En el centro de la primavera
las bestias recorren el camino del mundo
llevando orugas y cencerros, olores y pulgas,
su rumiar y mascar, las bestezuelas
(quería meter así,
con ternura arcaica y franciscana,
esta palabra)
a la altura del sol que se somete.
Calcinada mondando la orilla del bosque
estás en el parpadeo de lo que llamamos día,
recogiendo la violencia de la luz,
sometiendo su resplandor
al acecho de las hojas,
a la oscuridad fresca con que los árboles la tejen,
misma iluminación y sombra estática
en el billar del universo.
Como un golpe de suerte
pega un tordo contra la ventana,
su pecho naranja primavera.
Se alza la catedral húmeda y verde
como un trapo mojado
en las manos inmensas del universo.
Pasa el ferrocarril, mis hijos duermen
en su playa que es el verano,
un paréntesis de quietud
y un hueco en el que encaja
por un rato la horqueta de un tronco
detrás de la maleza, sorprendido.
Detrás de la maleza sorprendido
en su mudo aspaviento mágico,
un pujido de luz enmarca
el semillerío de los pájaros,
piruetas y espiguetas sonoras
pespunteando cables invisibles.
Pespunteando cables, invisibles
hilos que cruzan con su lápiz el cielo,
embadurnando y borrando la plancha gris,
mascullando mendrugos y ruido
que en un instante de estática
enmarcan al amanecer.
Enmarcan al amanecer,
y a este árbol quieto en su hueco,
y a mis hijos en su respiración,
y a la curruca en su griterío,
y al ferrocarril en un solo haz
de inmovilidad y estampida. ®