Daniela Rea reúne en Nadie les pidió perdón. Historias de impunidad y resistencia diez reportajes en los que se relatan casos que ejemplifican asuntos tan diversos como la invención de culpables, la tortura, las desapariciones forzadas, la criminalización de las víctimas y la evaporación de las responsabilidades de las autoridades.
México se encuentra sumido en una profunda crisis de seguridad y de justicia, lo que ha llevado a una situación en la que la delincuencia se ha desbocado debido no sólo a la falta de castigo sino incluso a la franca complicidad de las autoridades. Lo anterior da como resultado un escenario francamente grave.
Lo anterior ha sido reflejado en diversos análisis y estudios, que van desde los ejecutómetros que han publicado algunos diarios hasta amplios informes sobre criminalidad, impunidad y derechos humanos que revelan su deteriorado estado en nuestro país. Sin embargo, muchos de esos documentos no acaban de dar cuenta de los dramas humanos que encierran sus datos.
Por lo anterior es necesario un periodismo que también se haga cargo del relato más cercano de quienes son los actores principales de la tragedia mexicana en materia de seguridad y justicia. Justamente ahora Daniela Rea (Irapuato, 1982) reúne en su libro Nadie les pidió perdón. Historias de impunidad y resistencia (México: Ediciones Urano, 2015) diez reportajes en los que se relatan casos que ejemplifican muy bien asuntos tan diversos como la invención de culpables, la tortura, las desapariciones forzadas, la criminalización de las víctimas, la evaporación de las responsabilidades de las autoridades en hechos como los del News Divine, las iniciativas comunitarias indígenas para enfrentar a la delincuencia, la influencia de los cárteles en las zonas marginadas y las memorias de un exguerrillero, entre otros.
Replicante conversó sobre ese volumen con Rea, quien es reportera independiente. Se graduó en la Facultad de Ciencias y Técnicas de la Comunicación de la Universidad Veracruzana e inició su trayectoria periodística en el Sur de Veracruz. Ha colaborado con frecuencia en Reforma, así como en Etiqueta Negra, Cosecha Roja y Replicante. Es integrante de la Red de Periodistas de A Pie y de Nuevos Cronistas de Indias, y textos suyos forman parte de cuando menos cinco libros. En 2013 obtuvo los premios Excelencia Periodística, del PEN Club México, y Género y Justicia, de la ONU Mujeres y la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Crónicas de un país extraviado
—¿Por qué publicar en libro estas diez historias acerca de la inseguridad, la injusticia, la indolencia, la impunidad que ha caracterizado al Estado mexicano?
—Porque creo que nos falta contarnos más y sabernos más para entendernos. Porque a pesar de que tenemos diez años de guerra contra el crimen organizado y muchas otras violencias en este país, creo que, como decía Jacques Derrida, cada muerte es el fin del mundo. Si no entendemos así a cada una de las víctimas de la violencia del Estado y de la violencia criminal, no nos vamos a dar cuenta de la pérdida que estamos teniendo como país.
Para mí misma este libro fue un ejercicio de tratar de entender cómo se puede sobrevivir, cómo se le puede dar sentido a la vida después de haber sido víctima no sólo del crimen sino también de la impunidad y luego de la indolencia.
También para mí fue un ejercicio de contarme las cosas con la mayor tonalidad de grises que sea posible; no erijo aquí ninguna verdad, y me gusta entender que las víctimas no solamente son víctimas, que no son impecables, y que los victimarios tampoco son completamente perversos.
Cuento un caso particular de los victimarios: a Kalusha todo el mundo lo acusaba de ser el asesino de el Chino, pero algo tan simple como acercarse a él y preguntarle qué pasó y conocer la historia de sus propias muertes y de sus propias ausencias nos cambia por completo la historia que nos estamos contando.
A veces parece que uno dice las cosas supercontundentes y generalizadas, pero para mí es importante que nos empecemos a contar lo que nos está pasando con todos los matices que hay, de lo que implican la maldad, la violencia, la impunidad. Seguir contándonos como los buenos y los malos no nos va a llevar a ninguna posibilidad de encuentro y de entendimiento.
