Cinco textos breves que abordan cuestiones infraordinarias para revelar distintas facetas del temple humano.
La cañada
uno.
Jorge vive en la periferia de la ciudad, a donde se fue por su ocupación de profesor pues encontró el sosiego para leer, tomar apuntes y preparar clases. Su casa tiene un patio, espacio destinado a tres perros pastor alemán. Temprano en la mañana saca a sus mascotas de paseo para librarlos del estrés del encierro, antes de irse a clases. Esa mañana apenas había caminado un trecho cuando vio un cuerpo tirado en la calle: lo habían baleado y abandonado, de seguro una célula de criminales, pensó. En torno al muerto Jorge vio policías, patrullas y curiosos congregados alrededor del desconocido. Decidió regresar a casa pues había perdido el sosiego, la compostura, el propósito de iniciar el día con el pie derecho.
dos.
Jorge me cuenta que el viernes, cinco días atrás, salió a correr, iba por una zona arbolada de su colonia, cuando en una cañada vio a militares con uniforme camuflado que le apuntaban, en silencio. Quiso seguir adelante en su entrenamiento pero a lo largo de la cañada cercana a Europa, la colonia donde vive, fue descubriendo a policías federales ocultos del lado opuesto a donde estaban apostados los militares. El paisaje lo desalentó. Volvió a casa ciertamente dominado por el desasosiego de una violencia cada día menos soterrada.
tres.
Me dice que hace poco aparecieron cerca de su casa un grupo de teporochos que se la viven desde temprano con el mezcal y la baraja; que se desplazaron de otra colonia a su barrio porque los botaron los narcos. Los desplazó el miedo, las amenazas, las actividades clandestinas; el miedo a perder la vida. Jorge no sabe si un día siga el ejemplo de ellos: volverse un estorbo para uno y otro bandos.
El ratón
Para empezar mal la semana, aquel lunes derramé una copa para vino tinto donde guardo cucharas, tenedores, cuchillos y popotes reciclables sobre el trinchador. Una cuchara cayó al agujero formado entre el trinchador y un refrigerador, herencia de mi abuela. El Westinghouse, de la Segunda Guerra Mundial, enorme y pesado. Imposible moverlo yo solo. Como no he recibido visitas desde antes de Navidad, no he rescatado la cuchara. El martes vino el repartidor de gas pero no me ayudó pues tenía muchos pedidos por surtir. Además, el miércoles, al pretender alcanzar el cilindro de avena instantánea, con un testereo involuntario se cayó al mismo sótano la caja de Corn Flakes que conservo desde que me mudé a esta vivienda pequeña. Desde esa misma noche de miércoles no he podido dormir pues un ratón se la pasa royendo hasta la madrugada la cuchara y las hojuelas del maizoro. Si alguien se encuentra este mensaje guardado en una pet de coca-cola que he lanzado al lago de aguas negras de Dogville, le ruego venga a echarme una manita.
La bolsa negra
uno.
Tengo seis años de atender la librería La Azotea. Desde el año pasado apareció una mañana una bolsa negra de basura afuera de la cortina de acero del local. Lo primero que pensé al verla es que algún vecino, vivo en un edificio de tres pisos de departamentos, la había dejado ahí antes de irse a trabajar; o simplemente por la flojera de no salir cuando el camión de la basura pasa, entre las siete y siete y media los lunes, miércoles y viernes, aunque no siempre el responsable del camión hace sonar la campana. Total, que agarré la bolsa voluminosa y en lugar de arrastrarla a la esquina, la levanté y la coloqué a la entrada del edificio.
dos.
La llevé cerca de la puerta de acceso al edificio con cierta repulsión, con cierto sentimiento de rechazo al suponer que contendría comida descompuesta, papel sanitario usado, jeringas hipodérmicas contaminadas o pañales desechables pues en un departamento vive una pareja joven con un niño recién nacido y una niña de dos años, que a veces lloran a las diez o diez y media de la noche. Justo cuando quiero leer o escribir cualquier cosa. El negocio se abre a las 13 horas pues entre la mañana y el mediodía visito clientes que no tienen tiempo de pasar a ver las novedades. Así que luego de trasladar la bolsa abandonada afuera de la librería a la boca de acceso al inmueble de departamentos, salí.
tres.
