A cincuenta años del aniversario luctuoso de Rosario Castellanos su legado sigue vigente, como lo demuestra la autora de este ensayo al analizar un cuento en el que la cotidianidad “femenina” es crudamente desnudada.
El cuento de Rosario Castellanos “Lección de cocina” nos sitúa a nosotros, los lectores, ante una doble perspectiva. Desde el primer momento la autora establece una metáfora entre lo que nos está narrando —nivel superficial de lectura— y lo que de verdad nos quiere decir —el inter–texto—. Es muy importante entender que, en general, en la obra literaria de Castellanos hay dos niveles de interpretación, y siempre debemos buscar más allá de la metáfora para llegar al significado original.
No obstante, Castellanos es una excelente escritora que consigue disfrazar cualquier crítica con la máscara más inocente, como es en este caso: una lección de cocina.
La autora narra un día común en la vida de una mujer que está intentando cocinar un plato de carne para su marido. A medida que vamos adentrándonos en la historia descubrimos detalles insignificantes, pero que no deben pasar inadvertidos, pues al final, juntándolos todos, podremos reconstruir el arquetipo perfecto de un ama de casa recién casada e infeliz.
Pues bien, nos situamos en la cocina, el lugar adonde todas las mujeres —y mucho más las casadas— pertenecemos, según la sociedad patriarcal. Así lo recalca Rosario Castellanos en el primer párrafo de esta historia: “mi lugar está aquí. Desde el principio de los tiempos ha estado aquí”.
La mujer, por supuesto, en la cocina; el hombre ni siquiera aparece en este cuento. Esto también es significativo, pues lo que nos interesa de este cuento es precisamente la no–presencia del marido en el día a día de la mujer. El marido solamente está en casa cuando le place estar; el resto del tiempo puede estar en la oficina, en viajes de negocios, en el bar, en el club…
Aunque no sabemos si era ésta la intención de la autora, podemos establecer un símil entre esta cocina tan blanca, nítida y nueva con la virginidad de una mujer; en cualquier caso, “es una lástima mancillarla con el uso”. A través de pequeños comentarios que pueden pasar inadvertidos en una primera lectura, Castellanos instala al lector en un perfecto molde patriarcal. La mujer, por supuesto, en la cocina; el hombre ni siquiera aparece en este cuento. Esto también es significativo, pues lo que nos interesa de este cuento es precisamente la no–presencia del marido en el día a día de la mujer. El marido solamente está en casa cuando le place estar; el resto del tiempo puede estar en la oficina, en viajes de negocios, en el bar, en el club… y miles de eufemismos más que utilizan ambos —tanto las esposas como los maridos— para aludir a la muy probable realidad: que está con otra mujer. La infidelidad es prácticamente un cliché en el matrimonio tradicional, y un comportamiento que no está castigado por la religión para el hombre, pero sí para la mujer. Al hombre se le tiene que perdonar porque “tiene necesidades, debilidades humanas”, mientras que la mujer es una buscona, o como mejor establece la Iglesia: una adúltera. Llama la atención, sin embargo, que no existe el mismo término para el hombre que mantiene relaciones extramaritales; este sujeto es simplemente un ‘mujeriego’, con todo el espectro positivo del significado de esta palabra. Un triunfador.
La primera impresión que tenemos de esta cocina, tan nueva y reluciente, es en realidad negativa. La descripción de la autora nos produce rechazo, probablemente porque los lectores, casi tanto como la protagonista, sabemos que ese es el lugar donde permanecerá para siempre en su matrimonio. “¿O es el halo de desinfectantes, los pasos de goma de las afanadoras, la presencia oculta de la enfermedad y de la muerte?” Aquí Rosario nos deja claro que la protagonista ya había adivinado su futuro, de la misma forma que nosotros. Por lo tanto, la subyugación femenina queda establecida desde las primeras líneas de este cuento.
No obstante, podemos percibir, a través de los comentarios insertados de cuando en cuando en la narración, que esta mujer no es un ama de casa de manual, sino que había sido una mujer libre antes:
Yo anduve extraviada en aulas, en calles, en oficinas, en cafés; desperdiciada en destrezas que ahora he de olvidar para adquirir otras.