Por los elementos que yo pongo en este libro, de técnicas de investigación, de escuchar los testimonios, de recurrir también a veces a sueños y a poesía, busco entender y desmitificar tanto a víctimas como a victimarios.
—¿Qué problemas y dificultades tuviste para hacer este libro? Son situaciones muy complejas, como las de las madres que visitan a los victimarios de sus hijos en la cárcel, con ofrecimientos de perdón pero también con un rencor muy fuerte y muy explicable.
Uno de los riesgos fue ése: no dejarme seducir por esas verdades. Lo otro que sí implicó fue una apertura emocional, y eso también me toca muy profundamente, y me deja también con tristezas, inquietudes y hasta pesadillas. Lo que yo pueda sentir no es nada comparado con lo que están sintiendo las víctimas, en lo absoluto.
—Yo no tuve dificultades físicas en el sentido de que afortunadamente no he recibido ningún tipo de amenazas. Mis dificultades más bien fueron en cuanto a la técnica, en cómo acercarme a la información y cómo leerla; como que a veces nos seducen los expedientes, y creemos que en ellos están las verdades. Aquí hay varios textos que están hechos a partir de las lecturas de los expedientes, pero también están contrastados con lo que los protagonistas dicen, con lo que se ve y se palpa en el terreno.
Uno de los riesgos fue ése: no dejarme seducir por esas verdades. Lo otro que sí implicó fue una apertura emocional, y eso también me toca muy profundamente, y me deja también con tristezas, inquietudes y hasta pesadillas. Lo que yo pueda sentir no es nada comparado con lo que están sintiendo las víctimas, en lo absoluto. Entonces implicó dejarme sentir por las historias, y fue como dejar de lado la objetividad a la que apelan las escuelas de periodismo y más bien hacerle caso a la honestidad de decir “desde esto me estoy acercando”.
—En varias de las historias que relatas parece que las autoridades que mejor se comportan con las víctimas son las que no hacen nada, las que siquiera se abstienen de lastimarlas y no más. En un par de ocasiones parafraseas la fórmula de Hobbes: dices que “el Estado es el lobo del hombre”. Es un Estado que no protege, que no garantiza los derechos ni la vida en convivencia. A partir de estas historias, ¿qué ha pasado con el Estado mexicano?
—Quienes integran el Estado responden a intereses de poder, por un lado, y por otro también creo que lo que permite gran parte de estos daños es esa maquinaria que, sin entenderse cómo, sirve para la muerte. Lo plantea Hannah Arendt en todo el trabajo que hizo sobre Eichman, sobre la banalidad del mal; ahora estoy en el proceso de empezar a chambear algo para entender eso. Pero es ver cómo el policía que tortura es un hombre normal, que sube a Facebook fotos con su hijo en el parque.
Son esas dos cosas: hay una impunidad total, un permiso de que cualquiera se puede sentir con derecho a hacer lo que sea porque realmente para algunos no hay ninguna consecuencia de lo que hacen, y ni siquiera se dan cuenta del daño que están causando. Yo platicaba hace unos días con un soldado que me decía “Pues es que yo no lo maté, sólo lo sostuve mientras mi mando lo torturaba”, y él está convencido de que él no había matado a una persona.
Creo que esas dos cosas han pasado, y nos han hecho creer que son parte de nuestra cultura y que así va a ser. Me ponía a pensar que más bien tenemos que empezar a cuestionar eso, que no somos así; que no es que dentro de todos haya un gen priista y corrupto, pues. Es muy fácil instalarse en eso porque implica no ser responsable de nuestra propia libertad.
