En esta crónica se narra la experiencia de ser improvisado juez de boxeo en el Reclusorio Oriente, en Iztapalapa, Ciudad de México. Tres boxeadores del Gimnasio Cri–Cri se enfrentaron a los reos entrenados por el excampeón Rodolfo el Gato González, preso por cometer doble homicidio.
I
Basta con estar frente a esta puerta de metal para que el calor se vaya del cuerpo; al verla invaden las náuseas, los escalofríos, los sofocos. Es una sensación que comparte la mayoría de los que ingresan por vez primera al Reclusorio Preventivo Varonil Oriente. Y es verdad. Lo compruebo en este momento, justo antes de atravesar por la gigantesca puerta de la aduana, cuando un aire helado me enfría de golpe. Respiro por la boca y avanzo cauteloso. Sé que las personas que han cruzado por esta puerta no olvidan la fecha en la que ingresan. No soy la excepción. Hoy es sábado 15 de febrero de 2014 y estoy aquí por voluntad propia.
Accedí a entrar porque lo haría como parte del equipo de grabación que realizaría el documentalista David Aguilar acerca de la vida de Rodolfo el Gato González, exboxeador que durante los años ochenta contendió sin éxito por cuatro títulos mundiales y que ahora se encuentra preso al ser hallado culpable de doble homicidio. El Gato, también sin éxito, ha señalado en repetidas ocasiones su inocencia: “Me pintan como si fuera un monstruo. Que yo maté a dos, que a tres… si yo no soy Supermán! ¡Por qué me incriminan!”, declaró al diario La Jornada en 2011.
Hoy el Gato da clases de box a los internos. Es con él con quien nos reuniremos aprovechando que Ana Cubas Martínez, jefa de Cultura, recreación y deporte del Reclusorio Preventivo Varonil Oriente, ha organizado un Torneo de Box con motivo del Día del amor y la amistad.
Para la planeación de estas peleas Ana Cubas recibió el apoyo de David; juntos acordaron la participación en las contiendas de Mojarrita, el Chinos y Popoca, boxeadores del establo del mercado Adolfo López Mateos, con sede en Cuernavaca, Morelos, y mejor conocido como Cri–Cri.
Ser testigo de las peleas en el reclusorio era suficiente para internarme en aquel laberinto de hombres, pero conocer a el Gato —famoso por haber enfrentado a Roger Mayweather, ser protagonista de la película Buscando un campeón y, sobre todo, por haber burlado a la muerte en más de una ocasión— era confirmar la estrecha relación entre el boxeo y el infortunio, la lucha entre el hombre y su fatalidad vuelta una sombra larga. Sirva el siguiente ejemplo: en uno de sus escapes de la muerte el exboxeador cuenta que tras chocar su Mustang amarillo contra un camión pesado fue trasladado a la morgue del Hospital Xoco, pues lo habían dado por muerto hasta que, gracias a un quejido que logró emitir por debajo de la sábana que lo cubría, se percataron de que seguía vivo.
El permiso de grabación fue negado al último momento. Nada de cámaras; si queríamos entrar tendría que ser como parte del equipo de boxeo, lo cual resultaba complejo pues, en primer lugar, ya estaba registrado un entrenador y el second; en segundo lugar, el sobrepeso, las pronunciadas ojeras y el rostro abotagado que tanto David como yo teníamos nos descalificaba como atletas.
Por tales anécdotas era conocido y por eso entraríamos a entrevistarlo. Todo estaba dispuesto: la autorización para ingresar, el torneo, los peleadores, el cuadrilátero, los reclusos y los visitantes.
El problema fue que el permiso de grabación fue negado al último momento. Nada de cámaras; si queríamos entrar tendría que ser como parte del equipo de boxeo, lo cual resultaba complejo pues, en primer lugar, ya estaba registrado un entrenador y el second; en segundo lugar, el sobrepeso, las pronunciadas ojeras y el rostro abotagado que tanto David como yo teníamos nos descalificaba como atletas. Fue entonces cuando alguien propuso que nos registraran como jueces de las peleas. De cualquier forma, la cosa sería interesante, pensé. Total, ¿qué podría salir mal?
II
En el número 100 de la avenida Reforma, en San Lorenzo Tezonco, Iztapalapa, se ubica el Reclusorio Preventivo Varonil Oriente. Resaltan dos entradas que pueden verse desde la malla ciclónica que resguarda a esta construcción inaugurada en 1976. Por una, cruzando unos torniquetes, ingresan las visitas. Por la otra, enorme y lista para tragar con su hocico de metal, los reclusos. Por encima de esta puerta sobresale de las paredes amarillentas la palabra ADUANA.
