Entre las historias de cada uno de los casi cincuenta días de recorrer Israel y tratar de entender lo que ocurre ahí, no sólo desde los casi doctrinarios seminarios en el Instituto Mashav en su sede en Beit-Berl, a unos treinta minutos de Tel Aviv, también atestiguamos la convivencia de niños y familias judías y palestinas en programas de integración por la paz.
No habían pasado ni 48 horas de mi llegada a Israel cuando ya había firmado el reglamento del Instituto Mashav —en el que se nos advierten que no se hacen responsables de nuestra “integridad física” si cruzamos a territorio autónomo palestino— y ya había visto las primeras imágenes de una guerra que algunos perciben como estrictamente religiosa, cuando, como todas, es territorial.
El primer impacto lo descubrí entre los llantos de jóvenes y padres de familia que lamentaban la muerte de catorce chicos recién llegados de Rusia y una veintena más de heridos. Su primera noche en Tel Aviv bailaban en una discoteca del malecón cuando un mujaidín palestino se voló en pedazos en nombre de su causa.
Llegaron, como miles de inmigrantes de origen judío que dejaron su país natal, para reclamar su derecho a vivir en Israel en busca de una mejor situación económica lejos de la disuelta Unión Soviética. Era finales de mayo de 2001.
Nos muestran fotografías de los fallecidos ornamentadas con coronas de flores, con veladoras al pie y recargadas en paredes manchadas de hollín, resultado del fuego que consumió el centro nocturno. El olor a quemado se percibía a unos cuantos metros de la entrada principal. Lo primero que pasa por la cabeza es si el peculiar aroma que impregnaba el aire emanaba solamente del mobiliario, la pintura, las estructuras metálicas, o incluía el de los restos humanos retirados unas horas antes.
El segundo impacto llegó al día siguiente, luego de recorrer el laberinto de pasillos y callejuelas de la Jerusalén antigua, donde se asienta el principal barrio palestino, el mercado de viandas y artesanías ofrecidas con el inevitable regateo a turistas que buscan experiencias extremas o simplemente reforzar su fe, sea cristiana ortodoxa, católica, judía o musulmana. Un aroma distinto ahí, del azafrán, la albahaca y los duraznos de Damasco a la miel y las nueces y almendras de los baclavas que un adolescente me ofrecía gustoso en una tienda apenas iluminada por la luz que entraba por un arco y rebotaba en un anaquel de cristal, donde esos dulces tradicionales se vendían por kilos o fracciones menores.
Al fondo de la tienda, al costado de una puerta que lleva a la vivienda de los dueños, unas fotografías mostraban los cruentos capítulos de un hombre que huía con su hijo de la mano durante un enfrentamiento entre el Ejército de Defensa Israelí y militantes del grupo extremista Hamás. En seis imágenes se ilustraba la caída del menor, el regreso de su padre, las balas impactándolo mientras cubría a su vástago y la final, donde el niño yacía llorando ante cadáver de su salvador.
Arriba y a la derecha de esa historia gráfica un hombre barbado con kefia —esa prenda de algodón a cuadros que las boutiques españolas popularizaron como “palestina” años después— a la usanza clásica que en Occidente conocimos gracias a las fotos de Yasser Arafat, ocupaba el espacio completo de otra fotografía, colocada en una repisa iluminada por veladoras.
Con señas y en un inglés mezclado con árabe el joven dependiente terminó diciendo “baba”, “papá” en esa lengua. El breve relato fue preciso: “baba” había sido mujaidín. Sólo la foto quedó de recuerdo. De su cuerpo prácticamente nada. Para el chico, una acción difícil de entender, lamentable y que no deseaba repetir, como una suerte de destino manifiesto del cual trataría de evadirse, según lo que pudo explicar, pero que reconocía también como una posibilidad, llegado el momento.
Dado el pensamiento occidental común, la ignorancia sobre el tema palestino-israelí y los mitos sobre la crueldad inherente a lo musulmán, no era difícil sentirse un poco a favor de la defensa de lo judío. El contraste vendría un par de semanas después, una vez violado el reglamento del Instituto Mashav y cruzamos como falsos turistas a Belén, a las zonas autónomas de Palestina; recordé las líneas de Territorio comanche, de Arturo Pérez-Reverte, describiendo el sonido de la guerra: cristales rotos al paso.
En el recorrido por Belén nos aventuraríamos en una casa destruida por un misil lanzado desde una estación del Ejército Israelí; después, por las noticias, nos enteraríamos de que había sido disparado para detener una manifestación de militantes palestinos. El interior de la vivienda era la paráfrasis de la frase de Pérez-Reverte, una alfombra de cristales fragmentados que cubrían el piso.
Los dueños de la vivienda habían alcanzado a escapar durante los primeros disparos. Luego vieron su casa ser destruida en una clara demostración del poderío militar israelí. El escenario no hablaba de otra cosa que la crueldad judía.