Pero parten del supuesto de que todas estamos en el ajo y se limitan a enunciar. Yo, por lo menos, declaro solemnemente que no estoy, que no he estado nunca ni en ese ajo que ustedes comparten ni en ningún otro.
Deducimos, por tanto, que esta mujer ha estudiado, ha salido, ha trabajado. Sin embargo, todo eso ya no tiene importancia, resulta innecesario en el matrimonio. A partir de ahora sólo se la va a valorar en función de sus dotes culinarias y maternales. Así Rosario nos da otro ejemplo más de la nulidad que la mujer adquiere una vez que entra en el matrimonio tradicional: queda reducida a ser una sirvienta a las órdenes de su marido.
Para que la mujer pueda realizar este servicio sin ningún impedimento ni queja se le ofrece una cocina toda para ella, reluciente y neutra: “en un estante especial, adecuado a mi estatura”. Por supuesto, pues el marido nunca va a necesitar ningún estante a su medida en la cocina. El ama de casa es “la voz de la tradición”. Éste es un punto importante porque relaciona directamente la subordinación de la mujer con las tradiciones, o lo que es igual: con el conservadurismo. En Hispanoamérica, en general, las tradiciones tienen mucho de restrictivo: es la tradición que la mujer se ocupe del hogar y de los hijos mientras el hombre trabaja. Pero ¿qué ocurre cuando esas tradiciones ya no encajan? ¿Deben de seguirse a toda costa? Este cuento de Castellanos representa precisamente esta realidad: la obediencia de unas tradiciones obsoletas por el simple hecho de que la sociedad las acepta, y ya todos estamos acostumbrados a que así es como funciona: mujer florero–marido trabajador. Sin embargo, resulta un absurdo hoy, pues incluso esta mujer ha estudiado, trabajado, etc., y se ve obligada a dejarlo todo por el simple hecho de estar casada. Una vez pasada por la capilla a la mujer se le extirpa toda necesidad intelectual, toda opción y toda consideración. Como si al aceptar a un único hombre en su vida tuviera que renunciar a todo lo demás para dejarle espacio.
Lo peor de esta vaga consideración a la mujer no es sólo lo que se le quita, sino lo que se le suma:
Me supone una intuición que, según mi sexo, debo poseer pero no poseo, un sentido sin el que nací que me permitiría advertir el momento preciso en que la carne está a punto.
Rosario Castellanos nos presenta de forma irónica la idea absurda que tiene el sistema patriarcal de que las mujeres nacen con ese “algo”, con un gen especial, que las capacita únicamente a ellas para dedicarse a las labores del hogar.
Pasemos ahora a otro punto importante que traza Castellanos a lo largo de la narración: el marido, el sujeto hombre. A pesar de que no aparece en esta historia, como ya hemos mencionado, toda ella gira en torno a él. Por tanto, es un elemento importante de nuestro análisis, causa de toda esta “lección de cocina”.
Es necesario analizar la interacción del marido con la mujer en dos superficies: en primer lugar, en la relación sexual, que la autora describe explícitamente y que nos da una idea de las limitaciones a las que está sujeta la mujer también en este campo; por otro lado, en la relación amorosa, si se le puede llamar así, o relación sentimental que tiene con su mujer.
Rosario alude claramente a la virginidad en medio de las elucubraciones de la protagonista:
¿Y tú? ¿No tienes nada que agradecerme? Lo has puntualizado con una solemnidad un poco pedante y con una precisión que acaso pretendía ser halagadora pero que me resultaba ofensiva: mi virginidad. Cuando la descubriste yo me sentí como el último dinosaurio en un planeta del que la especie había desaparecido. Ansiaba justificarme, explicar que si llegué hasta ti intacta no fue por virtud ni por orgullo ni por fealdad sino por apego a un estilo.