Debajo de ese anuncio hago fila para entrar junto a David, los boxeadores y su equipo. Llegamos desde las diez de la mañana, pero no ingresaremos sino hasta después de hora y media. Pacientes, aguardamos nuestro turno de atravesar la puerta. Al final sólo quedamos el entrenador y yo. Mientras esperamos noto cómo mi respiración aumenta, como si en lugar de estar formado estuviera en una carrera; trato de tomar el control de mí mismo, pero mi estómago sufre un espasmo y me lo impide. Aunque tengo la boca seca intento tragar saliva. Me estoy cagando de miedo. Comienzo a dudar de si fue buena idea aceptar tan rápidamente la invitación. Intento salir del brete sublimando la imaginación: dejo que corran por mi cabeza imágenes tremendistas de noticieros sanguinarios, esas en las que los presos arman motines y luchan encarnizadamente contra los celadores, quienes, entre el fuego logrado con petardos, se defienden como pueden de la furia de los internos.
No funciona.
Busco entonces un sedante, una entelequia. Me concentro en los bodrios cinematográficos que muestran cómo un malandro, tan descomunal como versátil en su menú sexual, se encapricha por observar el desfile de carne de los nuevos internos que recorren el grosero patio poblado de malhechores.
No sé si reír o llorar.
En eso estoy cavilando cuando la gigantesca puerta deja salir a un microbús blanco rotulado con el logotipo del gobierno de la ciudad: una efigie conocida como el “Ángel de la Independencia” extiende su brazo derecho y porta en su mano una corona de laurel, en sus pies descansa el lema “Decidiendo juntos”. Dentro del transporte, sentadas, un numeroso grupo de reclusas lanzan silbidos y finos piropos hacia donde nos encontramos el entrenador y yo: “Ira nada más”; “Sí me lo como”, dice una de las mujeres mientras su compañera empuja el cachete con su lengua al tiempo que su puño hace de micrófono que sube y baja. Convertidos en sainete, observamos cómo se aleja el microbús entre risas y aullidos —sólo hasta después, por boca de un custodio, me enteraré de que se otorgan permisos para que las mujeres paguen la visitas a sus esposos; ese es el modo en que se reúnen algunas de las parejas confinadas, sea por el mismo delito o por una irreprimible voluntad de vivir en los límites de lo permitido.
Los requiebros femeninos han alejado por unos instantes mis visiones apocalípticas sobre el encierro, por ello, cuando alguien dice mi nombre, aprovecho el momento y cruzo la puerta cenicienta.
Adentro el lugar es oscuro, un olor a rancio inunda el aire. Avanzamos hasta la barra de concreto y polvo que nos separa de la improvisada estancia: una silla de escritorio que yace en lento movimiento de rotación, un sillón bruno por el que se asoma el hule espuma, un calendario tachado con plumón rojo y cuatro hombres aletargados dentro de su uniforme negro completan el lamentable cuadro. Dos de los guardias descansan sobre el sillón, los otros dos, de pie, nos piden las identificaciones al entrenador y a mí. En una de las paredes hay hojas de papel pegadas con diurex, llevan impresos los rostros de algunos internos de cuidado. Debajo de una de las imágenes, la que muestra el entrecejo fruncido y las facciones alargadas, unos garabatos informan que “Le fue encontrado puesto un pantalón de mezclilla bajo el uniforme caqui”. Se pide atención especial sobre éste y sobre un otrora guardia, ojeroso y mofletudo, que ahora forma parte de la población cautiva.
Después de haber revisado nuestras credenciales de elector el guardia nos acerca una caja en la que dejamos nuestros teléfonos. Luego nos pide mojar nuestros dedos en una esponja oscura para tomar nuestras huellas dactilares. Nos aplica tres sellos en el antebrazo derecho con una tinta que sólo se ve con luz negra. Al final nos entregan una ficha de plástico verde que lleva un número con el que en adelante se nos identificará. 478 es el que me toca. Lo memorizo por si acaso.
Cuando el hombre de uniforme negro me pregunta el motivo de mi visita respondo según lo acordado con uno de los trabajadores de la unidad de recreación y deporte:
—Vengo a juecear las peleas.
—¡Ah, ya los están esperando en la oficina! —me dice de forma apurada y sin dejar de mirar sus listas.
Iniciamos el recorrido por el lugar que confina a homicidas, secuestradores, extorsionadores, violadores, narcomenudistas, asaltantes callejeros, ladrones de poca monta y miles de pobres diablos que estuvieron en el lugar y en el momento equivocado y que no pudieron pagar la fianza mínima de quinientos pesos.
