No solamente necesitamos nuestra inteligencia para ser y comportarnos de manera moral, sino que también intervienen las emociones, ya que ellas también dirigen nuestros veredictos morales.
Hay un caso famoso en la historia de las neurociencias de una persona llamada Phineas Gage que recibió una lesión en sus lóbulos frontales, y como resultado de esto siempre que tomaba una decisión lo hacía sin tener en cuenta las consecuencias futuras; de manera miope, limitaba sus consideraciones al provecho inmediato. Este caso y otros muchos han suscitado la cuestión de si las lesiones del cerebro dejan selectivamente fuera de uso nuestra facultad moral y, si es así, por qué sucede esto.
Seducidos por los premios
Antonio Damasio y sus colegas han preparado una prueba para ilustrar los casos de déficit en la toma de decisiones y distinguirlos de otros casos de lesión cerebral [Bechara, Damasio y Damasio, 2000] (véase la figura abajo). La prueba consiste en un bote de dinero y cuatro mazos de barajas de cartas boca abajo. Levantando cartas de las barajas, los sujetos pueden perder o ganar dinero. Dos barajas dan ganancias netas a largo plazo, mientras que las otras dos dan una pérdida neta; para aumentar el conflicto, las dos barajas ganadoras ofrecen pequeños premios y castigos, lo que aumenta la tentación de tomar cartas de las otras barajas, debido a sus mayores premios. Mientras los sujetos eligen cartas, el experimentador registra su temperatura emocional a partir de la sudoración de la piel.
Después de voltear unas cincuenta cartas, las personas normales eligen cartas solamente de las dos ganadoras e ignoran prácticamente las barajas malas. En cambio, los pacientes con lesión en los frontales se dejan seducir por los elevados premios asociados a las barajas malas y siguen eligiendo las cartas como si fueran inmunes al castigo y a la pérdida neta a largo plazo que acompaña a su estrategia.
No solamente hay diferencias en la cantidad de dinero que ganan unos y otros; también las hay en cuanto a la respuesta de su piel a cada elección de la carta. Los sujetos normales dan muestras de grandes variaciones en la sudoración a lo largo del juego, con picos que corresponden a las cartas tomadas de las barajas perdedoras. A su vez, los pacientes pareciera como si su “sudorímetro” hubiera dejado de funcionar: son planos, sin ninguna diferencia entre las cuatro barajas.
En los pacientes con lesión cerebral sus decisiones son cortas de miras. Son como niños pequeños, hechizados por el brillo de la recompensa inmediata. Sin lóbulos frontales que controlen las regiones emocionales del cerebro (la amígdala sobre todo) la tentación ataca y el futuro se vuelve irrelevante.
En los pacientes con lesión cerebral sus decisiones son cortas de miras. Son como niños pequeños, hechizados por el brillo de la recompensa inmediata. Sin lóbulos frontales que controlen las regiones emocionales del cerebro (la amígdala sobre todo) la tentación ataca y el futuro se vuelve irrelevante.
Por último, pero no menos relevante, los pacientes con lesiones en los lóbulos frontales no presentan un déficit en la resolución de problemas ni en la inteligencia en general.
Acciones lícitas y prohibidas
Damasio y sus colegas pusieron a prueba a estos pacientes adultos con un conjunto de dilemas morales conocidos como “el dilema del tranvía” (decidir si se atropella a una o a varias personas que caminan por los rieles). Cuando los leyeron los pacientes parecían normales, es decir, distinguían entre acciones moralmente lícitas y acciones prohibidas, y daban al respecto justificaciones de un nivel avanzado. Es decir, poseían una competencia moral normal; pero, y he aquí el problema, tenían una actuación moral anormal.
