Durante las dictaduras militares que padecieron muchos países sudamericanos también se dieron intentonas de grupos guerrilleros que buscaban construir, mediante la insurrección popular, el socialismo. Ante la represión y la injusticia procuraron construir, mediante la violencia, otro orden social.
Sin embargo, muchos de esos grupos, integrados fundamentalmente por jóvenes, vieron que sus ilusiones se estrellaron contra la contundente —y muchas veces atroz— respuesta militar y una escasa respuesta del pueblo. A muchos les fue en ello la vida.
La memoria de aquellos años de “guerra sucia” ha sido aprovechada para dar legitimidad histórica a algunos gobiernos, como el de Néstor Kirchner en Argentina. Como suele ocurrir con el aprovechamiento de la historia por diversos regímenes, este caso no está exento de manipulación, que permite un aprovechamiento que bien podría denominarse “necrofagia política”.
Entre otras cosas, como una forma de ajustar cuentas con ese trastocamiento de la memoria, Martín Caparrós, historiador de los movimientos revolucionarios en Argentina en las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado, publicó hace un par de años su novela A quien corresponda (Barcelona: Anagrama, 2008), en la que uno de aquellos jóvenes guerrilleros, muchos años después, busca venganza de los criminales que cambiaron su vida.
Sobre algunas inquietudes que plantea la novela charlamos con el autor: la manipulación de la memoria, el fracaso de los proyectos transformadores socialistas, la crítica a la izquierda “progre” latinoamericana y las posibilidades de tener algo más esperanzador que ella. Si bien la entrevista se centra en Argentina, no poco de lo aquí conversado se puede extender a Latinoamérica.
Caparrós es periodista y escritor, además de licenciado en Historia. Ha publicado alrededor de veinte libros y ha traducido a Voltaire y Shakespeare. Ha ganado los premios Planeta Latinoamérica y Rey de España, además de la beca Guggenheim.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir un libro como el suyo?
Martín Caparrós (MC): Yo nunca supe por qué escribir un libro, en general, y menos un libro como éste. Pero en este caso la escritura fue aún más involuntaria de lo habitual, porque yo pensaba que ya había escrito todo lo que quería sobre los años setenta y los movimientos revolucionarios. De hecho mi primera novela, No velas a tus muertos, fue sobre eso, y la escribí cuando tenía 21 o 22 años. Todavía en los noventa escribí, con la colaboración de Eduardo Anguita, una obra que se llama La voluntad, que no es ficción, sino una historia de los movimientos revolucionarios en Argentina entre 1966 y 1978, que consta de cinco tomos y que es la obra de consulta sobre el periodo. Entonces pensé que había escrito todo lo que había que escribir sobre eso.
Pero no sé qué pasó; supongo que me cabreó mucho cierta actitud del gobierno de Kirchner respecto a los años setenta que avivó la presencia de ese recuerdo, y para mi gusto lo usó para legitimar por izquierdas un gobierno que, fuera de eso, es muy centro banal. Quería legitimarse con continuas referencias a aquellos compañeros que querían cambiar la sociedad, mientras él y su gobierno hacían que esa sociedad siguiera exactamente igual. Pero no dejaba de hablar de ellos todo el tiempo.
Es cierto que Kirchner y los suyos sí reavivaron causas respecto de la justicia, pero no sé en qué medida es su responsabilidad, porque se supone que la justicia es un poder independiente. Así que deberíamos creer que eso ocurrió porque la justicia decidió que sucediera pero, bueno, el Poder Ejecutivo tiene influencia en eso. Es cierto entonces que volvieron a ocuparse mucho de los derechos humanos de los años setenta, pero para mi gusto se ocuparon muy poco de los derechos humanos básicos del 2008, como comer, educarse, curarse y todo este tipo de cosas.
Pero en todo caso parece que el cabreo que eso me dio me llevó a volver a escribir acerca de una época sobre la que había pensado que no escribiría nunca más. Aunque quiero aclarar también que A quien corresponda no es una novela sobre los setenta, sino, si acaso, sobre el efecto que ciertas cuestiones de esos años producen ahora mismo. Trata sobre un ex militante cuya esposa fue secuestrada en aquella década, y que, embarazada, se salvó de casualidad. Aquél consiguió hacerse el tonto durante casi treinta años y trató de olvidar todo aquello, armar una vidita nueva; pero en algún momento sucumbió al recuerdo, y a partir de éste emprendió una venganza. Al respecto, algo que siempre me sorprendió mucho fue el hecho de que con tantos muertos y deudos, ninguno haya intentado una venganza personal contra algún militar o de los responsables de los homicidios y torturas.