Eso en el plano personal, pero a escala del Estado cualquiera se siente con el derecho de hacer lo que sea y no pasa nada: no pasa nada con Moreira, con la casa blanca, con los policías del News Divine…
De este último ejemplo, no puedo entender que no haya un solo responsable de la muerte de doce personas (nueve chavos y tres policías; ni siquiera a éstos el Estado los protege). Hay un historial de responsabilidades muy contado de cómo se fueron dando las órdenes, quiénes por su propio cargo tenían que saber de ese operativo y eran responsables de él, aunque se quisieran zafar de cualquier forma. Pero los policías no son responsables, los paramédicos que no quisieron brindarle atención a los jóvenes no son responsables, los peritos que tomaron fotografías de las chavas semidesnudas tampoco. Es una chingadera.
Así, no hay un solo responsable de manera oficial. Y esto es lo que pasa: los responsables del caso News Divine siguieron ocupando cargos de servicio público: Joel Ortega fue jefe de la campaña de Miguel Ángel Mancera para la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal, y estuvo en el Metro, por ejemplo.
Que las familias digan “Aquí no hay justicia” y que en ellas germine un deseo de venganza es porque no hemos permitido otra cosa. Ni el Estado ni nosotros como sociedad hemos hecho contención para que las víctimas del News Divine no sientan lo que dice Leticia: “A lo único que aspiro es a que los hijos de esta gente sientan lo que mi hijo sintió al morir”. Es la impunidad.
—¿Cuál ha sido la respuesta social a la impunidad? News Divine es un caso que viene en el libro, pero hay muchos otros.
Yo no entiendo por qué hay una avalancha tan grande de solidaridad hacia ciertos casos y hay un descobijo total hacia otros: por qué la gente respondió con tanta indignación a crímenes como el de Villas de Salvárcar, de Ayotzinapa, de la guardería ABC, y no ocurrió así con los chavos del bar Heaven o los del News Divine. No sé qué nos esté pasando, no sé si nosotros estamos cayendo en el error de querer distinguir víctimas.
—Yo no entiendo por qué hay una avalancha tan grande de solidaridad hacia ciertos casos y hay un descobijo total hacia otros: por qué la gente respondió con tanta indignación a crímenes como el de Villas de Salvárcar, de Ayotzinapa, de la guardería ABC, y no ocurrió así con los chavos del bar Heaven o los del News Divine. No sé qué nos esté pasando, no sé si nosotros estamos cayendo en el error de querer distinguir víctimas. Tengo una amiga que es víctima de guerrilleros desaparecidos, y ella misma se ríe de eso y dice: “Es que yo soy víctima con pedigrí”. Entonces creo que a nivel social hemos sido solidarios sólo en ciertos casos.
¿Por qué nos duelen unos y otros no? ¿Qué dice eso de nosotros mismos como sociedad? ¿Que no volteemos a ver a nueve jóvenes y tres policías que murieron en nuestra ciudad, y que nos creamos que estamos en una ciudad de progreso? A mí el caso de News Divine me pone muy enojada por eso. Ese texto lo leyó un amigo y me dijo: “Es que estaba muy encabronado”. El juez que citó a declarar al chavo muerto ahora es magistrado, y lo promovió Marcelo Ebrard. Todo está tan explícito en ese caso que dices: No puede ser.
—Hay otras partes del libro donde hablas de casos de personas que han sido desaparecidas o detenidas, y lo que se observa es que son personas muy comunes y corrientes, sin perfil de vínculos con la delincuencia. ¿Por qué las autoridades y los delincuentes escogen este tipo de víctimas?
—Eso es lo cabrón: nada nos salva. Cualquiera de nosotros puede ser ellos. Liliana es una amiga cercana, vendía en el bazar Fusión, en la Condesa, estudió en la ENAP; Parral es un chavo que trabajaba como empleado de Caminos y Puentes Federales que pidió auxilio de su misma institución para proteger a su misma gente, por ejemplo.
Yo no creo que haya como una selección sino que a cualquiera nos puede pasar. Pudo haber sido un grupo de amigas que cruzaron a McAllen a buscar el vestido de novia, y desaparecieron.