La virginidad, según el conservadurismo más estricto, es el bien más preciado de una mujer, y nunca debe entregarse antes del matrimonio. Ante tan ofensiva y absurda declaración la protagonista se siente avergonzada de haberla conservado durante tanto tiempo, casi se disculpa. Porque el hecho de haberla conservado podría suponer en ella un rasgo de tradicionalidad, lo que implicaría estar de acuerdo con todas las leyes de esta sociedad patriarcal. Por eso comprendemos su vergüenza y su necesidad de justificarse ante su marido, pues ese mérito no es de él, sería de ella, en todo caso. De todas formas, Castellanos sigue apuntando rasgos como éste y poniéndolos en ridículo de una manera muy elocuente, pues esta mujer no tiene pensamientos que no tengan las demás mujeres, simplemente nos deja adentrarnos en la mente de una mujer del siglo XX que no congenia —ni debe congeniar— con las leyes masculinas.
Por otra parte, nos relata la dinámica de sus relaciones sexuales:
Él podía darse el lujo de “portarse como quien es” y tenderse boca abajo para que no le rozara la piel dolorida. Pero yo, abnegada mujercita mexicana que nació como la paloma para el nido, sonreía a semejanza de Cuauhtémoc en el suplicio cuando dijo “mi lecho no es de rosas” y se volvió a callar.
Sutilmente, nos describe lo impersonal de las relaciones sexuales dentro de este matrimonio. La incomunicación causada por el miedo, el desconocimiento del otro por miedo a amar lo que es del otro, lo cual supondría una debilidad inconcebible para él. A través de este relato queda claro que la mujer no es parte activa del acto sexual, es decir, no es necesario satisfacer su deseo o “sus necesidades”. “La postura clásica para hacer el amor” está claro que no satisface a la mujer. Pero es la postura clásica, así que es imprescindible.
Concluye el tema de las relaciones sexuales diciendo: “mitos, mitos”. Para ella, la satisfacción sexual de la mujer realmente es un mito, porque en la realidad a las mujeres no se les permite gozar durante sus relaciones sexuales. Al menos no está “bien visto”. Esta situación sólo conduce a un enorme rechazo por parte de la mujer por estas actividades, que acaba concibiendo su vida sexual como un suplicio: “lo mejor era cuando se quedaba dormido”. Aunque esta concepción casaba muy bien con la que tenían los maridos acerca de la vida sexual de sus mujeres: una restrictiva obligación marital. Como hacer carne guisada.
Sin embargo, Castellanos siempre nos ofrece una pizca de esperanza para las mujeres:
Yo continúo viviendo con una vida densa, viscosa, turbia, aunque el que está a mi lado y el remoto, me ignoren, me olviden, me pospongan, me abandonen, me desamen.
Esta mujer ya era mujer antes de ser esposa, y debe seguir siendo mujer después del matrimonio. Por eso Rosario nos insiste en su lado intelectual a través de comentarios como “por el prolongado contacto con las teclas de la máquina de escribir”, gracias a esta afirmación sabemos que ella, a pesar de su marido y de todos los demás, escribe, piensa por sí misma, resiste. No importa lo que suceda en su matrimonio, nadie puede cambiar el hecho de que ella ha aprendido, nadie puede borrar todo lo que ella ya ha pensado, ni todo lo que escribe. Ni siquiera estar casada con el peor hombre del mundo puede cambiar lo que ella es.
En cuanto a la relación amorosa, podríamos definirla con una palabra: inexistente, unilateral. Ni siquiera unilateral, porque ella tampoco parece estar enamorada. Desde luego, no está conforme.
“No nacimos juntos”, declara. No son producto del amor. Son dos almas separadas que permanecerán para siempre en dimensiones aparte. Esta descripción nos recuerda a la obra teatral La señora en su balcón, de Elena Garro, y su Clara de veinte años, que ansiaba desesperadamente un amor profundo que no podía encontrar en Andrés, fruto de la sociedad patriarcal. De la misma manera que la protagonista es incapaz de encontrarlo en su marido: “prefiero creer que lo que me une a él es lago tan fácil de borrar como una secreción y no tan terrible como un sacramento”.
