“Mi obsesión con diferentes estilos de poder es más que literaria: es casi antropológica.” De esta manera explicaba García Márquez la intrigante cercanía con Castro. Pero, más que una obsesión, García Márquez parecía estar fascinado irremediablemente por el poder.
Contemplar un crimen en silencio es cometerlo.
—José Martí
El poder y la gloria
Lo ha negado repetidamente, pero Gabriel García Márquez (a.k.a Gabo) fue un devoto comunista en su juventud y, como tantos otros jóvenes idealistas, en enero de 1959 fue cautivado por el apoteósico triunfo de la Revolución cubana y el irresistible carisma de Fidel Castro. Poco después el novel periodista colombiano trabajaría para la agencia cubana de noticias Prensa Latina en Nueva York, oficina que abandonaría presurosamente en los momentos en que la incursión militar cubano–estadunidense auspiciada por el infausto Kennedy era repelida, en abril de 1961, en la Bahía de Cochinos —o Playa Girón, para los revolucionarios de hoy y de siempre que ensayan la corrección política—. Castro perdonaría con el tiempo el desliz infeliz del futuro premio Nobel de Literatura 1982, cuya creciente fama e influencia podría ser inmensamente útil a la causa de la primera revolución socialista en América.
Cuatro décadas después, durante la celebración de los cuarenta años de la victoria de los barbados guerrilleros, el comandante Fidel Castro recibía en La Habana los cálidos elogios y felicitaciones de dos premios Nobel, el portugués José Saramago (1998) y el colombiano García Márquez. “Lo sabemos, hay problemas en Cuba —declaró Saramago entonces—. Pero los problemas de Cuba, Cuba los resolverá. En la buena dirección siempre, con todas sus contradicciones, sus tensiones internas…” La ingenuidad y buena voluntad del siempre cariacontecido escritor lusitano —que borra de un plumazo a los casi dos millones de exiliados cubanos, a los encarcelados y a los reprimidos con brutalidad—, en los linderos siempre de la ceguera y la estupidez política,1 contrastan con el untuoso pragmatismo que García Márquez ha desarrollado hábilmente a lo largo de su ascendente carrera de escritor y ubicuo diplomático sin cartera. Sin pudor alguno, el zalamero escritor declaraba a la prensa: “Con Fidel me he quedado sorprendido: cada día más fuerte. Lo que más me ha llamado la atención de su discurso, y lo que menos se le nota, es que es un gran escritor.”
Del realismo mágico al pragmatismo político
Los Estados socialistas de la Europa oriental, Asia y América eran señalados cada vez con más insistencia por intelectuales del mundo entero como antidemocráticos y decididamente intolerantes con la disidencia, pero la vieja amistad que une a García Márquez con Castro ha salido bien librada de los escollos del proceloso mar del totalitarismo caribeño: los discretos llamados del Nobel a la apertura democrática han sido recibidos complacientemente por el Jefe de Estado con más años en el poder, así como sus esfuerzos para la liberación del escritor Norberto Fuentes,2 en 1994, entre otros disidentes. Pero es legítimo, sin embargo, desconfiar de lo que pueden ser meros ardides publicitarios: Tú haces como que me llamas la atención, chico, y yo te hago un poco de caso, y todos a bailal… Empero, Gabo se ha cuidado bien de no mencionar jamás nada, cuando se le inquiere, sobre la represión cotidiana, el hambre, los presos políticos, la debacle económica apenas paliada por la creciente industria turística, la guerrera aventura angoleña, la prostitución o el amañado juicio y posterior fusilamiento del coronel Arnaldo Ochoa y los hermanos De la Guardia, demudados chivos expiatorios en el escandaloso asunto de la complicidad del gobierno cubano en el tráfico de drogas hacia Estados Unidos.