Cuando regresé casi a las 13 horas, vi que la bolsa abandonada estaba de nuevo cerca del local de libros. Opté por arrastrarla a la esquina y la coloqué junto al poste de concreto de la Comisión Federal de Electricidad, punto en que originalmente alguien la abandonó, quizá desde la noche del domingo, sin que el camión recolector se la llevara esa mañana. Total, que entre lunes y miércoles el recipiente sufrió varios desplazamientos no sólo por decisión mía sino por una vecina de la privada Lomas del Capulín, que no le gusta ver mugre a su alrededor y a la que le dejé un escrito en la cortina de acero de La Azotea: “Señora Cerda: no dejes basura aquí”.
cuatro.
Antes de dormirme la noche anterior, me propuse madrugar y esperar el miércoles la campana. Así me deshice de la bolsa “incómoda” que entregué al conductor, responsable del camión recolector y empleado municipal. Esa tarde me crucé con un vecino y le informé lo que hice con la bolsa negra. Le dije que hubo un momento en que estuve tentado de abrirla y buscar algún indicio —un recibo de luz o teléfono pagado, un sobre rotulado— que me dijera quién era el dueño de los desechos. “Yo también pensé en hacerlo”, me dijo el vecino del segundo piso, “pero imaginé que iba encontrar la cabeza de un decapitado”. Me sonreí al ver que ambos habíamos contemplado la misma posibilidad.
Cinco cuervos
uno.
El sol brutal de este día me llevó a trepar a la azotea del inmueble donde vivo para despercudir la ropa guardada en el chiquihuite de los siete días. Ya iba a restregar los últimos pares de calcetines cuando me percaté de que no subí la única pijama térmica de dos piezas que necesito para esta noche de luna llena. Dejé la ropa blanca en agua y cloro en las costillas del lavadero y bajé rápido al departamento por las dos prendas azul marino.
Como punto de reunión de todo tipo de seres alados que van de paso: cuervos, zanates, palomas, murciélagos y demás, a donde llegan a beber agua antes de continuar su periplo a rumbos, para mí, desconocidos; antes de usar el costillar del lavadero procedo a limpiarlo de las heces que dejan los forasteros. Bajé y subí en cinco minutos con la pijama y una taza de café recién preparado.
dos.
Me acuerdo de que, en una ocasión, un vecino recientemente mudado al edificio decidió limpiar a fondo el tinaco correspondiente a su vivienda, ya que durante el tiempo que estuvo deshabitado, el depósito de agua potable permaneció descubierto. Deficiencia que propició la aparición de lama y que el agua estuviera permanentemente turbia. Con todo y eso, las aves viajeras llegaban al borde del tonel y saciaban la sed libremente, antes de proseguir su ruta.
Para esto, el inquilino, la noche anterior vació el depósito de agua. A la mañana siguiente lo acompañé a la azotea con el cepillo, el cloro, la escobeta, la camiseta vieja y una cubeta. La idea era que, dada su complexión atlética, él se metiera al tonel a fregar paredes y yo le pasara los implementos que consiguió exprofeso. El lodo y sarro acumulados los iba echando en el balde de plástico y mi tarea, además, era vaciarlos en alguno de los tubos de drenaje por donde escurre el agua de lluvias. En el primer viaje que me entregó venía una parvada de palomas muertas, que coloqué en la superficie costillada del lavadero. Más tarde me cercioraría si eran palomas mensajeras.
Finalmente terminamos el aseado del depósito. ¿Por qué crees que lleguen aves a morir?, me preguntó. Quizá llegan malheridas por aves de rapiña como halcones y gavilanes que se encuentran en otros parajes a donde aterrizan en busca de granos, le dije, en una respuesta improvisada; acaso beben demasiada agua y, como vienen exhaustas, se desploman y mueren ahogadas en el tinaco, le dije como una segunda posibilidad. No dijo nada. Bajó a la planta baja a reabrir la llave de paso. Yo aproveché para revisar los restos de la parvada. En efecto: en una de sus patas las aves traían, en una especie de cápsula de plástico, un mensaje enrollado. Me guardé las cápsulas y eché en la cubeta los restos de las palomas.
El vecino regresó por sus implementos de aseo y quiso llevarse los restos, ya que aprovecharía la salida a su trabajo para abandonar los despojos en algún contenedor del sótano o echarlos a las calderas del hotel en que presta sus servicios de vigilante. No le dije nada del oficio de mensajería que tuvieron las palomas en vida. Pero retomo el hilo: subí con la pijama térmica compuesta de dos prendas y una taza de café recién hecho y aún humeante.
tres.
Ahí, sobre el mueble de cemento con playeras y camisas blancas, estaban los cuerpos sin vida de cinco cuervos viajeros. Habían llegado a ingerir agua al lavadero con un grifo de goteo permanente y, sin mayor trámite, se envenenaron. No sé si a consecuencia del cloro que traje de Walmart, mezclado con agua y jabón, o si a la mugre desprendida de mi ropa de la semana. Lo cierto es que tuve que relavar las prendas ya listas para el enjuague y tendido bajo este sol brillante de domingo.
