amiga “del medio” se limitaba asentir con la cabeza.
Y pese a la bonita fiesta, a la bonita gente que asistió a la exposición, a los bonitos coleccionistas, la exposición sólo permaneció un mes. ¿El experimento económico no funcionó? ¿El artista claudicó a su acto rebelde? ¿El mercado le exige retomar ese otro camino?
A mí la obra expuesta más bien me incomodó. Otra vez el juego del gran formato para impactar. Un efecto eficaz, tanto como el llenar la exposición de jovencitos y jovencitas hermosos, su belleza se expande y contamina a todos y a todo. Las piezas presentadas son dibujos de animales hechos con una escoba. No tengo un problema en hurgar métodos y hacer juegos plásticos que integren preguntas sobre el quehacer artístico ni que se confronten con estéticas relacionales. Pero en este caso no se percibía ninguna búsqueda. En contra de los detractores del arte conceptual, que tienen mucha razón cuando se quejan de que el mercado del arte está lleno de chistes y charlatanería, creo que hay obra que, aunque aparentemente es una tontería, al entender la trayectoria del artista, al ver la manufactura, la síntesis y el contexto, el observador entiende que no es una mamada. Y pienso en los lienzos rotos de Lucio Fontana, en el balón de futbol de Gabriel Orozco, en la foto de Francis Alys afuera de la catedral junto con los plomeros con un anuncio de “Artista”, hasta la memorable fuente de Duchamp o las piezas divinas de On Kawara. No todo el arte es basura ni toda la basura es arte. Pero aunque no todo el arte es mercancía, sí toda mercancía artística le pertenece al mercado. Y un artista internacional de la talla de Cruzvillegas, que expone actualmente en la Tate Modern, en Londres, sí tiene una responsabilidad no con el arte, sino con el mercado. Así que cuando no hay inspiración, pese al cansancio, más allá de los días en blanco, hay que cumplir con la talacha. Eso fue lo que me pareció la obra expuesta en la Kurimanzuto: ejercicios (no desdeño los ejercicios, para nada, al contrario), pero hay que entregar resultados; por “desgracia”, hay ocasiones en que se deben revisitar, retrabajar, replantear, rehacer, repetir, corregir ciertas obras, a menos que la vanidad gane y se esté convencido de la propia genialidad. No creo que sea el caso, por cierto. Y sin embargo, la pieza exhibida en la Tate Modern (también producto de una residencia) es infinitamente más inteligente, mejor, más trabajada, más impactante, mejor resuelta. Ah, qué decoro ver una pieza terminada (más allá de que se comparta la visión estética —aunque Cuauhtémoc Medina no cree en la estética— o la visión intelectual, histórica o conceptual). ¡Qué diferencia!
Como decía Oscar Wilde en su ensayo “El alma del hombre bajo el socialismo”: “El público ha sido siempre, en todos los tiempos, mal educado. Constantemente se pide que el arte se acople para satisfacer su falta de gusto […] y para distraer sus pensamientos cuando están cansados de su propia estupidez. El arte nunca debiera ser popular. Es el público quien debiera tratar de hacerse artístico”. Y, bueno, a fuerza de ver arte y de leer la mirada se entrena y se gana la sana costumbre de distinguir lo bueno de lo malo más allá del mercado. Para esta hipster a la antigua —o sea yo— la exposición de Cruzvillegas en la Kurimanzutto es más bien una estrategia en la cual la obra no importa sino el hecho de “atreverse a hacer otra cosa”, y en esta tramposa acción queda de antemano perdonado; si el mercado no lo acepta quedará como la serie del atrevimiento, si sube será por la misma razón. Es la bolsa de valores y la galería lo sabe: una apuesta en la que todos caen parados, menos el público. Pero qué importa el observador si lo que impera es la legitimización de una de las galerías más bonitas del mundo, tan bonita como la fiesta a la que pese a la lista exclusiva de invitados y a los ánimos de las encargadas del changarro, que debido a su clase y bonitez no se atreven a correr a los indeseados colados como yo (por una simple y sencilla razón: las niñas bonitas no hacen cosas feas ni son groseras).
Y pese a la bonita fiesta, a la bonita gente que asistió a la exposición, a los bonitos coleccionistas, la exposición sólo permaneció un mes. ¿El experimento económico no funcionó? ¿El artista claudicó a su acto rebelde? ¿El mercado le exige retomar ese otro camino? Ya también lo decía Oscar Wilde: “Cuando una comunidad o una importante parte de un comunidad, o un gobierno de cualquier tipo, trata de dictar al artista lo que debe hacer, el Arte, o desaparece totalmente o se estereotipa o se degenera en una forma baja e innoble de artesanía”.
Pero eso sí, lo bonito nadie nos lo quita. ®
—La galería Kurimanzutto está en la Ciudad de México: