Leer a Lispector es adentrarse en un territorio arriesgado, lo más opuesto al turismo literario propio de nuestros tiempos. Nadie sale indemne tras su lectura. Hay que estar dispuesto a hacer un esfuerzo considerable para convivir con la incertidumbre.
El pasado mes de diciembre se cumplieron cien años del nacimiento de la escritora brasileña Clarice Lispector. Siempre elegante, melancólica y enigmática, su escritura, más allá de modas y etiquetas, se mantiene inclasificable.
Elevada a la categoría de mito, su innovadora y poética narrativa nos traslada a un entorno comparable al de la auténtica búsqueda mística, en que la mirada se vuelve hacia lo más íntimo, en una introspección profunda, para tratar de hallar lo más universal.
Borges definía el hecho estético “como la inminencia de una revelación que no se produce”. Y precisamente ahí, en ese océano etéreo, es donde se sitúa la obra completa de la gran dama de Río de Janeiro. En todo momento, como si de una composición musical se tratara, el ritmo, la cadencia y la armonía están presentes. Ahora bien, puede irse, volver, incluso improvisar, retorcer cada palabra, cada frase, llegar hasta el umbral de la disonancia, pero sin traspasarlo, como si leyera una partitura inalcanzable. Esa tensión, ese estar siempre al límite acompañado, en última instancia, por la incertidumbre, es el lugar donde puede darse el milagro de la creación artística.
Nacida el 10 de diciembre de 1920, en la localidad ucraniana de Chetchelnik, Chaya Pinkhasovna Lispector, cuya madre habría sido violada durante la primera Guerra Mundial y contraído sífilis, fue concebida deliberadamente para curar la enfermedad de su progenitora. Por aquel entonces, en el este de Europa se tenía la creencia popular de que un embarazo podía resultar sanador. Finalmente, cuando tenía nueve años, su madre murió y ella siempre arrastró esa carga por no haber cumplido su misión. Quizá ese episodio explique la profunda melancolía de su personalidad que se traslada a muchos de sus textos: “Toda historia de una persona es la historia de su fracaso”.
Finalmente, cuando tenía nueve años, su madre murió y ella siempre arrastró esa carga por no haber cumplido su misión. Quizá ese episodio explique la profunda melancolía de su personalidad que se traslada a muchos de sus textos.
Fue la tercera hija de Pinkhas y Mania. Su nacimiento en Ucrania fue fortuito, consecuencia de la huida de sus padres, judíos rusos. Su abuelo fue asesinado y su padre, sin recursos, exiliado al otro lado del mundo. Al llegar a Brasil todos tomaron nombres portugueses y Chaya recibió el de Clarice.
En Brasil, gracias al empeño de su padre, que se ganaba la vida vendiendo ropa y apenas lograba mantener a la familia, Clarice pudo continuar su educación más allá de lo habitual en una chica de su nivel económico. Entró en la Facultad de Derecho Nacional de la Universidad de Brasil, una escuela de élite donde no había judíos y sólo tres mujeres. No obstante, sus estudios le dejaron poca huella, sus sueños la llevaban a las redacciones de los periódicos de la capital, donde su belleza y su inteligencia no pasaban inadvertidas. Era una joven culta y exótica, nunca perdió el acento de una niña criada en yiddish. De una madurez impropia en una universitaria de apenas veintiún años, su primera novela, Cerca del corazón salvaje, recibió el premio Graça Aranha. “Rompía con la tradición barroca de la narrativa brasileña”, en palabras del crítico Basilio Losada, quien prologó la edición del libro para España.
En 1943, mientras estudiaba Derecho, se casó con el diplomático Maury Gurgel Valente. Vivió en Nápoles, Berna y Estados Unidos, pero siempre mantuvo el contacto con los medios de comunicación de su país, con los que había empezado a colaborar con apenas quince años. Se separó en 1959 y regresó a Río con sus dos hijos, uno de ellos esquizofrénico.
Propensa a la depresión y creadora inagotable “—Creo que cuando no escribo estoy muerta”, decía—, Clarice aborda temas tradicionales y costumbristas en los que queda de manifiesto su necesidad de inventar y transmitir sensaciones más allá de hechos. Su estilo plantea una búsqueda lingüística incesante y una inestabilidad gramatical que impiden leer con demasiada rapidez puesto que no siempre se entiende el significado a la primera.
Hay quien atribuye esta peculiaridad a la influencia del misticismo judío que su padre le enseñó. Como una meditación poética, su manera de contar, laberíntica y excesiva, es un recorrido introspectivo a los pensamientos, los miedos, las angustias, los afectos, la vida, en definitiva, casi siempre protagonizada por mujeres que viven atrapadas en universos convencionales como el suyo.
Hay quien atribuye esta peculiaridad a la influencia del misticismo judío que su padre le enseñó.
La maternidad, el cuidado de la casa y los hijos ya se habían escrito antes, pero nadie lo había hecho como ella. Esa característica fusión entre vida cotidiana y reflexión metafísica convierte su literatura en una auténtica confesión que permite al lector atento atisbar, siquiera por un momento, el insondable mundo interior de la autora.
