Compañero del profeta

“Recuerdo a Rimbaud…”

Aún no sabía demasiado de Rimbaud. Había leído algunas obras en una antología (“Mi bohemia”, “El barco ebrio” y “Vocales”, además del fragmento de Una temporada en el infierno) una y otra vez con emociones que abarcaban desde la perplejidad hasta ese tipo de entusiasmo que desembocaba en un pequeño baile, pero su autor no figuraba ni en la biblioteca de mi pueblo ni en la de mi escuela.

Retrato de Rimbaud, anónimo, 1872.

Retrato de Rimbaud, anónimo, 1872.

En la víspera de Año Nuevo de 1973 estaba en casa de mis padres en Nueva Jersey, sentado en mi cama, berreando como un niño pequeño. Hacía años que no lloraba tanto, probablemente desde que cumplí los doce, cuando pacté conmigo mismo no volver a llorar. Ahora tenía 19 y estaba a mitad de curso del segundo año de universidad. Me sentía triste porque no tenía novia y no me habían invitado a una fiesta, y porque pensaba que no era nadie. Ninguno de esos sentimientos era nuevo o inesperado, claro. Cargaba con ellos de forma rutinaria; la tristeza y el aislamiento formaban parte crucial de mi autodefinición. Lo que sacó todo el dolor a la superficie aquella noche y provocó que me ahogara en cálidas lágrimas fue un libro que ya había leído antes: la biografía de Arthur Rimbaud escrita por Enid Starkie. Debería haber sabido a qué me arriesgaba cuando lo tomé de la estantería con la intención deliberada de utilizarlo como instrumento de mortificación. Tenía que comprobar una fecha: 1873. A finales de 1873 Rimbaud terminó Una temporada en el infierno, lo que significaba que había escrito todas sus obras más importantes, o casi. Perfeccionaría la incompleta Iluminaciones el año siguiente, pero en 1875 dejó de crear o de interesarse por la literatura. El año me importaba porque Rimbaud nació en 1854 en un extremo de las Ardenas y yo nací en 1954 en el otro.

Tenía talento, pero soñaba despierto, perdía el tiempo y no trabajaba. Aun así, a los nueve o diez años poseía un amplio catálogo de ese tipo de conocimientos banales que suelen impresionar a los pusilánimes. No era uno de esos niños horripilantes que saben todo lo que hay que saber sobre serpientes o el antiguo Egipto o el caza F111. Era un generalista, interesado en el arte y la historia, y obsesionado por todo tipo de manifestaciones extrañas, como era típico de mi edad…

En algún momento antes de la adolescencia decidí convertirme en niño prodigio. Una ambición inspirada por ese tipo de informes enrevesados que algunos profesores bienintencionados les cuentan a los preocupados padres de esos alumnos que, de manera frustrante, no cumplen con las expectativas creadas. Sin duda tenía talento, pero soñaba despierto, perdía el tiempo y no trabajaba. Aun así, a los nueve o diez años poseía un amplio catálogo de ese tipo de conocimientos banales que suelen impresionar a los pusilánimes. No era uno de esos niños horripilantes que saben todo lo que hay que saber sobre serpientes o el antiguo Egipto o el caza F111. Era un generalista, interesado en el arte y la historia, y obsesionado por todo tipo de manifestaciones extrañas, como era típico de mi edad; pensaba que algún día sería dibujante, historiador o investigador de lo paranormal. Entonces, no mucho antes de mi décimo cumpleaños, un profesor me dijo que tenía talento para la escritura y, por alguna razón, aquello lo cambió todo. De repente tuve clara mi vocación y, aunque el arte visual me seguía atrayendo, ya nunca me desviaría de mi camino. Sabía que pronto me convertiría en un joven escritor de talento y sabiduría impropios para su edad. De inmediato adquirí algunos libros de segunda mano, con títulos del tipo Cómo escribir para publicaciones, e hice que mis padres me suscribieran al Writers’ Digest. Esas fuentes daban consejos sobre cómo escribir una carta de presentación, cómo empezar un relato de no ficción con una anécdota dramática, cómo organizar un calendario de escritura con seis meses de adelanto. Seguí sus consejos y envié unos versos humorísticos a Gourmet y piezas históricas a Boating, y solo recibí rechazos como si fueran sellos. Aun así, los recibí con alegría: pensar que mis textos serían leídos por redactores ocupadísimos que trabajaban en rascacielos me provocaba una sensación mágica, como cuando enviaba cupones de las cajas de cereales y obtenía a cambio una figurita de plástico. Leía indiscriminadamente Sherlock Holmes y hot rod novels,1 avistamientos de ovnis y relatos de la Guerra Civil, Dickens y Bob Hope, Horatio Hornblower y Worlds in Collision. Todo era literatura y toda era buena. Me imaginé una comunión mundial de escritores pasados y presentes sentados a sus mesas, uniendo palabras a diez centavos la unidad: C. S. Forester, Immanuel Velikovsky, Arthur Conan Doyle y Franklin W. Dixon, todos sellando sobres con su dirección, archivando copias en papel carbón, dejando que la mandíbula de acero del buzón se cerrara de golpe mientras murmuraban una pequeña oración.

A los trece años visité la Expo 67 de Montreal con mi familia y entré en una librería francesa. Por alguna razón, tal vez porque fue publicada en mi ciudad nativa de Bélgica, elegí una gruesa antología llamada Le livre d’or de la poésie française. Hasta entonces no me había interesado demasiado la poesía, pero me atrajo de inmediato el hecho de que la última mitad era un caos de frases irregulares, frases muy largas, otras muy cortas, incluso fragmentos enteros en prosa. La poesía en estrofas regulares, con una rima y una métrica apropiadas, siempre parecía obediente, piadosa, bien arreglada, pero los versos de aquel libro se negaban a ser conducidos a la iglesia en filas ordenadas. Hojeando el libro descubrí una extraña cadena de pasajes en prosa intercalados con columnas en verso. Se titulaba: DÉLIRES / ii / Alchimie du verbe [ES29].

¡Mi turno! Voy a contar la historia de una de mis locuras.
Desde hacía mucho tiempo me jactaba de poseer todos los paisajes posibles, y encontraba irrisorias las celebridades de la pintura y de la poesía modernas.
Me gustaban las pinturas idiotas, dinteles historiados, decoraciones, telas de saltimbanquis, carteles, estampas populares; la literatura anticuada, latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía, novelas de nuestras abuelas, cuentos de hadas, libritos para niños, óperas viejas, canciones bobas, ritmos ingenuos.
Soñaba con cruzadas, con viajes de descubrimientos de los que no hay relatos, con repúblicas sin historia, guerras de religión sofocadas, revoluciones de costumbres, desplazamientos de razas y de continentes: creía en todos los encantamientos.
¡Inventé el color de las vocales! —A negra, E blanca, I roja, O azul, U verde—. Reglamenté la forma y el movimiento de cada consonante y me vanagloriaba de inventar, con ritmos instintivos, un verbo poético accesible, cualquier día, a todos los sentidos. Me reservaba la traducción.
Al principio fue un estudio. Yo escribía silencios, noches, anotaba lo inexpresable. Fijaba vértigos.
[…]
Las vejeces poéticas eran buena parte de mi alquimia del verbo.
Me acostumbré a la alucinación simple: veía muy claramente una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores instalada por los ángeles, calesas en las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago; monstruos, misterios; un título de sainete erigía espantos delante de mí.
¡Después explicaba mis sofismas mágicos con la alucinación de las palabras!
Acabé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu.
Permanecía ocioso, presa de una pesada fiebre: envidiaba la felicidad de los animales; las orugas, que representan la inocencia de los limbos; los topos, el sueño de la virginidad.2

Entendía la alucinación deseada; intuí la sinestesia sin conocer la palabra; lo sabía todo sobre la historia imaginaria y todo tipo de literatura basura. Los párrafos no se parecían a nada que hubiera leído hasta entonces e iban dirigidos a mí en concreto. Retrocedí unas cuantas páginas y encontré esta información: “1854–1891, Poeta nacido en Charleville”. Charleville está situado en las Ardenas francesas, en el Mosa, un río que conocía a la perfección, y cerca de la frontera belga, de hecho muy cerca de Bouillon, donde tenía primos. El resto de la biografía se me escapaba excepto por algunas palabras clave: “Charleroi”, “Bruxelles”, “enfant prodige”. Había muchos puntos en común entre este Arthur Rimbaud y yo. Quizá había algo más en aquel patrón; quizá yo fuera su eco, ¡su reencarnación! Compré el libro.

Hasta entonces no me había interesado demasiado la poesía, pero me atrajo de inmediato el hecho de que la última mitad era un caos de frases irregulares, frases muy largas, otras muy cortas, incluso fragmentos enteros en prosa. La poesía en estrofas regulares, con una rima y una métrica apropiadas, siempre parecía obediente, piadosa, bien arreglada, pero los versos de aquel libro se negaban a ser conducidos a la iglesia en filas ordenadas.