Eso es también lo que quiero que el libro provoque: que nos demos cuenta de que cualquiera de nosotros podemos ser ellos. Como decía Butler: sólo reconociéndonos en esa vulnerabilidad nos vamos a sentir obligados a cuidarnos.
Yo todos los días pienso que puedo ser Liliana y no porque me desaparezcan a mi chavo sino porque un día alguien se pasa el alto y lo atropella en la bicicleta y adiós. Tengo familia que vive en estados del norte y también he pensado: al que un día le toque el retén puede ser mi hermano.
—Hay una paradoja en todos los casos que reportas en tu libro y que tú misma señalas: muchas víctimas buscan justicia del mismo Estado que las lastimó. En esa circunstancia ¿qué hacer? ¿A quién recurrir cuando la institución encargada de protegerte, de garantizar tus derechos no lo hace sino hasta al contrario?
—A nosotros mismos, y no es en un término new age o de salvación personal. Lo digo sinceramente: a nosotros mismos. En el caso de Miriam, si hay algo que logró que saliera de prisión fue su fuerza: ella es absolutamente resistente y resiliente a sobrevivir a esa tortura diaria. Fue el amor frente a su esposo, pero también es que se sintieron escuchados por alguien. Es muy simbólico que él, que es hombre de mar, lanzó un correo al mar cibernético y sólo una persona le respondió. Además imagínate la forma, que a mí me enternece tanto, como de ingenuidad: decir “Pues voy a poner derechos humanos en Google, y a los que encuentre les voy a mandar el correo a ver quién responde”. Y respondió alguien.
Creo que eso es: hay que recurrir a nosotros, no podemos hacerlo de otra forma. Y cuando digo nosotros también hablo de las personas que integran el Estado, no es solamente “el Estado malo y nosotros buenos”. Cuando hablo de nosotros hay que recurrir al señor perito que está levantando los restos de un cuerpo encontrado en una fosa clandestina, por ejemplo. Hay que recurrir a la señora que trabaja en la Procuraduría, que tiene veinte mil errores ortográficos y que seguramente mandó mal un oficio y, en su descuido, en su indolencia citó a declarar a Rafa, el chavo muerto en el News Divine. Hay que recurrir a ellos, hay que preocuparnos por ellos también; seguramente también tienen una vida jodida en algunos aspectos y hay algo que también se les violenta de otra forma.
Hoy, más que nunca, no hay que cansarnos; dice mi amigo John Gibler que no podemos disfrutar del gozo del descanso. Si muchos padres de víctimas de crímenes no se cansan y cada mes marchan, cada día protestan afuera de la Procuraduría, cada mes realizan una misa por sus familiares, menos nosotros, desde la trinchera que sea y desde el tipo de reflexión que sea necesario. También los artistas, los académicos, los periodistas que se dedican a escribir sólo de víctimas, que descubren corrupción, que tratan de entender la maquinaria del mal.
Hay que recurrir a la señora que trabaja en la Procuraduría, que tiene veinte mil errores ortográficos y que seguramente mandó mal un oficio y, en su descuido, en su indolencia citó a declarar a Rafa, el chavo muerto en el News Divine. Hay que recurrir a ellos, hay que preocuparnos por ellos también; seguramente también tienen una vida jodida en algunos aspectos y hay algo que también se les violenta de otra forma.
También hay que empujar a que se rindan cuentas; esto sí se tiene que hacer. No nos podemos sentir impunes, ninguno, nadie. No podemos no darnos cuenta de nuestra negligencia y del daño que genera. Yo creo que si pensamos que vamos a llevar a juicio político a Enrique Peña Nieto, podría ser. Guatemala lo hizo: enjuició a su presidente. Entonces más bien sí, podríamos apostar a eso, a juzgar a Peña, a Felipe Calderón, a los responsables como lo planteó el ministro Arturo Zaldívar cuando hizo su ponencia sobre la guardería ABC: lo que implica ser funcionario público es que eres responsable de lo que hagan los que están debajo de ti.
