Breve historia de cómo terminé siendo un fantasma

Salí de la regadera y corrí al espejo y no vi mi cuerpo, pero podía sentirme, sentía la humedad de mi ropa, pero no podía verla. Me sentí confundida, asustada, quería salir corriendo a buscar a mamá.

Niña transparente en una fiesta de cumpleaños. Milford, Connecticut, agosto de 1967.

Estaba recostada justo a su lado, el pasto, el frío y una ligera brisa de invierno. Mis dedos rozaban levemente su mano. Aunque él sabía que estaba ahí no quería asustarlo, se ha acostumbrado a mi presencia, pero, aun así, he notado un poco de miedo en su mirada en algunas ocasiones. Algunas veces me divierto susurrándole al oído, en más de una ocasión le di la respuesta en algún examen o alguna palabra graciosa para sus amigos, pero sólo eso, susurros vagos. Él, sin embargo, ha aprendido a comunicarse conmigo, me cuenta cómo estuvo su día o si tiene alguna preocupación; me contó, por ejemplo, que hace un par de meses se sentía muy solo… no sabe que quizás no hay nadie en este mundo que entienda tanto la soledad como yo.

Recostados ahí, viendo las estrellas, traté de recordar cómo es que terminé siendo un fantasma.

Era una mañana, yo tendría quizás catorce años. Era un viernes a las diez o a las once, o tal vez era un jueves a la una. Estaba sentada en el escalón de la entrada de la casa; ese escalón era mi lugar favorito, podía sentir el viento, el frio del cemento, podía ver el pasto del jardín y las gardenias que había plantado mi mamá hace algunos años en su etapa de jardinera. A mamá le molestaba que pudiera pasar tanto tiempo ahí, inmóvil; a ella, que siempre tenía algo que hacer, le irritaba mi pasividad. A excepción de esos días en los que ella estaba particularmente ocupada y me pedía que saliera a contar las flores del jardín, cuando quería que tardara un poco más me pedía que revisara si había ya alguna de otro color. Yo sabía que siempre eran blancas, pero entendía que necesitaba más tiempo y daba dos recorridos, después me sentaba en el escalón y esperaba a que saliera y me dijera que podía regresar adentro.

Papá era un hombre ocupado, distante, silencioso. Siempre pensé que regresaba a casa más por costumbre que por amor. Ese día lo vi llegar. Se estacionó más retirado que de costumbre, bajó del auto y caminó hacia mí, me rozó levemente el hombro con su pantalón y entró a la casa sin mirarme siquiera. Yo lo seguí instintivamente y entré tras él, subió los escalones de dos en dos y yo corría, porque mis piernas pequeñas no podían seguirle el paso, sentía una especie de euforia.

Ahí estaba mamá, desnuda, con ese hombre. Yo me tapé los ojos porque no quería verlos. Él le hacía daño a Mamá. Yo había entrado a la casa a tomar un poco de agua después de mi primera ronda de contar gardenias y escuché sus gritos.

Entró a la habitación y ahí estaba mamá, desnuda, con ese hombre. Yo me tapé los ojos porque no quería verlos. Él le hacía daño a Mamá. Yo había entrado a la casa a tomar un poco de agua después de mi primera ronda de contar gardenias y escuché sus gritos; llamé a Papá y le dije que un hombre la estaba atacando, que probablemente era un ladrón porque le había robado su ropa. Él colgó sin decir una palabra y fue cuando regresé afuera a hacer mi segunda ronda y sentarme en el escalón.

Papá no dijo nada, los vio por un momento y puedo decir que percibí quizás un poco de alivio en su mirada, no sé, tal vez hasta hubo una pequeña sonrisa en su rostro; de ser así, esa sería la primera vez que lo vi sonreír. Tomó una maleta, metió un poco de ropa y se fue. Al salir de la habitación me rozó levemente el hombro con su brazo.

Mamá lloraba y gritaba mientras corría tras Papá. El hombre se vistió rápidamente y se fue., Yo me sentía confundida, asustada, no entendía qué estaba pasando y corrí tras ella; alcancé a escuchar la puerta cerrarse. En medio de la sala encontré a mamá. Me acerqué muy despacio, pero ella me lanzó la mirada más letal que yo haya visto nunca, me petrificó, me quedé inmóvil por un momento sin saber qué hacer, y entonces me dijo las últimas palabras que alguien me hubiera dirigido.

Di media vuelta y subí a mi habitación, yo sabía perfectamente que en el único lugar en el que podía llorar era en la regadera, así que entré. Giré ambas llaves y me puse bajo el agua que caía, tibia, cristalina. Apreté mis ojos para borrar la mirada letal de mamá, pero no se iba, tampoco se iban sus palabras: No te quiero volver a ver, no te quiero volver a ver, no te quiero volver a ver.

No sé en qué momento empecé a repetir la frase, una y otra y otra vez, y seguía apretando los ojos queriendo que esa mirada se borrara. Y no se borraba, yo balanceaba mi cuerpo repitiendo y repitiendo la frase, el agua que caía ahora eran lagrimas también.