Escuchamos también a soldados israelíes hartos de una guerra que no ha llevado a su nación, o al menos al pueblo, más allá de quienes lo gobiernan, a ningún estado de bienestar o seguridad. No sólo desde el hecho de sentirse permanentemente atacados, sino también lastimados por el dolor que el conflicto ha causado a “los hermanos del otro lado”.
Esa idea se reforzó durante una visita organizada por el Instituto a una estación militar en los Altos del Golán, previo paso por la frontera con Siria, al norte de Israel. Ahí una chica reservista nos dijo que un niño palestino con una piedra en la mano podía considerarse un enemigo de cuidado. Un argumento contundente para ella, cuestionable para nosotros. Sin embargo, sus palabras contrastaban con las de Salah Al Tamene, legislador del ala extrema de Fatah —la organización que sostuvo durante décadas a Yasser Arafat en el poder palestino—, que no encontraba más solución al conflicto que “echar a los judíos al mar” para recuperar la tierra que le pertenecía a su pueblo por derecho de ocupación.
En nuestra ingenuidad, creíamos “clandestino” ese recorrido por Belén, lo que desmentiría después un guardia del Instituto al reírse mientras negábamos haberlo hecho.
Meses antes de nuestra llegada, la segunda intifada —el llamado a la guerra— había sido declarada luego de que en noviembre de 2000 Ariel Sharon, entonces primer ministro de Israel, había cruzado la división entre el Jerusalén musulmán y el judío, en la zona donde se enclava la Cúpula de la Roca, la Mezquita de Al Aqsa, donde Mahoma habría ascendido al cielo según la tradición islámica, en el año 641.
El estallido de un nuevo conflicto después de casi una década de cierta tranquilidad había desatado una estrategia extrema de seguridad por parte de Israel. De Palestina sólo se podía salir con permiso del gobierno israelí; familias enteras de palestinos padecían la imposibilidad de cruzar a trabajar a Israel, considerados en su mayoría sospechosos en medio de la guerra recién reiniciada.
Incluso el turismo católico a Belén, en busca de la pequeña gruta ubicada en la parte inferior de la catedral de origen templario y donde la historia registra el nacimiento de Jesús de Nazaret, se redujo como consecuencia del riesgo que suponía moverse en esa zona.
Otra vez, la evidencia acusaba el exceso, la muestra vulgar de poder del Ejército de Defensa Israelí frente a un pueblo palestino oprimido en su propio territorio. Un comandante del Ejército respondía a nuestras preguntas justificando la tortura de los prisioneros de guerra señalando que no era física, sino “presión psicológica”. Antes que tomar la vida de un sospechoso, mejor reducirlo anímicamente diciéndole que atentarían contra su familia para que confesara si pertenecía a alguna célula “terrorista”, como la de los Mártires de Al Aqsa.
Después nos enteramos de la historia de un periodista judío de origen sudamericano, que relató su experiencia de haber sido encerrado en prisión por negarse a cumplir con el servicio militar como reservista para ir al frente. Y su participación, más allá del periodismo, como integrante de una red que cruzaba alimentos y medicinas a territorio palestino, aun bajo la prohibición en los puntos de vigilancia del Ejército israelí.
Tal combo de imágenes revolviéndose en la cabeza no podían más que inclinar a quien escribe hacia una causa abiertamente pro-palestina.
Luego vendrían las historias, documentadas y reales en las calles de Jerusalén o Tel Aviv: la esquina donde yacían todavía esquirlas de metal de un autobús urbano en el que un extremista musulmán se había inmolado. Luego de subir al transporte activó un chaleco cargado con explosivos plásticos y rodeado de paquetes de balines y clavos. Una ráfaga de metralla metálica que, si no mata, puede dejar incapacitado a alguien, que lo mismo acabó con mujeres que ancianos, adultos y niños, incluso algunos de menos de un año de vida, judíos en su mayoría, y a algunos palestinos que utilizaban el autobús.
Sobre hechos similares los relatos se ampliaron en la voz de un mercader en la ciudad antigua, en el camino adoquinado donde los católicos recorren las estaciones de Jesús antes de ser crucificado, quien reconocía, mientras me mostraba la bandera palestina oculta entre telares de su puesto de artesanías y especias, los excesos de los grupos más radicales.
Grupos acicateados desde la doctrina extremista que basa muchas de sus acciones en la obra de Sayyd Qtab, el autor de A la sombra del Corán y considerado desde la década del sesenta del siglo pasado uno de los principales ideólogos de los grupos radicales musulmanes, cuya interpretación de la escrituras del Corán transformó la Yijad de guerra interna espiritual por la fe al combate a todo aquello que sea “infiel” a la palabra de Mahoma, ya fuese judío o incluso musulmán.
Entre las historias de cada uno de los casi cincuenta días de recorrer Israel y tratar de entender lo que ocurre ahí, no sólo desde los casi doctrinarios seminarios en el Instituto Mashav en su sede en Beit-Berl, a unos treinta minutos de Tel Aviv, también atestiguamos la convivencia de niños y familias judías y palestinas en programas de integración por la paz.