Vale la pena mantener esa exigencia de rendir cuentas, quién hizo qué y quién no hizo lo que tenía que hacer.
—Hay otro asunto que me interesó mucho del libro, que son los medios. Anotas que asumen el discurso del Estado, presentan una realidad virtual en la que se está salvando a la sociedad, hacen propaganda de guerra, hay tribunales paralelos mediáticos, y añades: la maquinaria de muerte y terror del Estado está perfectamente aceitada y funciona con la complicidad de los medios de comunicación. En todos estos casos, en estas injusticias, en esta impunidad, violencia y muerte, ¿qué papel han desempeñado los medios de comunicación?
—En el caso concreto del coche bomba, por ejemplo, creo que compraron en absoluto la historia que narró el gobierno de Felipe Calderón, la Secretaría de Seguridad Pública. En los videos dijeron: “Los presuntos delincuentes”, y los chavos estaban totalmente expuestos. Así su familia se enteró de que estaban detenidos: porque salieron en la tele como asesinos.
Creo que hay varios medios de comunicación —no todos, no quiero generalizar— que han asumido como propio el discurso del Estado de una guerra con fines de combatir al crimen organizado, “para que la droga no llegue a tus hijos”. Yo creo que es necesario cuestionarlo: cada verdad del Estado está ocultando algo y hay que cuestionarla, ver qué es lo que está detrás. Eso estamos obligados a hacer como medios de comunicación.
Sin embargo, hay muchos medios que han asumido la verdad del gobierno, y entiendo que mucho tiene que ver con el tema de la publicidad oficial. Muchos medios realmente viven de ésta y eso habla de que no hay una verdadera libertad de expresión. Esto se ve muchísimo con los gobiernos de los estados: los periódicos locales viven de los gobiernos estatales, y pues asumen claramente como propios los intereses de quienes los están financiando.
Pero también he visto un poco más de solidaridad en las coberturas comunes, aunque creo que sí nos ha hecho falta cerrar filas para exigir cuentas. Creo que no habría estado mal cerrar filas alrededor de la casa blanca o de Ayotzinapa, que haya un grito unísono representando a los medios de comunicación de decir ¿cuál es la verdad?
Creo que ha hecho falta más solidaridad en cosas que evidentemente nos deberían preocupar a todos.
—Das un dato contundente: 179 mil personas fueron detenidas entre los años 2006 y 2012 por policías y militares por pertenecer al crimen organizado, de las cuales menos del uno por ciento fueron culpables. ¿Qué dice esto de nuestro sistema de seguridad y de procuración de justicia?
—Dos cosas: una lectura es que se está deteniendo a gente para fabricar culpables; otra es la deficiencia de las investigaciones o la colusión de gente que es responsable pero a la que no se le adjudican los cargos que se le deberían hacer. ¿Dónde quedó el otro 99 por ciento? ¿Son responsables que fueron liberados, o son inocentes que después de tres años lograron salir de prisión? Yo creo que son esas dos lecturas: por un lado la mala calidad de las investigaciones para consignar, y por otro la fabricación de culpables.
—Una de las historias que más me atrajo incluso políticamente es la de “El pueblo en rebeldía”, que son dos experiencias de autogobierno distintas: la policía comunitaria y las autodefensas, que comparten comunidades vecinas en Guerrero. ¿Qué posibilidades, limitaciones y peligros observas en este tipo de iniciativas y acciones sociales?
—Son dos casos: uno es el juicio de las policías comunitarias y otro el de las autodefensas. Las primeras responden a un sistema mucho más organizado de trabajo comunitario en la sierra de Guerrero, tienen ya dieciocho años, mientras que las autodefensas emergieron más como reacción a la violencia de la guerra contra el crimen organizado. Cuando estuve en ese juicio sumario popular de las autodefensas, se me pone la piel chinita de decir realmente que no hay diferencia entre esto y las presentaciones del coche bomba de Genaro García Luna.
Yo sí veo riesgos de que todos nos queramos erigir como portadores de la verdad y de la justicia.