Eso me sorprendió mucho, y este libro, en cierto sentido, es una especie de contraparte: alguien que sí decidió llevar adelante esa venganza, y a partir de allí transcurre la historia.
AR: ¿Este libro tiene alguna intención de contribuir a la memoria de aquellos años? Lo señalo a partir de lo que usted me dice, y de algunos apuntes muy críticos que vienen dichas por un personaje, Carlos, acerca de la memoria y la forma en que ha servido para manipular.
Yo creo que hay unas palabras nuevas en el diccionario, como memoria: argentinismo, sustantivo singular, recuerdo de las atrocidades cometidas por la Junta Militar de 1976-1983.
MC: Yo diría que, más que una contribución, es como una piedra en el charco terso de la memoria; quiero decir: se ha armado algo que se llama la Memoria, con “M” mayúscula, para lo cual se ha incluso violentado un poco el castellano. Yo creo que hay unas palabras nuevas en el diccionario, como memoria: argentinismo, sustantivo singular, recuerdo de las atrocidades cometidas por la Junta Militar de 1976-1983. Pero memoria es mucho más que eso: es todo de lo que uno se acuerda, de que se olvidó el pañuelo en la casa y tiene que volver, o cuando toma una taza de sopa y se acuerda de que su mamá se la daba hace cuarenta años, o tantas otras cosas. La memoria es infinita. No hay cultura sin todas esas infinitas formas de la memoria.
En cambio, en Argentina se ha empequeñecido tanto esa palabra que significa sólo aquello con lo cual se pueden decir barbaridades tales como museo de la memoria (todo museo es un lugar de la memoria, porque, ¿qué se muestra en un museo sino aquello que merece ser recordado?). Bueno, pues hay un museo de la memoria, que es el de las atrocidades cometidas por los militares. Pero “memoria” básicamente es una forma de neutralización de las vidas de aquellos que supuestamente son recordados, es una manera de quitarles su peso político, de arrancarles su decisión como sujetos que en algún momento pensaron que valía la pena arriesgarse para cambiar a la sociedad. Es una forma entre descafeinada y victimizada de la memoria, de decir: “Ay, esos pobres muchachos que eran tan buenos, y vinieron estos militares que eran tan malos y se los llevaron injustamente”. Se los llevaron porque estaban en una especie de guerra en la que nosotros, pobres muchachos, queríamos cambiar el mundo de los militares, y los militares, quienes quisieron que no se los cambiáramos, y nos peleamos, y ellos nos ganaron y nos mataron, y son unos hijos de puta. Pero estaban peleando por defender su mundo, como nosotros estábamos peleando por cambiarlo, y eso es lo que en general no se dice cuando se cuentan estos cuentitos de la memoria.
AR: En ese sentido, su libro es una especie de antimemoria, y eso se debe a la utilización política que se le dio justamente a la memoria. A mí me gustó una frase de Juanjo, este personaje ex guerrillero que llega a ser ministro en el gobierno, y que dice: “Nuestra fuerza consiste en ser las víctimas”. Esto es muy parecido en México con el movimiento del 68 y con las guerrillas tanto anteriores como posteriores. En la novela el personaje principal niega que ellos sean héroes. ¿Cómo fue el proceso de conversión de los guerrilleros en héroes y su utilización política?
MC: Bueno, por un lado está esto de “murieron los mejores”, que es un poco lo que Carlos niega: no eran los mejores, eran iguales que muchos de nosotros, pero tuvieron un poco de mala suerte, de empecinamiento, ciertas circunstancias en las que a algunos los mataron y a otros afortunadamente no. Pero se ha construido toda una idea en función de eso: los que murieron eran los mejores.
Es curioso, porque es contradictorio: por un lado eran eso: chicos buenos que no le hacían ningún mal a nadie cuando vinieron los malos y se los llevaron; pero, por otro lado, eran los mejores de todos, y eran como héroes impolutos.
Nosotros escribimos La voluntad, que son cuatro mil páginas, contando las historias más o menos reales de muchos de ellos para poder saber de qué estamos hablando, para no hablar de mitos, que siempre son funcionales para una u otra forma de poder.