Esa librería (ahora sólo me queda la vaga impresión de una sala amplia, iluminada con fluorescentes y apenas aséptica, como la biblioteca de un instituto técnico) se me aparece en retrospectiva como la cueva de Alí Baba. Salí de allí con dos libros (el otro era la Anthologie de l’humour noir de André Breton, comprada por equivocación) y juntos me proporcionaron los cimientos literarios sobre los que aún me sostengo; como resultado, Rimbaud no fue el único personaje con el que me topé. Tenía trece años y era el Verano del Amor; el mundo y yo cambiábamos en sincronía. Chicas, música, cigarrillos, descontento, todo me pasaba a mí; el sexo, las drogas y la política quedaban fuera de mi alcance, igual que el glamour, la fama y el mundo entero. Un año después gané una beca para un instituto jesuita en Nueva York y el mundo entero me abrió sus puertas. Cada mañana tomaba el tren de las siete en la pequeña estación suburbial de madera, en donde yo era una anomalía rodeado de un mar de trajes. Una hora y media después me encontraba en mitad de todo. La escuela pronto me pareció al margen del mundo.

Luc Sante. Foto © Evan Sung.

Luc Sante. Foto © Evan Sung.

No sé si suena más como una fanfarronada o como una forma de explicar que era un buen estudiante, siempre y cuando me preparara mis clases. En el instituto dormía, garabateaba, miraba por la ventana o alimentaba mi vida de fantasía. Aunque esas actividades no bastaban para aprobar Griego o Trigonometría y, un tiempo después, me expulsaron. Pero, fuera de clase, era un alumno ansioso. Aprendía caminando por la ciudad, sentado en cafeterías, yendo al cine, leyendo cualquier cosa que me cayera entre las manos. Aprendía en librerías, especialmente en la Eighth Street Bookshop de Wilentz, el faro de la modernez literaria en el Manhattan de los años sesenta. Tenía poco dinero para comprar libros, así que leía algunos fragmentos en la librería, y unos libros me llevaban a otros, a veces simplemente guiado por su proximidad física.

Armado con un buen fajo de dinero de Navidad, al menos cinco, quizá incluso diez dólares, un día a finales de 1968 o principios de 1969 entré en la librería con los ojos abiertos de par en par, abrumado por tanta expectativa. Por fin estaba en posición de comprar algo. Al principio estaba deslumbrado, deseoso de llevármelo todo a casa, desde Narciso y Goldmundo hasta A Child’s Garden of Verses for the Revolution, con la euforia dando paso a los cálculos y después a la decepción. ¿Qué me parecía lo suficientemente bueno como para gastar dinero de verdad? Y, entonces, vi un grueso libro en rústica de New Directions (esas inexpresivas portadas blancas y negras aún tienen la capacidad de llamarme desde el otro lado de la habitación) con una foto de un guapo adolescente con el pelo largo, meditabundo: Arthur Rimbaud, de Enid Starkie. Con gran solemnidad desembolsé tres dólares con veinticinco centavos por él. Aún no sabía demasiado de Rimbaud. Había leído algunas obras en una antología (“Mi bohemia”, “El barco ebrio” y “Vocales”, además del fragmento de Una temporada en el infierno) una y otra vez con emociones que abarcaban desde la perplejidad hasta ese tipo de entusiasmo que desembocaba en un pequeño baile, pero su autor no figuraba ni en la biblioteca de mi pueblo ni en la de mi escuela. Resultaba abrumador tener casi 500 páginas sobre él, con fotos incluidas.

Leí el libro despacio, en parte porque era denso y en parte porque quería que me vieran leyéndolo. Vestía el libro tanto como lo leía, lo llevaba “distraídamente” en la mano cuando caminaba por la calle, aun cuando sujetara con la otra mano una cartera llena de libros, y, cuando me sentaba, lo posaba “con indiferencia” sobre el cuaderno, junto a mi taza de café. Lo mostraba orgulloso en el metro, en Nedick’s, en Chock full o’ Nuts y en el Automat, en las cafeterías del Garment District, en el puesto de jugos del pasaje desde la IRT hasta el autobús en Grand Central Station, en el vagón cafetería del tren exprés de las cinco y media de vuelta a casa (sin beber nada, pero intentando fumar más que nadie), quizá una o dos veces en algún antro de St. Mark’s Place que anunciaba helados Acapulco Gold. Por aquel entonces no había camisetas suyas disponibles, pero encontré la manera de definir parte de mi identidad. Rimbaud, muerto desde hacía ochenta años, disfrutaba de uno de sus muchos renaceres. La biografía de Starkie, publicada por primera vez en 1938, acababa de salir en rústica (junto con su compañero de librería, la traducción de sus obras de Louise Varèse). Su nombre era manoseado en todos los foros, incluidas las entrevistas a estrellas del pop; yo me sentía un poco propietario, como si fuera mío y me lo estuvieran usurpando. Y estaba aquella cara, por supuesto, el detalle de Un rincón de mesa de Fantin-Latour en la portada y la (segunda) foto de Carjat dentro, que igualaban la vida y la obra y parecían totalmente contemporáneos. Puede que en la primera apareciera como una especie de querubín convencional pero, en la segunda, es eléctrico, con llamas en los ojos pálidos. Estaba más de moda que ninguna otra estrella viva.