No tengo una respuesta contundente sobre lo que pasa allí porque, por un lado, veo una lucha muy auténtica de gente que forma las autodefensas y las policías comunitarias también, y por otro lado veo también intereses muy concretos de quienes lideran. Me inquietó ver que hubo una denuncia de tortura contra la policía comunitaria, y que ese caso no se haya querido discutir porque, decían del implicado, “no hizo esto pero seguro hizo otras, y las va a pagar”. Me inquietó mucho porque pensábamos que eso no era posible, que la justicia popular, de las personas de la comunidad, en una asamblea observada por muchísimos ojos, iba a impedir este tipo de cosas. No fue tal.
Me parece también muy fuerte decidir qué privilegiar más: el derecho de la comunidad o el de un individuo. Yo no tengo una respuesta; a la mejor los antropólogos dirán que allí lo que debe primar es el derecho comunitario, y en las ciudades el derecho romano, en el que prima la persona. Yo no tuve ninguna respuesta absoluta; me siento como en arenas movedizas; nos han enseñado que la justicia es darle a cada quien lo que le corresponde, pero lo que hemos visto en la vida real es que no es así.
Me inquietó ver que hubo una denuncia de tortura contra la policía comunitaria, y que ese caso no se haya querido discutir porque, decían del implicado, “no hizo esto pero seguro hizo otras, y las va a pagar”. Me inquietó mucho porque pensábamos que eso no era posible, que la justicia popular, de las personas de la comunidad, en una asamblea observada por muchísimos ojos, iba a impedir este tipo de cosas.
Vi el caso del chavo de Ecatepec que está acusado y está preso en una de esas comunidades; su historia se me hace muy fuerte porque es una persona no indígena sometida a un sistema de justicia indígena. Hay revelaciones que a mí me parecen bien chingonas, como cuando dice “Yo aquí aprendí que a quien estoy dañando es a una persona; allá nada más pagas fianza y sales libre, pero aquí aprendí a ver la cara de a quien le hice daño”. Eso se me hace un descubrimiento por parte de él del sistema comunitario bien chingón, pero él lleva allí años porque su caso ha sido pospuesto.
Creo que ese texto, a nivel de mis creencias, me dejó inquieta porque no hay un sistema que sea impecable, y creo que los riesgos están en que, ante la ausencia del Estado, cualquiera pueda erigirse como justiciero.
—En otra parte haces una anotación: la lógica de la desaparición se ha privatizado. Antiguamente ella era casi monopolio del gobierno, y añades que ahora cualquier miembro de las fuerzas de seguridad o un criminal puede desaparecer a cualquiera sin dejar rastro. ¿Cómo ha sido ese proceso, que va de los años setenta con la guerra sucia, hasta ahora que eso lo hacen jefes de policía y criminales?
—Ahora que lo planteas, creo que la desaparición forzada surge como un crimen; entiendo que sus orígenes tienen que ver con el decreto “Noche y Niebla”, de Hitler, y con las dictaduras en América Latina, cuando había una intención política de desaparecer personas. Aquí lo que hemos sabido por compañeros periodistas que han investigado es que gran parte de los grupos criminales descienden o provienen de las fuerzas armadas. Los que practican más la desaparición son los Zetas, y éstos fueron formados supuestamente por militares, y que fueron además preparados por las fuerzas de seguridad estadounidense. Tal vez por allí pueda haber una relación: ¿cómo es que a los delincuentes se les ocurrió desaparecer personas? Pues yo creo que puede venir por allí. Si no hay cuerpo no hay delito, y además la desaparición crea un limbo de terror muy fuerte.
Nos explicaban un día que la guerra lo que busca es controlar territorios también a partir del terror, y que eso se dio mucho en Colombia: las minas, las desapariciones al por mayor, a quien sea, al que pase por allí. Eso ayuda a controlar territorios. A lo mejor eso explica por qué los grupos del crimen organizado también cometen desaparición de personas. Puede ser que el origen tenga que ver con la capacitación de las fuerzas armadas que entraron a las filas del crimen organizado.