Pero en La voluntad hay una prescindencia total de los autores. Poníamos en escena esa historia a través de una cantidad de personajes; en cambio, A quien corresponda es todo lo contrario: hay una opinión muy fuerte a propósito del uso de todo ese periodo, y también por esa nostalgia un poco brutal de quien pasó algunos años creyendo que podía cambiar el mundo, y descubre ahora que se va a morir sin que ese mundo haya cambiado, y que sin embargo sigue creyendo que el mundo va a cambiar porque la historia demuestra que nada es para siempre. Pero tiene esa tristeza de saber que ya no le tocará, que está viviendo en una situación muy triste, muy poco interesante, en la que esa especie de estúpido capitalismo de mercado, que se postula a sí mismo como un presente continuo que durará eternamente y que representa la culminación de cuatro mil años de historia, también es una sociedad en la que 80 por ciento de la población del mundo está excluido y millones pasan hambre. Eso se presenta como lo mejor a lo que podemos aspirar, y hace que tantas personas se lo crean. En este caso, a Carlos y a mí esto nos deprime mucho.
AR: El libro me parece una visión pesimista. ¿No le parece que es el relato de una frustración personal, como en el caso de Carlos, o, tal vez, del fracaso en la construcción de un país mejor?
MC: No, yo creo que es la mezcla de las dos historias, que están indisolublemente ligadas, no se puede pensar la una sin la otra; pero en realidad son tres al mismo tiempo: una es el fracaso personal de Carlos en su intención, primero, de cambiar el mundo, y después de llevar una vidita más o menos cómoda, lo que tampoco le salió. Segunda, el fracaso generacional de ese grupo que quiso, cuando Argentina era un país que funcionaba más o menos bien, hacer que funcionara mucho mejor y de forma distinta, y que cuarenta años después se encuentra con un país que funciona mucho peor que aquel que había querido cambiar en su momento.
En tercer lugar, el gran fracaso de Argentina como proyecto: un país que parecía, hace ochenta años, destinado a un lugar de relativa importancia en el mundo, o al menos a constituir una sociedad más o menos igualitaria, culta, desarrollada, y que vio cómo en los últimos cincuenta años todo eso se fue desmoronando de a poco hasta que cayó estrepitosamente, y ahora somos algo radicalmente distintos e infinitamente peor de lo que siempre supusimos que íbamos a ser.
AR: En la novela hay dos personajes que me atrajeron: Juan Villegas, Juanjo, el ex guerrillero que llega a ministro de gobierno, quien adopta un discurso de democracia, de político natural y típico; por otra parte el cura Corello, este capellán al servicio del Ejército en los centros de tortura, y que termina como piadoso cura de un pequeño pueblo. ¿De dónde sacó a estos personajes, que son parte central de la novela? ¿Hay ejemplos de la vida real?
MC: Bueno, de Juanjo sí conozco varios que pueden servirme de ejemplo. En el caso del cura, menos. Yo no tengo formación religiosa, y sí tengo una gran preocupación por el pensamiento religioso, por los males religiosos que se le hacen al mundo. Quizá por eso me interesó que las figuras del mal y de la venganza no fueran directamente un asesino y un malvado clásico, sino que son como personas razonables. Yo me he encontrado a más de uno de éstos, de casualidad a veces, y otras porque fui a entrevistar a algún ex militar asesino, y son gente como cualquiera. No son monstruos full time, sino más bien part time: trabajan de monstruos, pero el resto del tiempo con como cualquier otra persona.
Por eso también tenía ganas de que el malo, el objeto de la venganza, fuera alguien más parecido a lo que solemos considerar bueno; pensé en un empresario, pero finalmente decidí quedarme con el cura, que me parece un personaje más complejo. Además, me interesaba la idea que alguien dice por allí: fue como el choque de dos creencias: la creencia en el socialismo —que también tenía componentes fuertemente religiosos— contra la creencia cristiana clásica de tradición, familia, patria y hogar.
AR: Para continuar con la vertiente de la antimemoria, la novela es una larga reflexión acerca de la venganza, pero en la novela la justicia no aparece, algo que en los ejercicios de memoria siempre se reclama. ¿Por qué poner el acento en la venganza y no en la justicia? ¿Cómo ha sido recibido esto en Argentina?
