La música, nos lo ha dicho ya la literatura, abre puertas a otra parte. “Para qué consagrarse a Platón —decía el amargo Cioran— cuando un saxofón puede también hacernos entrever otro mundo.”
Fabulaciones del sonido, primer volumen prosístico de Eliezer Jáuregui —uno de los más prominentes organistas del norte del país—, nos revela a un autor divergente y poliédrico, en el ameno y sensible abordaje de un sujeto literario cuasi dueño de una dicotomía tan fragmentaria como inasible: la música.
En Al sur de la frontera, al oeste del sol, de Haruki Murakami, la voz narrativa evoca las sensaciones al escuchar un disco con un concierto para piano de Liszt:
Además era una música muy bella. Al principio la encontraba exagerada, artificiosa y me sonaba un poco inconexa. Pero conforme la iba escuchando empezó a adquirir cohesión dentro de mi conciencia. Al igual que va definiéndose poco a poco una imagen borrosa. Cuando escuchaba concentrado y con los ojos cerrados, podía ver cómo, del eco de esa música, nacían diversas espirales. Surgía una espiral, y de esa espiral, surgía otra distinta. Y la segunda espiral se enlazaba con una tercera. Y esas espirales, vistas por supuesto con los ojos del presente, poseían una cualidad conceptual y abstracta. Lo que yo deseaba, más que nada en el mundo, era hablarle a Shimamoto de la existencia de esas espirales. Pero estaban más allá del lenguaje ordinario.
El reto de “contar” la música no es minúsculo. El también clavecinista y catedrático nos advierte: “El sonido es una efímera y ondulada criatura salvaje…”. Y su musa es veleidosa: “Contrariamente a lo que se piensa, la interpretación musical es una actividad que además de placer, produce cefalalgia, ansiedad, depresión”.
Así, por medio de artefactos narrativos que van del aforismo a la minificción y de la minificción al cuento, el lector se ve confrontado a los matices inasibles de la experiencia musical: el viaje, la correspondencia, la curiosidad, la miniatura, todas se convierten en un arsenal de herramientas narrativas para atisbar este caprichoso universo, donde conviven los ritmos y los timbres, las intuiciones, los fallos, los aprendizajes, los silencios y los tiempos.
Por su transparencia, por su erudición, diversos pasajes del libro nos llevan de manera irremediable al eco de uno de nuestros prosistas más altos en el género del comentario musical: el poeta y crítico Luis Ignacio Helguera, quien en su “Atril del melómano” o en sus aforismos de “Ígneos” en la legendaria revista Pauta, editada por Mario Lavista, a principios de los noventa, conjugó la sapiencia musical con el artefacto literario de altísimo nivel.
Como Helguera, Jáuregui disecciona, revela, ilumina:
Los preludios de Debussy son el último testamento narrativo sano que permeó el pensamiento musical de Occidente. Después, la música abandonó a las vertientes escabrosas de serialismos y existencialismos. Desde entonces, los compositores han perdido el camino; sienten nostalgia por la tonalidad, pero ésta se ha diluido finalmente.
De igual manera también que el recién extinto Eusebio Ruvalcaba, el concertista coahuilense ve en la música clave y vórtice histórico: “Asumir la grandeza de Mozart para entender a los revoltosos enciclopedistas”. Pero aun en la historiografía hay margen para el detalle técnico, vía la poetización: “A Chopin se le toca con un baño de pedal; a Debussy con el hálito de la bruma”.
La vibración, la voluntad
Antes, el gigantesco Carpentier nos confesó en sus Diarios de Venezuela cómo los primeros movimientos de “La consagración de la primavera”, de Stravinsky, le revelaron casi por completo la forma y el tema de su inmensa novela Los pasos perdidos sobre el renegado músico que hace el viaje a la semilla misma del origen del mundo: al origen de la música.
La música, nos lo ha dicho ya la literatura, abre puertas a otra parte.
“Para qué consagrarse a Platón —decía el amargo Cioran— cuando un saxofón puede también hacernos entrever otro mundo.”
El viejo Bukowski también se hacía acompañar de invisibles amigos para escribir sus sórdidas novelas: “Soy ante todo un solitario, un viejo borracho que prefiere beber solo, con algo de Mahler o Stravinsky en la radio quizás”.
Y es en la tercera parte de su libro, “Ficciones pertinentes”, donde el autor vuelca todo su arsenal narrativo para adentrarnos en ese otro mundo: “El hombre que recorre la realidad y va erigiendo paisajes en el anclaje y vaivén de su teclado”.
Las tercas flemas como contrapunto al granítico silencio de un recital.
El aspirante a pianista arrojado hacia los vaivenes de la experiencia vital —incluidas las ínfulas de los cantantes— como único y escabroso camino para abordar con solvencia y cualidades extramusicales la interpretación de Ravel:
Si el sonido fuera un objeto, algo palpable y visible, y que se dejara ver en toda su extensión, lo que nosotros veríamos sería una alfombra conformada por una infinita variedad de tejidos, texturas, colores e historias narradas en su superficie. De eso se trata la lectura de la música: de encontrar o inventar las historias en el tejido sonoro.
Y el humor:
Entre nosotros corrían frases hirientes: que los guitarristas son los mimos de la música, porque tocan pero no se oye; que los violinistas se la pasan frotando su instrumento, pero que éste chilla pidiendo tregua; que los percusionistas son aborígenes en estado de evolución sinfónica (ésta última nunca la entendí) pero las expresiones y frases más crueles se las adjudicaban a los cantantes…
El enfoque metaliterario o mise en abyme tiene su lugar en el divertido y oral relato “Mr. Evans needs some help”, aunque el momento más alto del libro, por su carga poética, teórica, imaginativa y vivencial —fabulación total— es el texto “Los muros del juglar”,donde el universo de lo musical escala niveles que van del aprendizaje teórico a la historia, de la historia a la leyenda, de la leyenda a la imposibilidad técnica, de la imposibilidad técnica a la educación sentimental, de lo sentimental a lo hipersensitivo; a lo metafísico:
Anna me dijo en alguna ocasión que la intimidad del sonido de un clavecín era la misma que envolvía al juglar con su laúd. El sonido debía producirse como un silbo del aire que envuelve, silente, a los objetos que toca; la amplificación del sonido sólo debía quedarse en la bóveda craneal. Entendí el concepto, pero nunca lo traduje a cabalidad en mis ejecuciones.
Así, Fabulaciones del sonido (Celosía/Escritores del Noreste/Universidad Autónoma de Coahuila, 2017), más que un libro para leerse, es un libro para pensarse; sus ecos y reverberaciones quedan latiendo dentro de nosotros, detonando nuevas percepciones en torno al misterio insondable del fenómeno musical.
Es un libro para oírse, y también como una lección y una partitura —ahí su inmenso valor— abierto a mil interpretaciones. Recordemos a propósito al gran Pablo Casals, quien decía de la música escrita que es ahí —en el documento— donde ella está por hacerse, ya que es la ejecución la que proporciona a la obra “la plenitud de la existencia sensible y convierte en real su existencia ideal”. ®