El Rimbaud de Enid —y de Sante...

El Rimbaud de Enid —y de Sante…

Pero, en la plenitud de mi fantasía adolescente, sentía que había sido designado como sucesor de Rimbaud, basándome en algunos datos biográficos sólo compartidos por varios miles de personas. En numerosas ocasiones Rimbaud se convertía en un reproche a mi cobardía y mediocridad. Sí, me reconocía en varios aspectos de su vida. Muchos de ellos eran el resultado de mi educación católica, que yo rechacé en la pubertad para lanzarme a la búsqueda de lo que yo imaginaba que sería su reverso. Me gustaba pensar que era peligroso y terrible, aunque los robos, la marihuana, el absentismo escolar y la masturbación, que era lo único que podría alegar en ese sentido, no habrían impresionado a nadie excepto a mi pobre e insegura madre. Me gustaba pensar que era un iluminado pero, aunque podía crear enormes nubes de humo y fantasear con el recibimiento que tendrían mis textos, no conseguía escribir lo que imaginaba. También me gustaba pensar que podía manifestar mi genio en una rápida serie de bofetadas y después dejar la sala rápidamente para no volver nunca más, abandonar a amigos calumniados y a llorones aduladores, quitarme de encima la poesía, la cultura y la civilización como si fueran ceniza de un cigarrillo. Pero no podía marcharme sin haber entrado primero.

Mi escritura era patética y Rimbaud era incontestable. Era un niño cambiado, un extraterrestre. Cuanto más me adentraba en Rimbaud, más difícil se me hacía verlo como una persona de carne y hueso. Me gustaba detectar coincidencias de mi vida en algunos rasgos suyos que yo creía entender, pero no hallé más que elementos superficiales. No actuaba como un ídolo convencional que sin duda se convertiría en alguien despreciable en privado y, aunque tenía mi edad, no podía convertirlo en un rival de instituto a quien, de alguna manera, podía reducir a un montón de lágrimas. Cometí un grave error al elegir a Rimbaud como modelo a seguir, ni siquiera era posible dividirlo en partes más pequeñas, no podías ser medio Rimbaud. La alternativa a ser Rimbaud era ser nada. Si hubiera elegido a alguien como Jack Kerouac no habría tenido ningún problema; a él podía verlo fácilmente, reírme de sus neurosis, captar todas sus estupideces sin esfuerzo; pero justamente esa era la razón por la cual no había elegido a Jack Kerouac. Leía y admiraba a muchos otros escritores, pero ninguno era Rimbaud, que seguía como una advertencia perpetua, un doloroso recordatorio constante de mi fracaso, su calendario del siglo XIX burlándose de los años de mi vida. Dejé de escribir poesía al mismo tiempo que él, a los 21 (aunque me he dado cuenta de la coincidencia ahora), pero ahí terminan los paralelismos cronológicos. Él se marchó de Francia, yo me quedé en Nueva York; él se fue a Adén, yo me mudé a Downtown; él se marchó a Harar, yo empecé a escribir para revistas; él volvió a casa para morir, yo publiqué mi primer libro.

Leía y admiraba a muchos otros escritores, pero ninguno era Rimbaud, que seguía como una advertencia perpetua, un doloroso recordatorio constante de mi fracaso, su calendario del siglo XIX burlándose de los años de mi vida.