De pronto, me imaginé que era el agua, transparente, limpia, derramándose, desapareciendo. Nada de mí había quedado. No supe en qué momento abrí los ojos y seguí siendo agua, transparente. Salí de la regadera y corrí al espejo y no vi mi cuerpo, pero podía sentirme, sentía la humedad de mi ropa, pero no podía verla. Me sentí confundida, asustada, quería salir corriendo a buscar a mamá, que ella me viera, quería aparecer en sus ojos, pero tenía tanto miedo.

Me acerqué y no me vio, no puedo explicar el alivio que sentí al pensar que nunca más me dirigiría esa mirada letal. Empecé a sentir cosas que jamás había sentido, los pensamientos se acumulaban en mi cabeza.

Era como una pesadilla, así que quise dormir para que terminara. Me puse la pijama y me di cuenta de que la ropa desaparecía al tocarla, todo lo que tocaba se volvía invisible, pero sólo esa pequeña parte que hacía contacto con mi piel.

A la mañana siguiente bajé como un gato asustado que busca comida; sigilosa, un escalón y una pausa, tratando de no hacer ruido, y ahí estaba mamá. Me acerqué y no me vio, no puedo explicar el alivio que sentí al pensar que nunca más me dirigiría esa mirada letal. Empecé a sentir cosas que jamás había sentido, los pensamientos se acumulaban en mi cabeza y, si hubiera podido verme, estoy segura de que habría visto una sonrisa en mi rostro. Por primera vez en mi vida me sentía feliz.

Mamá dejó mi desayuno en la mesa, así que esperé muy quieta a que ella saliera de la casa para comerlo; me supo delicioso. Así fue como continué los siguientes días: ella pensando que yo estaba en mi recámara o en el jardín o en el sótano; como ella no quería verme no fue difícil escabullirme. En realidad, yo la pasaba muy bien.

Un día me atreví a salir a la calle, no solamente al escalón de la entrada, a la calle. Al principio tenía mucho cuidado de no tocar a nadie, daba una pequeña vuelta por el vecindario y regresaba rápidamente. La primera vez que toqué por accidente a alguien vi cómo dio un salto, y me pareció tan divertido que eventualmente daba un toquecito por aquí, otro por allá; soplaba donde había un puñado de hojas para que volaran sin razón, y era encantador ver las caras de sorpresa de las personas. Me divertía escuchar las conversaciones en los cafés y, si alguien se descuidaba, pasaba mi dedo por los postres de chocolate.

Un día decidí que no quería regresar a casa, así que escribí una nota que dejé sobre la mesa: “Me fui”. Quise esperar a que mamá la leyera para ver si me extrañaría un poco, pero decidí no hacerlo y me fui sin más. Había pasado demasiado tiempo como para que le importara.

Otro día encontré a papá. Iba saliendo de un lugar al que me gustaba ir a comer, así que rocé mi hombro con su brazo y volteó levemente; se veía triste, distante, silencioso. Le regalé la mejor de mis sonrisas y me dispuse a entrar, fue la última vez que lo vi.

Era divertido comer algunas de las migajas que dejaba para mí. Después decidí avanzar un poco más y le escondía pequeñas cosas, nada que lo inquietara demasiado; ahí fue donde dejé de ser un ratón y pasé a ser un duende. En más de una ocasión lo vi buscando información en internet de cómo atraparlos.

Yo solía ir de mesa en mesa a buscar los platillos más apetitosos, esperar a que se distrajeran y robar un poco de comida, nada exagerado; en realidad, es más fácil de lo que se pueda pensar, las personas no ponen mucha atención.

Un tarde en que estaba espantando a las palomas lo vi; estaba sentado en una banca a la orilla del río. Debo decir que de inmediato robó toda mi atención; él lanzaba migajas de pan y tenía un rostro divertidamente confundido porque las palomas volaban sin razón. Me acerqué sigilosamente a él y me senté a su lado. A diferencia de todos los demás, suspiró cuando lo rocé levemente, es como si me hubiera estado esperando, y desde ese día lo seguí incansablemente; empecé a acurrucarme en un pequeño sillón de su habitación. Un día me comí una galleta que había dejado en su buró, así que pensó que tenía un ratón de mascota. Era divertido comer algunas de las migajas que dejaba para mí. Después decidí avanzar un poco más y le escondía pequeñas cosas, nada que lo inquietara demasiado; ahí fue donde dejé de ser un ratón y pasé a ser un duende. En más de una ocasión lo vi buscando información en internet de cómo atraparlos. Otro día, no pude resistir y solté una pequeña risita, y fue entonces que me convertí en un fantasma; eso facilitó algunas cosas, porque es ahí cuando empecé a susurrarle al oído, y él se acostumbró a mí.

Un día, llevaron a una vidente para que revisara su habitación, y ella dijo que era el fantasma de su tatarabuela y que estaba ahí para cuidarlo. Así que yo moví las cortinas y apagué las velas que encendieron para la ocasión. No fue tan divertido que él pensara que yo era una anciana, pero se quedó más tranquilo con mis “apariciones” repentinas.

Ese día, el de las estrellas, lo escuché susurrar que deseaba poder verme, y entendí que él sabía que yo no era su tatarabuela- Tomé su mano con fuerza y, con un poco menos de miedo, le dije: “Ahí va una estrella fugaz”, y ambos cerramos los ojos. ®

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Publicado en: Narrativa

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