Escuchamos también a soldados israelíes hartos de una guerra que no ha llevado a su nación, o al menos al pueblo, más allá de quienes lo gobiernan, a ningún estado de bienestar o seguridad. No sólo desde el hecho de sentirse permanentemente atacados, sino también lastimados por el dolor que el conflicto ha causado a “los hermanos del otro lado”.
Un militar que operaba como guardia de seguridad e inteligencia en la sede de Beit-Berl, ante su imposibilidad de llorar, consternado, se atrevía a contarnos de su dolor, después de un par de botellas de vino en una cena organizada en casa de uno de sus compañeros, un chico de origen musulmán, ambos sentados codo a codo, y nos pedía comprender que en Israel y Palestina es imposible buscar buenos y malos.
No hay demonios ni santos en casa o en el frente. Dos versiones que atacaban esa especie de reduccionismo judeocristiano característico del pensamiento occidental que prefiere no ver matices, sino que busca lo blanco y lo negro. Más allá de explicaciones y que acepta la primera propaganda a la que se expone, sea israelí o palestina; desde conceptos tan básicos como el aceptar erróneamente una definición de guerra santa entre judíos y musulmanes, porque no todos los habitantes de Israel son judíos practicantes ni tampoco los palestinos del islam.
“Pregunten, lean, averigüen lo que ocurre aquí, cuéntenlo. No es tan simple como justificar a cada bando por sus atrocidades o la destrucción que deben enfrentar”, son algunas de las frases que puedo recordar de aquel viaje.
Demandas abiertas de dos actores del conflicto que constataría después ante el discurso casi reaccionario de Benjamín Netanyahu parado frente a mí blandiendo la metáfora de su poder en su propia mano, buscando desde entonces regresar al sitio que hoy ostenta como primer ministro, conocido por su dureza, incluso más que la de Ariel Sharon si se le compara hoy día.
Por otro lado, en una reunión con diputados y funcionarios del gobierno de Israel nos mostrarían sus adelantos en el manejo de programas hídricos con los que han rescatado el desierto para convertirlo en extensos vergeles y cuyo sistema de irrigación venden a países en desarrollo como panacea de la producción agrícola.
Las reservas acuíferas donde se obtiene la mayor parte del recurso para la subsistencia de Israel están bajo las zonas autónomas de Palestina. El componente territorial exhibido como la principal causa y que me quedó más claro a casi un año de mi regreso a México en una entrevista con un peacemaker inglés: toda guerra es territorial. La tierra ofrece recursos, materia prima y el pueblo conquistado, mano de obra.
“Pregunten, lean, averigüen lo que ocurre aquí, cuéntenlo. No es tan simple como justificar a cada bando por sus atrocidades o la destrucción que deben enfrentar”, son algunas de las frases que puedo recordar de aquel viaje.
Esa explicación pudo acusar directamente la opresión ejercida por el gobierno, no el pueblo, de Israel a Palestina, pero no podía ser tomada de forma individual sin revisar lo que luego vería publicado incluso en medios de información de países que apoyan la creación de un Estado palestino: la corrupción de la estructura de los gobiernos de las zonas autónomas, donde líderes de grupos extremistas socavan apoyos económicos y en especie enviados por la Organización de Naciones Unidas para sostener sus centros de adoctrinamiento, la compra de armas y el avituallamiento en general para su causa.
Tampoco podía dejar pasar las explicaciones de analistas de diversos países, incluso Noam Chomski con su visión en ocasiones tan parcial, sobre el frente de guerra que mantienen como negocio los fabricantes de armas de Estados Unidos, Rusia, Inglaterra, Alemania o Francia, quienes desde el mercado negro o vía convenios de colaboración abastecen a ambos bandos del armamento necesario para seguir destruyéndose.
A once años de mi paso por ambos territorios, y a la luz de lo que podría ser el resurgimiento más cruento del conflicto, dados los rencores guardados y el mejoramiento de las armas, este escueto testimonio podría ser juzgado por quienes saben del tema o han adoptado una postura final hacia un bando u otro.
Desde la voz de un reportero es apenas un intento de aportar a la búsqueda de un razonamiento más amplio, más allá de la propaganda, de las fotografías explícitas que excitan el morbo y la irracionalidad en ambos bandos.
Quizá la última memoria del nivel que tiene el conflicto y sus repercusiones está en la noche de mi regreso, al sobrevolar Nueva York, en la escala programada antes de volver a Yucatán: Regresé desde el aeropuerto de Jerusalén la tarde del 9 de septiembre de 2001. Luego del ajuste horario estaba llegando a la Gran Manzana por la noche de ese mismo día. El sobrevuelo de las aeronaves por la ciudad incluía entonces siempre la visión espectacular del Manhattan nocturno, con las Torres Gemelas y su presencia imponente.
El 11 de septiembre abrí la puerta de mi casa en Mérida, Yucatán, luego de haber pasado un día en la Ciudad de México y terminar mi periplo de casi dos meses. La primera imagen borró lo poco que me quedaba de sonrisa después del viaje: mi familia atestiguaba en CNN la caída de la primera de las Torres. Con la maleta todavía colgando de un hombro observé en la pantalla la caída de la segunda. ®