Rimbaud lleva muerto trece años ahora, o 113 según los cálculos del resto del mundo. He leído todo lo que escribió varias veces, algunos muchas veces, y aún siento que estoy lejos de llegar al fondo de gran parte de sus textos, de Iluminaciones en particular. He visitado su casa en Charleville–Mézières y el museo que hay enfrente. Quizás debí haberlo hecho de adolescente porque, aunque los artilugios son tremendamente conmovedores, la manera que tienen los franceses de institucionalizar a sus artistas fallecidos es un estupendo antídoto homeopático al culto a los héroes. Charleville está lleno de merchandising basura de Rimbaud y en las afueras encontrarás por doquier un paisaje estéril cruzado por una Rue Arthur–Rimbaud o un proyecto de viviendas con una inmensa ampliación de la fotografía de Carjat en la pared del patio interior, y los políticos lo citan en sus discursos, los presentadores de televisión lo nombran como si hubiera sido un búho disecado de la Academia, en vez de alguien que les haría llamar a la policía. De haber sido un niño en Francia, me habrían hecho memorizar Le dormeur du val y ese habría sido el fin. No habría prestado atención al poema y no habría querido saber nada más sobre Rimbaud.

Podría releer la biografía de Starkie hoy, con Rimbaud doblemente enterrado, y no sentir ya más la necesidad de dejar el libro y poner música o pensar detenidamente en otra cosa, porque esa carrera ya ha terminado. Nuestro paralelismo lo han destrozado el tiempo y las circunstancias. Puedo contemplar con tranquilidad lo mucho que me superaba entonces. Ahora veo que Rimbaud nunca fue un niño o, al menos, un niño poeta. A los catorce años escribió un verso en latín en el que Febo desciende de los cielos para escribirle “TU VATES ERIS” (tú serás poeta) en la frente, pero eso fue sólo una convención retórica. Los niños poetas se componen o bien de emociones que te provocan quedarte dormido llorando o de fanfarronería técnica vacía y, si alguna vez llegan a algo, será mientras su madurez asoma lentamente y toma el otro camino de la bifurcación. Rimbaud llegó totalmente equipado. Y Rimbaud nunca tuvo un Rimbaud. Mató a sus ídolos. Se tragó sus influencias, las imitó mientras las mejoraba y, de haber estado vivas, les habría echado en cara que era mejor siendo ellas que ellas mismas.

Mata a tus ídolos, de donde hemos extraído este capítulo.

Mata a tus ídolos, de donde hemos extraído este capítulo.

He conocido a un par de personas que me recordaban de alguna forma a cómo debía ser Rimbaud. Una de ellas, el pintor Jean–Michel Basquiat, que mucho antes de ser famoso parecía vivir en un nivel paralelo, tan absorbido por su arte y sus exigencias que, como un misil que busca el calor, vaporizaría alegre y de forma aparentemente inconsciente todo lo que se interpusiera entre él y su objetivo. Ahora veo que Rimbaud en carne y hueso era un mocoso estirado con un quejido crispante, que se burlaba de quien se encontrara en la sala y que sabía que nadie podría replicarle o pegarle sin desprestigiarse, que llegaba a tu casa y se comía todo lo que encontrara en el frigorífico antes de desaparecer bruscamente y que sólo volvería si tenías algo que quería. Probablemente te enamorarías de él y lo tolerarías durante largo tiempo. Mucho más allá de carecer de su genio, jamás podría haber sido nada parecido a él. De adolescente era un manojo de dudas, sobre todo falta de confianza en mí mismo, y no he cambiado mucho hoy en día. Soy más grande, más lento y más viejo que Rimbaud, aunque técnicamente soy un siglo más joven. Al haberle sobrevivido, me siento como uno de esos compañeros del profeta, esos amigos de los fallecidos jóvenes y brillantes que pasarán el resto de su vida revendiendo sus anécdotas y testificando en documentales. “Recuerdo a Rimbaud, todas esas noches de borrachera”, diré mirando melancólicamente fuera de cámara. Y me daré cuenta en silencio, no sin rencor, de que ahora, finalmente, puedo domarlo. ®

(2004)

Notas

1. En las novelas “hot rod” de Henry Gregor Felsen, publicadas entre 1958 y 1963 aproximadamente, los protagonistas son adolescentes cuyas vidas giran en torno a sus coches: los reparan, los “tunean” y organizan carreras ilegales. Los hot rod (coches viejos trucados) fueron un elemento importante de la cultura adolescente; por ejemplo, los Beach Boys grabaron dos discos de canciones de temática automovilística en aquella época (N. de la T.).

2. Arthur Rimbaud (1995), Una temporada en el infierno. Iluminaciones, Barcelona: Editorial Montesinos.

“Compañero del profeta” está en Mata a tus ídolos (Libros del KO, 2011). Se reproduce con permiso del editor. Gracias a Álvaro Llorca. Traducción: Zulema Couso.

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Noviembre 2014

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