Por ejemplo, decían que era lícito empujar a una persona obesa delante del tranvía con el fin de detenerlo y salvar a las cinco personas que iban caminando más delante, o bien, no veían ninguna diferencia entre accionar una palanca para que haya un cambio en las agujas para que el tranvía se desvíe hacía una vía secundaria en la que está una persona obesa que reducirá la velocidad del tranvía, dando con ello tiempo a que las cinco personas que están delante se salven. No distinguían, decíamos líneas arriba, que no es lo mismo accionar la misma palanca para desviar el mismo tranvía a la misma vía secundaria en donde está la misma persona obesa que morirá si hace este cambio, pero que está delante de un objeto pesado que es el que se pretende utilizar para reducir la velocidad del tranvía y dar tiempo para que los que están adelante se salven (la diferencia es que en el primero hay un daño intencionado, mientras que en el segundo el daño es un efecto secundario).
Sus respuestas son anormales en el sentido de que están liberados de las molestas ambigüedades que la mayoría tiene cuando considera algo más que las consecuencias de la acción de alguien; estos pacientes ven los dilemas morales con la claridad de un perfecto utilitarista. Carecen de los contrapesos emocionales en sus acciones, pero también de algunas de las competencias pertinentes cuando se trata simplemente de juzgar la licitud moral de un acto.
Desarrollo dañado
Las investigaciones sobre la relación entre la moralidad y el cerebro también se han preguntado si con las lesiones que se producen en la primera infancia el déficit resultante es el mismo, es diferente o no lo hay en absoluto, debido a la plasticidad y las capacidades de reorganización que tiene un cerebro inmaduro.
Damasio y su equipo [Anderson y cols., 1999] han reunido un grupo de sujetos que sufrieron lesiones en los lóbulos frontales cuando era niños sin lenguaje y apenas comenzaban a gatear. Dos de los casos más antiguos que registraron sufrieron lesiones antes de su segundo aniversario y de adultos, ambos fueron repetidamente condenados por pequeños delitos. El carácter repetitivo de los delitos hace pensar en una incapacidad para aprender de los errores o en un desprecio por las normas sociales.
Cuando a esos mismos sujetos se les presentaron los dilemas morales elaborados por Lawrence Kohlberg, un discípulo de Jean Piaget, sus registros fueron totalmente anormales, correspondientes a niños inmaduros.
Un ejemplo de esos dilemas es el siguiente: Juan es un chico de catorce años que quiere ir de campamento. Su padre le promete que lo dejará ir si gana el dinero que le cuesta la excursión. Juan trabajó mucho lavando coches y ganó algo más de los 2,000 pesos que necesitaba para la excursión. Pero poco antes de salir su padre cambió de opinión. Algunos de sus amigos han decidido ir de pesca y, dado que el padre de Juan no tiene dinero suficiente para hacerlo, le dice a Juan que le dé el dinero que ha ganado. Como Juan no quiere dejar la excursión, piensa que no va a darle el dinero a su padre [Colby y Kohlberg, 1987].
Los indicios nos muestran que nuestra psicología moral tiene al menos dos pilares: una capacidad de razonamiento que nos permite justificar por qué algunas acciones son lícitas y otras no lo son; aunque éste es sólo un aspecto —el cual, por cierto, fue el único en el que se fijó Immanuel Kant en su libro Crítica a la razón práctica—, pero esto no nos explica por qué para una amplia gama de dilemas morales emitimos juicios rápidos en ausencia de justificaciones coherentes.
Así, no sólo necesitamos nuestra inteligencia para ser y comportarnos de manera moral, sino que también intervienen las emociones, ya que ellas también dirigen nuestros veredictos morales. ®
Referencias bibliográficas
Anderson, S.W., Bechara, A., Damasio, H., Tranel, D., Damasio, A.R., “Impairment of social and moral behavior related to early damage in human prefrontal cortex”, Nat Neurosci, noviembre de 1999; 2(11): 1032-7.
Bechara, Antoine, Hanna Damasio y Antonio Damasio, “Emotion, decision making and the orbitofrontal cortex”, Cortex cerebral, marzo de 2000; 10: 295-307.
Colby, A. y Kohlberg, L., The Measurement of Moral Judgment, vol. 1, Theoretical Foundations and Research Validation, Cambridge University Press, 1987.
Twitter: @JGerardoMartnez