Creo que con las desapariciones hay una intención de controlar territorios a partir del terror, una lógica que viene del origen de grupos como los Zetas.
—Sobre la privatización de actividades antes reservadas a las autoridades está la historia de el Chino en Ciudad Juárez con el crecimiento poblacional, la llegada de inmigrantes al Cerro de las Letras. Dices que en esas colonias los políticos encontraron su botín; después los cárteles tomarían su lugar para continuar con el despojo. ¿Cómo ha sido este proceso de sustitución de los políticos por los criminales?
—A la mejor sigue. Por ejemplo, en el Estado de México creo que todos conocemos grupos de colonias que son utilizadas como botín político, y a lo mejor no es que los políticos hayan sido sustituidos por los criminales sino que los dos coexisten. Probablemente La Familia tenga que hacer marchas en contra de quien su líder político les diga o tomar alguna calle, y posiblemente también algún miembro de La Familia sea un halcón. Pero finalmente lo que hay es una visión de uso y desecho de la gente que vive en esas condiciones. Probablemente no hay una sustitución, ahora que lo mencionas, puede ser que ya ambos grupos van, se abastecen y cargan cartuchos en las colonias marginadas.
Pero habría que revisar índices, con el asegún de algo que nos ha parecido fácil: la criminalización de la pobreza. Entonces también hay que ver eso con cuidado. Pero sí creo que hay un uso y desecho de los habitantes de las colonias marginadas.
—En una parte del libro rescatas la declaración de la familiar de una víctima, quien dice: “¿Por qué les hicieron eso? ¿Por qué tanta maldad?” ¿Qué le responderías?
—Es una pregunta filosófica. Yo estoy todavía buscando cuál es el origen de esa maldad. Hay una difusión de ésta creo que por la impunidad, porque se cree que se puede hacer lo que sea sin consecuencias. Pero siento que el origen está en una deshumanización.
La violencia es un mecanismo de relación animal y humana; creo que es una cosa natural de la forma de relacionarnos, y después puede detonar en varias cosas. Pero yo creo que es la deshumanización, es dejar de ver el rostro del otro, es dejar de sentir responsabilidad por el otro, de dejar de sentirme vulnerable como el otro. Es una deshumanización en la que somos desechables, prescindibles, sustituibles en todos los sentidos, desde el sistema de trabajo hasta las mismas relaciones familiares. ¿Por qué un hombre golpea a la mujer con la que vive? ¿Por qué un empleador presiona, hostiga, explota, maltrata a alguien con quien trabaja? Pues porque hemos dejado de vernos como personas; como que más bien nos desconectamos de nuestra relación con el otro. Pero es un asunto que nos falta seguir estudiando.
La violencia es un mecanismo de relación animal y humana; creo que es una cosa natural de la forma de relacionarnos, y después puede detonar en varias cosas. Pero yo creo que es la deshumanización, es dejar de ver el rostro del otro, es dejar de sentir responsabilidad por el otro, de dejar de sentirme vulnerable como el otro. Es una deshumanización en la que somos desechables, prescindibles, sustituibles en todos los sentidos, desde el sistema de trabajo hasta las mismas relaciones familiares.
—¿Qué riesgos has corrido al hacer este tipo de trabajo? En el relato de las autodefensas cuentas que de una casa te sacó un grupo de hombres armados.
—De este libro creo que ese es el momento en el que más vulnerable físicamente me he sentido, porque sí pensé: “Estos señores ya han matado a varias personas en retenes”. ¿Te acuerdas de que las autodefensas habían matado justificando que eran criminales, o que no se pararon en el retén, e incluso atacaron a unos turistas del DF?
También en Ciudad Juárez, donde más bien fue un asunto de coordinar bien dónde estoy, si me acompaña alguien, cómo salir de allí si es necesario, a quién recurrir si me siento en riesgo.