Sin amor una relación se vuelve tormentosa, porque uno de los dos siempre está por encima del otro, como debe ser según el esquema tradicional: el hombre encima de la mujer, tanto en el sexo como en la vida. Así, ve a su marido como un ‘dueño’ o un ‘traumaturgo’, no como una pareja, una persona o un compañero. Son seres enfrentados.
Rosario nos muestra este desequilibrio: “Perdí mi antiguo nombre y aún no me acostumbro al nuevo, que tampoco es mío”. Junto a su nombre, perdió también su identidad como persona, ahora es solamente esposa.
No obstante, es una esposa con esperanzas, como ya hemos visto, pero también con sueños:
Para la siguiente película me gustaría que me encargaran otro papel. ¿Bruja blanca en una aldea salvaje? No, hoy no me siento inclinada ni al heroísmo ni al peligro. Más bien mujer famosa (diseñadora de modas o algo así), independiente y rica que vive sola en un apartamento en Nueva York, París o Londres. Sus affaires ocasionales la divierten pero no la alteran. No es sentimental. Después de una escena de ruptura enciende un cigarrillo y contempla el paisaje urbano a través de los grandes ventanales de su estudio.
Es curioso cómo se invierten los papeles: una mujer casada con todas las comodidades sueña con su independencia y su soltería, con affaires, con un estudio. Con lo que en realidad sueña esta mujer es con la libertad que poseía antes del matrimonio o que tendría de no ser por él.
Después de muchas reflexiones acerca de qué tipo de casada va a ser a partir de ese momento decisivo a la que la somete el juicio de la carne guisada, llega a la conclusión:
Sólo que me repugna actuar así. Esta definición no me es aplicable y tampoco la anterior, ninguna corresponde a mi verdad interna, ninguna salvaguarda mi autenticidad. ¿He de acogerme a cualquiera de ellas y ceñirme a sus términos sólo porque es un lugar común aceptado por la mayoría y comprensible para todos? Y no es que yo sea una rara avis. De mí se puede decir lo que Pfandl dijo de Sor Juana: que pertenezco a la clase de neuróticos cavilosos. El diagnóstico es muy fácil ¿pero qué consecuencias acarrearía asumirlo?
Y ella misma se da la respuesta:
Si insisto en afirmar mi versión de los hechos mi marido va a mirarme con suspicacia, va a sentirse incómodo en mi compañía y va a vivir en la continua expectativa de que me declare a la locura.
El matrimonio se presenta aquí como un arma de doble filo: es cierto que, seguramente, nadie la obligó a casarse. Pero ¿qué habría hecho entonces? ¿Cuáles eran, realmente, sus opciones? Es cierto que podría decirle a su marido todo lo que piensa, pero a ver entonces quién querría vivir en esa casa con él, esperando, efectivamente, que se declarase loca, o mejor todavía: histérica, vocablo favorito de los maridos intransigentes.
El último párrafo nos plantea la ineludible verdad que conocemos desde el principio del relato: la renuncia ya estaba ahí. Ella no podía escoger el momento. Sin darse cuenta, ya había renunciado al casarse con él al dejar que él aceptara una versión de ella que no es real, sino contenida.
Para concluir, sólo cabe añadir que el análisis inserto dentro de este cuento por parte de Rosario Castellanos no merece menos adjetivo que brillante, pues no se deja nada en el tintero. Además, el hecho de presentarnos su crítica a través de la cotidianidad de un ama de casa no puede ser más acertada, pues nos sitúa en ‘la escena del crimen’. Nunca mejor dicho, pues no todos los crímenes tienen necesariamente muertos o heridos graves. A veces las mujeres cometemos crímenes contra nosotras mismas sin darnos cuenta. ®
Bibliografía
Rosas Lopátegui, Patricia (2011). Óyeme con los ojos. De Sor Juana al siglo XXI. 21 mujeres mexicanas revolucionarias, vol. I. Monterrey: Universidad Autónoma de Nuevo León.
Nota: este ensayo fue elaborado para el curso “Mujeres transgresoras” impartido por la Dra. Patricia Rosas Lopátegui en la Universidad de Nuevo México, Estados Unidos, en el otoño de 2017.