“Mi obsesión con diferentes estilos de poder es más que literaria: es casi antropológica.” De esta manera explica García Márquez la intrigante cercanía con Castro —y no solamente con él, sino con numerosos presidentes y estadistas. Pero, más que una obsesión, García Márquez parece estar fascinado irremediablemente por el poder: mientras más avasallador y total, mejor; como las polillas que describen vertiginosas espirales suicidas en torno a una candela. Tomando como paradigma a Francisco Franco, Gabo escribió El otoño del patriarca durante su cómoda estancia española; la novela, paradójicamente, se publicó en 1975, el año de la muerte del longevo caudillo por la gracia de Dios. Debe añadirse, como dato curioso, que Franco y Castro, ambos de ascendencia gallega y situados en los extremos del espectro ideológico, mantuvieron un respetuoso y discreto silencio en relación con sus respectivas y monolíticas dictaduras.
Sería un tanto burdo aseverar que García Márquez es solamente un emisario del régimen castrista. Más bien debe pensarse en una mancuerna que funciona de modo casi simbiótico, una pareja embelesada mutuamente por sus respectivos carismas y por la fascinación que provocan en millones de seres humanos.
“Para mí, lo fundamental es la ideología de Bolívar: la unidad de la América Latina. Es la única causa por la que moriría”, expresa García Márquez, portador de una misión sublime: la integración política, social y cultural de Latinoamérica, sin detenerse a reflexionar siquiera en el gran disparate que uniforma de tajo a los diversos países y naciones que pueblan esta vasta región del planeta.3 “Nuestro gran problema es la búsqueda de identidad —añade el escritor—. Aún no la hemos encontrado.” Sin embargo, el quijotesco sueño de Bolívar tendría que concretarse por medios menos románticos que la revolución y el realismo mágico, como lo entiende el pragmático y avezado García Márquez. De ahí su gusto irrefrenable por cenar con su admirado Bill Clinton, asesorar a Carlos Salinas de Gortari cuando era presidente de México y darle escuetos consejos al subcomandante Marcos: “Construyan sus propias naves y busquen sus propios horizontes…” Pero también de ahí su ferviente admiración por la revolución cubana y su líder. “Si no fuera por Cuba —cree Gabo a pie juntillas—, los gringos estarían ya en la Patagonia.” Cuba es para el colombiano el único bastión contra el imperialismo yanqui —al que denostó durante años ganándose únicamente la negación de la visa de entrada a los Estados Unidos—, la república socialista que materializa los sueños de Martí y, por el momento, de Bolívar…
Sería un tanto burdo aseverar que García Márquez es solamente un emisario del régimen castrista. Más bien debe pensarse en una mancuerna que funciona de modo casi simbiótico, una pareja embelesada mutuamente por sus respectivos carismas y por la fascinación que provocan en millones de seres humanos. No en balde Fidel Castro le obsequió una mansión en La Habana a su viejo camarada —donde pasan noches enteras comentando libros, intercambiando recetas de pescado y narrando anécdotas interminables—, sino también un Mercedes Benz con todo y chofer. En agradecimiento, Gabo fundó en el pueblo de San Antonio de los Baños el Instituto de Nuevo Cine Latinoamericano, que se sostiene de los ingresos generados por las conferencias dictadas por el escritor alrededor del mundo y por las cuales ha llegado a cobrar hasta 50 mil dólares.
Siempre fiel a Fidel
“La era de las dictaduras ha llegado a su fin”, sentenció la extraordinaria periodista mexicana Alma Guillermoprieto, afincada en Nueva York, durante una conferencia en la Fundación del Nuevo Periodismo Iberoamericano, dirigida por García Márquez, con sede en Cartagena, Colombia. Y eso es algo que el célebre escritor y periodista tiene muy claro. No obstante, Fidel Castro continúa acaparando la atención de todos en los encuentros regionales y en las cumbres internacionales, en tanto personajes notables del mundo del arte y de las letras se desviven firmando denuncias y condenas en su contra. En enero del 99 cerca de ochenta artistas e intelectuales de varios países (entre ellos los mexicanos José Luis Cuevas, Carlos Monsiváis y Marie José Paz) suscribieron un documento en el que solicitaban a Francia que aceptara un pedido de juicio presentado contra el presidente cubano y su hermano Raúl por tráfico internacional de estupefacientes, tortura, secuestros y asesinato. Pero Gabriel García Márquez no se arredra por eso, la amistad que lo une al otrora idealista guerrillero es inquebrantable. A los setenta y dos años, en el otoño de su vida, el taimado y movedizo Gabo es capaz de apostar indistintamente tanto al fortalecimiento de la sociedad civil como a la dictadura del proletariado. El realismo del escritor hace tiempo que dejó de ser mágico para convertirse en uno crudo y descarado, como el hambre y la prostitución en la Cuba del nuevo milenio. ®
Fuentes
Publicado originalmente en la revista Complot en 1999, y reproducido en El dilema de Bukowski, Ediciones Sin Nombre, 2004.