Afortunadamente creo que el único momento en que me sentí vulnerable físicamente fue esa vez que nos agarraron las autodefensas y nos encerraron en un cuarto. Afortunadamente no pasó de eso, pero yo me acuerdo de la imagen cruzando el cerro, rodeados yo y Felipe, el compañero fotógrafo, por diez encapuchados con armas. Me puse muy nerviosa porque dije: “Aquí nos puede pasar cualquier cosa y ni quien se entere”.
Eso lo viven todos los días compañeros que hacen su trabajo sin ningún tipo de respaldo de los medios para los que trabajan.
—Termino: de las historias, personajes y situaciones de tu libro, ¿dónde encuentras esperanza de que las cosas cambien y se haga justicia?
—En la resistencia de Miriam, en el amor de ella y su esposo; en la lucha de Mayra por sacar a su esposo de la cárcel, en la lucha de éste y de los otros chavos detenidos por recuperar los pedazos en los que los fragmentó la tortura tras haber sido acusados del coche bomba en Ciudad Juárez en 2010 (aquí hay una imagen que me da mucha ternura: cuando él llega y dice “es que ya soy jefe de cuadrilla, vamos a celebrar”, compran pan dulce y un refresco para festejar. Es un gesto tan tierno de “vamos a salir adelante, de ir construyendo nuestros pedazos”).
La veo también en Liliana, que a pesar de que su hijo sufrió la peor violencia antes de nacer, que es la desaparición de su padre, a pesar de que le arrebataron al amor de su vida, al padre de su hijo, ella dice: “Yo quiero criar a un niño feliz, no a uno que tenga miedo, que crezca con ganas de venganza. Quiero que mi hijo sea feliz, merece ser feliz”.
Veo la esperanza en Araceli, en Lety, en Yolanda, en Rosario y en otras mamás, en Lucía y en Guadalupe, que están aquí pero están buscando a sus hijos y que han asumido una colectividad de que éstos son los hijos de todas. A veces las veo y les digo: es que lo que ustedes están haciendo también es buscar al país que extraviamos todos nosotros. No solamente estás buscando a tu hijo sino al país que se nos perdió en algún lugar.
La veo también incluso en el chavo del Estado de México que es detenido por secuestro, como en su decir “Esto estoy aprendiendo. Ya aprendí que lo que hago tiene consecuencias en otra persona”. La veo en Olguita, la señora del parque que construye una comunidad, en la que tratan de cuidarse unos a otros; la veo en la tenacidad del señor Jorge Parral para sumergirse en expedientes y lograr encontrar y recuperar a su hijo.
La veo en el Guaymas, quien, después de tantos años de detención, dice: “A lo mejor yo nada más sobreviví para un testimonio, pero aquí estoy dándolo y trabajando bien en mi empleo del Metro, y saludando al güey que por azares del destino fue halcón” (él, guerrillero, se encuentra en los talleres del Metro con un señor que fue uno de los halcones en 1971, y que aun así él lo saluda y se preocupa por él).
Me decían: “¿Cómo es posible que puedas aguantar tanto dolor?” Pues es que ese dolor en estas historias viene cobijado, tercamente, por un montón de amor, de compasión y de apuesta por la vida, que a la mejor ya ni siquiera en algunos casos es consciente.
Eso es lo que nos va a salvar; si no, Miriam y los chavos del coche bomba seguirían presos, León sería un niño deprimido, encerrado en su casa, el Guaymas sería un resentido social, Jorge Parral seguiría enterrado en una fosa común, sin nombre.
En esa terquedad por la vida es donde veo yo toda esa esperanza.
Yo quería que el libro se llamara Caminando en la tormenta, y me dijeron que era un título de película de ficción; para mí era el título porque es una escena de Mayra y Rogelio caminando en la tormenta después de todo lo que les pasó y les sigue pasando; son ellos caminando tercamente en un llano y no saben a dónde van, pero caminando en la tormenta. Eso es para mí la esperanza. ®