Corrosión y arquetipo

Armando Meza, entre el realismo y la mancha

Sus dibujos son rostros del gozo y del padecimiento: morenas de andar imposible a través del Callejón Espada, matronas dueñas de un pálpito brutal por nuestra saltillense calle de Mina.

¿Qué Capitán es éste, qué soldado de la guerra del tiempo?
—Lope de Vega, citado por Alejo Carpentier

El depurado arte de Armando Meza rebosa en una palpable dicotomía: rostros que son paisaje, retratos sumergidos en la gracia de la atemporalidad. Modelos corroídos y corrosivos. Miradas que desafían el fluir de las épocas bajo una luz que parece devorarlo todo: el amarillo brillar del desierto, el transparente numen del Caribe. Como Carpentier en su “Viaje a la semilla”, Armando Meza ha erigido un juego que desafía el orden de los siglos y las distancias.
Texturas que viajan desde el Callejón Obispo en el corazón de La Habana hasta las penumbras misteriosas de los alrededores de la Plaza Manuel Acuña en Saltillo.

El dibujo de Armando es un costal de paradojas: belleza que se vuelve sarcasmo, levedad que se ancla con el peso de arpón y de viga en el ojo de quien contempla.
Son líneas y manchas que, como las labores del tiempo en la humedad de un muro, amplían las posibilidades de la mirada.
Oficio que revela orígenes y accidentes.
Miradas que perforan el papel como gotas de metal fundido; personajes que pudieran habitar las pesadas atmósferas del bar El Gato Tuerto en el corazón de Cuba o la lenta corrosión del bar Los Balcones en la calle de Lerdo. Armando hace de la tinta un puente, un mar y un camino. Un hotel Ambos Mundos, como el hogar del viejo Hemingway.
Sus dibujos son rostros del gozo y del padecimiento: morenas de andar imposible a través del Callejón Espada, matronas dueñas de un pálpito brutal por nuestra saltillense calle de Mina.
Potente materia que no hace más que revelar los matices del espíritu; gestos que denotan sombras, secretos, ensordecedores silencios.

Igual que la poeta Fina García Marruz, Armando ha recorrido y vivido las calles de Centro Habana, ese su lugar esencial: Calle Neptuno, Callejón Virtudes, Soledad, Espada. Y ha constatado con sus propios ojos, con sus propia nariz y sus propios pies esa belleza que al cronista le ha dado en llamar “un derrumbe en cámara lenta”.
Meza no es abstracto, geométrico o realista; su arte está hecho de insinuaciones cuyo enlace más nítido son las siluetas y huellas que habitan en la memoria, en sus múltiples capas y recovecos, allí donde pasado y presente se funden en un tiempo móvil: el que subyace en el espacio atemporal, fijo, de los objetos y figuras del cuadro.
Existe, sí, una memoria primigenia que late en la obra de este artista nacido en Saltillo, ciudadano del mundo: es el recuerdo de ese lugar expandido y reinventado por la memoria vital en otros sitios; como si de aquel lugar inicial sólo perdurara un bosquejo. Y sí, las escenas pintadas por él parecen un deliberado esbozo leal a las formas de lo que se conserva y se pierde a causa del destierro. Una visión acerca del lugar de origen como un espacio mítico e inalcanzable que cruza secretamente las obras, una dialéctica donde el esbozo adquiere categoría estética.
Pero Armando excede las clasificaciones. He ahí su valor. Por su originalidad, por ubicar la propia conformación visual al margen de la neofiguración más convencional. El prolífico norestense se abre camino en un tránsito entre lo verosímil y la abstracción con un manejo del lenguaje pictórico absolutamente personal.
Con esta estrategia se inserta en la modernidad mediante la construcción de un estilo sólido que no deja de tener sus visos al trabajo de Roger Von Gunten, o a la inglesa Joy Laville. Su impresionismo de contornos difusos y líricos, con sus figuras a medio camino entre el realismo y la mancha, entre lo reconocible y la caricatura desfiguradora, recuerdan también a las pequeñas figuras —posteriores a la obra del saltillense— del argentino Guillermo Kuitca.
¿Por qué es importante el papel de la memoria en la obra de Armando Meza? En sus cuadros ésta aflora bajo la forma de una condición tácita y sustancial; atraviesa cada soporte como si se tratara de un velo fino y transparente; tocada por la levedad, el eco del recuerdo es su suelo natural, generando en el espectador una sensación tan intangible y tan inmaterial como los vagos jirones de niebla que van conformando la construcción de un recuerdo. ®

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Publicado en: Arte

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