MC: Bueno, aunque parece que lo que Carlos emprende está más allá de la justicia, es como una necesidad personal que rebasa lo que el Estado puede ofrecerle, que no es gran cosa. Pero aun si se le hubiera ofrecido no importaría tanto, porque si decide vengarse no es por una decisión racional, sino es la aceptación de que no tiene más remedio que seguir una pulsión, y allí el tema de la justicia pasa a ser irrelevante.
Por otro lado, en cuanto a la recepción en Argentina, no la entendí, porque yo nunca entiendo la recepción de un libro, y me parece que además es casi vano intentar entenderla. En este caso lo que pasó fue que se leyó bastante, salieron varias ediciones, y muchas personas que conozco me lo comentaron, lo que en el caso de otros libros míos no ha pasado. Pero no hubo debate público: pensé que el libro se iba a vender menos, y que se iba a debatir más.
AR: En el caso muy específico de Juanjo, me parece que ejemplifica a los luchadores sociales, e incluso guerrilleros, que vivieron un corrimiento del socialismo hacia la democracia, lo que me parece fue un fenómeno en América Latina. ¿Cómo ocurrió ese desplazamiento en Argentina?
La mayor parte de los dirigentes guerrilleros están muertos; los que no, tomaron caminos muy extraños que en realidad me asustaron retroactivamente, por pensar a dónde podrían habernos llevado si hubieran ganado, porque la verdad tomaron posiciones bastante espantosas.
MC: No sé si es un buen ejemplo, porque hay muy pocos ex guerrilleros. En verdad, la mayor parte de los dirigentes guerrilleros están muertos; los que no, tomaron caminos muy extraños que en realidad me asustaron retroactivamente, por pensar a dónde podrían habernos llevado si hubieran ganado, porque la verdad tomaron posiciones bastante espantosas, pero no ahora, sino hace veinticinco años.
Entonces, me parece muy difícil hablar de ex guerrilleros como un conjunto, porque hay muchos muertos, otros que quedaron y que fueron para cualquier lado. Tampoco hay que esperar que el hecho de que hayamos compartido un proyecto hace 35 años va a definir lo que ahora pensamos sobre las cosas.
Básicamente estarías feliz con cierta democracia, muy poco ambiciosa en cuanto a su transformación. Esto creo que tiene que ver con que en el ínterin los proyectos socialistas terminaron de derrumbarse no porque hayan sido militarmente derrotados, sino porque en general lo que producen no es deseable para mi país; no son algo que me parezcan ni el estilo soviético, ni el castrismo, ni ninguno de esos regímenes en los cuales un señor gobierna durante cuarenta años, y cosas por el estilo.
Entonces, me parece que al caer el modelo político socialista y al no haber surgido todavía otro modelo que realmente lo reemplazara, hay mucha gente que quiere encontrar en esta especie de progresismo democrático una forma de permanecer dentro de lo político. Pero a mí me da la impresión de que resignan demasiado para seguir adentro de gobierno.
AR: En este punto usted hace una crítica muy fuerte a las corrientes progresistas. ¿Cómo las describiría usted? Dice de sus militantes: son divinos, son sensibles, les gusta corregir incluso la historia, son moralistas, presumen de su propia integridad, están llenos de buenas intenciones y de grandes conceptos. ¿Hay forma de que esta izquierda progre, tan abiertamente criticada en el libro, se transforme?
MC: No lo sé. Lo que creo es que la respuesta es algo que se está haciendo muy de a poco y en muchos lugares. Creo que éste es uno de esos periodos que hay de tanto en tanto en la historia en la que ha caído un modelo de cambio, en este caso el modelo de la revolución moderna, y todavía no se ha conformado el modelo que lo va a suceder, que es algo que se tarda unos veinte, cuarenta, cincuenta años, no se sabe. Me parece que lo bueno sería que se fuera armando a partir de muchas experiencias y de muchas ideas, no de un iluminado que salga y diga lo que hay que hacer, porque uno de los grandes problemas del modelo socialista es justamente confiar mucho en los iluminados que sabían lo que había que hacer, las famosas vanguardias y todo eso.
Por eso yo te digo: no tengo una respuesta a esa pregunta. Mi respuesta provisional, lamentablemente durante mucho tiempo, va a ser: creo que hay que buscar, que es lo contrario de la izquierda progre, que está muy convencida de que ya sabe lo que tiene que saber. Yo creo exactamente lo contrario: lo que quisiera saber, no lo sé, pero me importa seguir pensando, y sé que hay mucha gente que está en esa misma posición, y bueno, espero que alguna vez encontremos algo.