Es una de las escritoras latinoamericanas más populares, pero menos comprendidas. “No escribo para agradar a nadie”, respondía con naturalidad cuando le reprochaban que sus obras no se entendían.
Su segunda novela, El lustre, se publica en 1946 y tres años más tarde aparece La ciudad sitiada. En 1954, un año después del nacimiento de su segundo hijo en Estados Unidos, sale a la luz la primera traducción de Cerca del corazón salvaje, al francés, con portada de Henri Matisse. En 1963 publica la que es considerada por parte de la crítica su obra maestra, La pasión según G.H., una de las novelas más perturbadoras e inquietantes del siglo XX. Escrita en tan sólo unos meses, su protagonista, una mujer moderna, urbana e independiente, se ve enfrentada, a través del encuentro con una cucaracha, a la materia prima de la vida, al origen esencial de la existencia.
Elena Losada Soler, en el prólogo de Clarice Lispector, la náusea literaria, de la mexicana Carolina Hernández Terrazas, ha encontrado la llave, “la palabra rigurosa”, para entender su obra: “La palabra de Clarice Lispector es rigurosa porque debe traducir algo que es mucho más grande que el lenguaje. Debe traducir el misterio y lo que no tiene nombre, debe ser capaz de contar el instante y el acto mínimo que está en el origen de todo. Y para todo ello la palabra es insuficiente”.
El libro más abstruso de la autora brasileña es, probablemente, Aqua viva (1973). En sus páginas, cuyo argumento vuela libre sin atenerse a nada que lo sujete, el lector asiste desconcertado, a través de sus monólogos palpitantes, a una suerte de delirio en el que se puede intuir la búsqueda última de lo que en realidad no se puede hallar. “No me gusta lo que acabo de escribir; pero estoy obligada a aceptar todo el párrafo porque él me ha ocurrido.” Escrito con una libertad a la que no se está acostumbrado, sin límites, se podría decir, Aqua viva transita senderos incompatibles con la racionalidad, puro desconcierto onírico. Y como en toda experiencia ascético–mística se repetirán las alusiones a lo yermo, al silencio, al desierto como expresión física del despojamiento.
“La palabra de Clarice Lispector es rigurosa porque debe traducir algo que es mucho más grande que el lenguaje. Debe traducir el misterio y lo que no tiene nombre, debe ser capaz de contar el instante y el acto mínimo que está en el origen de todo. Y para todo ello la palabra es insuficiente”.
Sus libros son ficción pero no hay nada más real. En el último, La hora de la estrella (1977), una de sus pocas novelas en el sentido clásico del término, es decir, con trama, desarrollo y todas las características del género, se lee: “Si todavía escribo, es porque no tengo nada más que hacer en el mundo mientras espero la muerte”. En menos de cien páginas nos retrata a una chica que, al igual que ella años atrás, viaja del noreste a Río de Janeiro. Desolada ante la inmensidad del mundo, la imposibilidad de abarcarlo y mucho menos de entenderlo, se encuentra profundamente sola. Clarice Lispector camina sin rumbo, junto a sus protagonistas, desesperanzada, por un vacío que la lleva a ninguna parte. Su obra nos habla de lo que no se puede hallar, de lo inasible, de la búsqueda desesperada de sentido, y de la angustia de saber de antemano que no hay solución al enigma. La partida está perdida antes de empezar, pero aun así hay que jugarla. Ésa es la paradoja de estar vivo.
“Finjamos que no vamos al hospital, que no estoy enferma y que nos vamos a París”, le dijo a su amiga Olga Borelli, que la acompañaba en el taxi, poco antes de que la muerte la alcanzara. Murió el 9 de diciembre de 1977, un día antes de cumplir 57, víctima de un cáncer de ovarios. Sus restos descansan en el cementerio judío de Río de Janeiro. En su lápida, simple, pone en hebreo: Chaya Bat Pinkhas, “la hija de Pinkhas”.
La aparición en 2009 de Why this World, la monumental biografía que le dedicó el periodista estadounidense, columnista de The New York Times, Benjamin Moser, la encumbró al olimpo de los grandes escritores al aparecer en la portada de The New York Review of Books, convirtiéndola en el primer autor brasileño merecedor de tal reconocimiento.
Leer a Lispector es adentrarse en un territorio arriesgado, lo más opuesto al turismo literario propio de nuestros tiempos. Nadie sale indemne tras su lectura. Hay que estar dispuesto a hacer un esfuerzo considerable para convivir con la incertidumbre. Habrá que aprender a regresar de las lejanías ignotas adonde nos arrastra. El que vuelve ya no es el mismo que partió. El lector que viva su afición como oficio, que no desista ante la dificultad, sentirá la paradoja de la pasión. Por una parte, padecerá ante la incapacidad de, en muchos momentos, entender lo que tiene delante, por percibir cómo se le escapa entre los dedos sin poder evitarlo. Por otra, también pasión en tanto que asombro y emoción por sentir, más allá de la razón, que en lo que se está leyendo hay verdad. ®