Guillermo Cabrera Infante, Mea Cuba, Plaza y Janés, Barcelona, 1992.
“The Politics and Prose of Gabriel García Márquez”, Newsweek, 6 de mayo de 1996, pp. 39–47.
Diario La Jornada, México, 2, 3, 15 y 28 de enero de 1999.
Notas
1. No resisto la tentación de reproducir aquí una breve nota aparecida en el diario Mural, de Guadalajara, el 16 de abril del 2001: “Todo por Leer:¡Ay, Saramago! Sería formidable que un autor distinguido por el capricho de la Academia Sueca decidiera omitirse de la vida pública y de la creación literaria y pasar el resto de sus días gastando a placer las coronas que le reportara el galardón y los miles y miles de dólares por regalías de sus libros. Es lo que se antoja luego de leer La caverna, de José Saramago (Azinhaga, 1922), una lamentable novela debidamente lanzada con todo el aparato que en la prensa acompaña a cada estornudo de este comunista buena onda últimamente atareado en ser una especie de Facundo Cabral portugués del zapatismo.
Y es una lástima que a un autor capaz de haberle plantado un “no” a la historia en su Historia del cerco de Lisboa, entendedor sin par de Ricardo Reis al punto de vestir sus trajes y vivir su último año en una novela soberbia, ciego lucidísimo que ensayó una parábola desmesurada y fundamental para explicar la condición humana al final del siglo XX, sencillamente se le hayan terminado los recursos y empiece a repetirse de tan fea manera en obsesiones que uno supone estimuladas por la voracidad editorial y por la necedad de estar sacando libros. La caverna es una novela que bien podría descontarse de la obra de Saramago sin que nada se perdiera: aunque de pronto asome un rayo de lucidez poética (casi inevitable en la prosa con que el autor, justo es reconocerlo, logra seguir el paso imparable del pensamiento, lo que no es poca cosa), lo cierto es que la trama y sus resultados son tan irrelevantes como arrogante es el cometido que en presentaciones y entrevistas ha promulgado este propagandista de Marcos: que se trata de la metáfora del mundo en que vivimos. Qué pena que su manía mesiánica tenga a Saramago ya tan lejos de la literatura. La caverna, José Saramago, Alfaguara, 2000 (JIC).”
2 Paradójicamente, Norberto Fuentes es autor de Hemingway en Cuba (Letras Cubanas, 1984), prologado por Gabriel García Márquez. Como es bien sabido, Hemingway era también un gran admirador de Fidel Castro.
3 “La etiqueta [América Latina] se imprimió en Francia en el siglo pasado y luego la pegaron con cola eterna en los Estados Unidos, nación gobernada por un complejo de culpa colectivo. En 1880 se sentían tan culpables de haberse apropiado el nombre de América para uso exclusivo que nos untaron de Latine, que venía de París como un perfume raro. ¿Quién es latino en América Central? ¿Qué romano delicado cabalga eternamente los pagos de la pampa? ¿Dónde está el Lacio en América del Sur? […] América Latina no es más que esa noción de geopolítica que declara más fácil conquistar un país que un continente, como descubrió Bolívar hace más de un siglo.” Guillermo Cabrera Infante, “El español y la literatura”, Mea Cuba, Plaza y Janés, Barcelona, 1992, pp. 463–469.