AR: Hay una frase de un personaje que resume el fracaso de la transformación buscada por los guerrilleros: “Entregamos todo para salvar a millones de personas que no tenían el menor interés en que las salváramos”. Pero, con todo y eso, ¿cuáles son las posibilidades de llevar a cabo un proyecto de transformación de una sociedad?
MC: Claro, es lo que decían las vanguardias: que asumían que tenían un saber que a los demás les estaba vedado, pero que en cuanto éstos lo conocieran, lo iban a adoptar como propio, y muchas veces eso no pasó.
Es una lucha cultural extraordinaria. Es obvio que en este momento hay una hegemonía, mayor que en muchos otros momentos de la historia, de un modelo cultural en el cual los objetivos que se planteen son los que esa cultura quiere que se planteen. Hay millones y millones de personas que están viviendo muy dificultosamente, pero lo que quieren no es cambiar las estructuras que hacen que vivan así, sino acomodarse un poco mejor dentro de ellas. Hay una idea de que esa pequeña salvación individual, que consistirá en comprarse una televisión a color, de tener un poco más de dinero para mandar a los chicos a una buena escuela o quizá para comprarse un coche mejor, es la única salida posible.
Es una batalla cultural inmensa la que eventualmente hará que suficiente cantidad de gente crea que esa salida no sólo no funciona bien, sino que aun si funcionara no sería suficiente. Son cosas que tardan mucho tiempo, y lamentablemente es así. Hay algo muy raro, para mi generación por lo menos: creer que los tiempos históricos coincidían con nuestros tiempos personales, y que nosotros pensábamos que en diez años íbamos a cambiar todo. Era fantástico creer eso, pero era un error, porque hay una diferencia extrema entre los tiempos históricos y los individuales. Por supuesto hay momentos en que la historia se acelera: uno piensa en 1789-1798, en los que pasaron tantas cosas en Francia. Pero en ese mismo momento, en Papúa, Nueva Guinea, no pasaba nada.
Pero nosotros, como vivimos uno de esos momentos, nos faltó la perspectiva para darnos cuenta de que sólo era uno de ellos, y que después, muchas veces, vuelve el remanso, el río lento de llanura que va de a poco.
AR: Hay en el libro algunos juegos en los que se muestra que los grandes lemas transformadores se vuelven frases de marketing: “¡Viva el cambio!”, utilizada por una casa de cambio; “Otro país es posible”, lanzado por un banco que promueve viajes al extranjero. ¿Cómo emprender esa batalla cultural?
MC: Es difícil porque es un momento de tanta potencia de la cultura hegemónica, que se apropia muy rápido de todo. No hace mucho surgió la idea de que Internet iba a ser una herramienta muy democratizadora, que iba a ser una forma de difusión y de circulación horizontal, que no era un medio que venía de arriba para abajo sino que todos nos comunicamos en forma de red, etcétera. Y el Internet fue un arma extraordinaria en la campaña del candidato del Partido Demócrata estadounidense. O sea, más establishment que eso es difícil imaginar, y lo usaron muy bien. Pero lo que quiero decir es que ya recuperaron aquello que supuestamente iba a funcionar como causante de democratización y de cierta igualdad entre el emisor y el receptor, y eso pasó a ser una herramienta del mayor emisor posible. Algo más vertical que eso, es difícil.
Cuando veo ese tipo de cosas me impresiona y me da un poco de desazón. Pero lo que yo quiero, por lo menos, es mantener este tipo de actitudes y saber que vale la pena buscar, y uno se encuentra a veces alguna cosa. Iremos encontrando, pero no es fácil.
AR: ¿Cómo es la relación novela-política en este libro?
MC: Me resulta interesante pero un poco complicado hablar de esta novela porque al final siempre terminamos hablando de política. Yo querría haber hecho una novela, y creo que es una novela. Pero supongo que la novela es ese género ambiguo en que cabe casi todo, y en este caso ocupo mucha política. Pero yo quiero creer que es una novela muy política, y no una política novelada. El lugar del sustantivo y del adjetivo están claros: el sustantivo es novela y el adjetivo política. Porque además hay, quiero creer, ciertas cuestiones de estructura, de trama y de lenguaje que también valen la pena, más allá de las diatribas que aparezcan. ®