Con devoción, recogí los restos de los cinco alados negros, las plumas, las heces que, se dice, expelemos con el último aliento y los deposité en una bolsa de supermercado. Más tarde, cuando vaya en camino a la tienda de la esquina, abandonaré la bolsa en cualquier solar. No quiero que la Sociedad Protectora de Animales tome cartas en este asunto trágico y, para mí, inesperado.
La diva
José entra en el camerino luego de su número más exitoso del año: El show de Jenni Rivera, la Diva de la Banda. Ahí está un desconocido, esperándola, le avisaron de la gerencia. El visitante va al grano: “El Patrón quiere conocerla”. José se acomoda en una silla, antes de pasar al espejo que la espera para ayudarlo a desmaquillarse. En su fuero interno, el actor y mimo sabe que la Diva posee una fuerza que se manifiesta en él, en sus decisiones, en el sentimiento que la imprime a su “encarnación”, en la presencia escénica que proyecta ante el público. Dile que muchas gracias, le dice a la visita, a la una tengo otro show en el Palenque de la Feria. “Nadie desaira al Patrón. No le recomiendo que lo haga”, responde el mensajero, que exhibe las joyas ostentosas del torso, los dedos y las muñecas, “Sólo quiere invitarle un trago”. Con un guiño de impaciencia, José imagina que traslada e interpone la luna del tocador entre él y el desconocido. “No tiene caso, sabes, yo no soy Jenni”.
Luego de una pausa, José se quita la peluca y le muestra la calvicie como rodilla brillante. Mira, estoy calvo, soy un hombre de cincuenta años. Le extiende la cabellera fatigada: es una fantasía, una ilusión sin gracia. Como el visitante se concreta a verla, impaciente y sin decirle nada, José quiere convencerlo: se despoja los pendientes, las uñas de acrílico, las pulseras. Observa mis brazos, observa los pelos. Luego se levanta la cauda del vestido: Mira bien, son piernas y chamorros de hombre. No soy mujer, todo es un truco, todo es utilería, sintetiza. Se levanta aún más el vuelo de la prenda. Mira, le muestra el bulto de la tanga roja, ¿te convences? ®
Fernando Andrade
No seas cuentero, en la bolsa no había pañales de bebé, sino de anciano. No eran cuervos los pájaros en tu lavadora manual, eran golondrinas viajeras, y lo del Jenny es cierto, salvo que no tiene nada que enseñar…
Efrén Alfonso García Botello
No sé si poner «guardadas las proporciones…» por temor a que se malinterprete la expresión. Guy de Maupassant tiene la característica de que lo que narra en algunos de sus cuentos son acontecimientos que no dejan ver aparentes relieves. Son narraciones hasta de lo cotidiano. En estas narraciones sí hay «crestas», esa sería una diferencia, pero en lo que se parecen ambos, es que lo que se disfruta más (en mi caso al menos) es la manera de narrar. El acontecimiento transita muy bien gracias a eso, y se puede dar el lujo de prescindir de hechos muy sinuosos. Me gustaron las lecturas. Algunas provocan la reflexión en cosas a las que habitualmente no prestamos atención.
La Jael
La anécdota del último cuento dejó de funcionar cuando me percaté de que es muy probable que Jenny Rivera hubiera tenido pito.
Catarina
Excelentes crónicas de la maldita «Dogville»
javier
Parafraseando al imprescindible W. Allen, quien sostiene que la naturaleza es ese enorme restaurant donde nos tragamos los unos a los otros. La supervivencia era una cuestión desconocida hasta que las pantallas televisivas comenzaron a arrojar ríos de cinismo de los políticos, espumarajos del mundo de la farándula y comenzó a arder el piso de las calles. Los cuerpos de seguridad embellecieron el paisaje en negros y verdes intensos con pasamontañas. Caminamos plácidamente por donde segundos antes había un océano de sangre y todo se funde en el silencio. Menos en tu poesía.
ps. Nunca deseches las bolsas negras, ahí van los afectos vecinales.
h barrero
Conocia, si no me equivoco, todos los relatos excepto el de los cuervos y el de la diva, puede ser?
Asi juntos van haciendo sentido,
un viacrucis ateo,
unos aguafuertes de lejia infectada,
un tiro de gracia en la sien de la del bulto rojo.
Gracias por pasarmelos.