Antes de confundirnos entre los uniformes caqui de los reos tenemos que firmar la lista del día, después posaremos juntos para la cámara el señor Pedro, entrenador de boxeadores, y yo, entrometido profesional. Me le pego al provecto instructor. Por una extraña razón siento la necesidad de abrazarlo, pero no puedo pues en ese momento nos dicen “quietos” y toman la fotografía. Me siento como en aquellas viejas historias sobre nativos: extrañado y con el alma robada por un aparato que replica mi imagen.
Desalmados, iniciamos el recorrido por el lugar que confina a homicidas, secuestradores, extorsionadores, violadores, narcomenudistas, asaltantes callejeros, ladrones de poca monta y miles de pobres diablos que estuvieron en el lugar y en el momento equivocado y que no pudieron pagar la fianza mínima de quinientos pesos.
Como en el Infierno de Dante Alighieri, nueve es el número de veces que debemos cruzar, nueve puertas son las que atravesamos para llegar a un larguísimo pasillo que nos confundiría con los internos de no ser por nuestras ropas de colores: yo visto con pantalón de mezclilla y una camisa tipo leñador rojinegra; el entrenador, unos pants color morado. En la espalda de su sudadera unas letras que imitan ser crayones anuncian: “Gimnasio Cri–Cri”.
El uniforme del entrenador hace que desfilemos entre burlas y denuestos por aquel mar beige; así avanzamos mientras nos miden. El miedo es un perfume conocido en este lugar, así que ensayo un rostro imperturbable y me concentro en el anuncio de la sudadera para evitar las miradas pesadas, a veces retadoras, de los confinados.
Finalmente logramos reunirnos con los demás boxeadores en la oficina de Ana Cubas Martínez. En una esquina está David. Alegrado de verle, como a los demás, tomo asiento a su lado. Encabronado, me dice que el Gato está enfermo y que ni por equivocación se asomará a ver las peleas.
No queda más que salir al patio y observar quién salió con más ganas de acabarse a su rival.
III
Es más de la una de la tarde y el sol cae a plomo. Han sido anunciadas once peleas, pero sólo se llevarán a cabo ocho. El Gimnasio Cri–Cri participará en tres de ellas. En un costado del patio de los reclusos se improvisa el ring que, elevado a noventa centímetros del suelo, deja ver su plataforma de madera acolchada, recubierta por una lona extendida sobre la que resaltan los colores de la bandera mexicana. En los cuatro postes de metal, cubiertos con pintura blanca descarapelada, están fijados los tensores que enganchan las cuatro cuerdas en paralelo que delimitan la zona de pelea. De las dieciséis cuerdas que debe de tener un ring común, éste sólo llega a quince, la que falta es la segunda y deja un vacío en el costado que está justo frente a la mesa de los jueces. Por ese espacio subirán los púgiles ávidos por sacudirse el nerviosismo eléctrico que desaparecerá tan pronto embistan a su oponente.
Abajo del cuadrilátero el suelo es una brasa. Las personas que han llenado el patio se impacientan y con silbidos comienzan a apremiar el inicio de las reyertas.
Es hora, todo está listo. Incluso, para que las peleas sean llevadas con formalidad, se ha contratado a un réferi idéntico al exboxeador Archi Solís —aquél que demandó al Canelo Álvarez por haberle destrozado la mandíbula en una riña callejera.
Sólo un pequeño detalle: no hay jueces. “No llegaron”, nos dice sin sorpresa un custodio mientras se limpia con el dorso de la mano el sudor de la frente.
De pronto, uno de los reclusos que apoya en la organización del evento nos jala a David y a mí; sin tiempo para reaccionar nos sienta en el lugar destinado para los jueces: una mesa de plástico color blanco que lleva en el centro el logotipo de Cerveza Corona. El hombre ha decidido que impartamos la ley abajo del ring.
Cuando a la entrada del reclusorio respondí que estaba ahí para juecear fue porque ésa era la única manera de justificar mi ingreso. Además, ignoraba cómo llevar las tarjetas, cómo aplicar las reglas que dictaminan quién gana la contienda. Reglas como la prohibición de los abrazos, que un hombre con una rodilla en la lona sea considerado caído, o que el hombre que caiga tenga diez segundos para levantarse sin ayuda no eran las que me preocupaban. El problema era saber cómo contar los puntos de los golpes conectados correctamente o anotar la mayor cantidad de impactos evitados.
En menos de un minuto, David, aficionado de cepa, me explica las reglas básicas mientras improvisamos las tarjetas de puntuación con el papel estraza que nos acercan: 10 puntos al vencedor del round, 9 al perdedor y 8 a quien visite la lona. Me dice algo acerca de los golpes de poder que no escucho pues estoy aturdido por el ambiente escandaloso de los convictos que aúllan enajenados mientras pegan en la lona del cuadrilátero. Alcanzo a ver a un hombre de rostro tatuado que, en un impulso de atolondramiento, ha comenzado a bailar con el aire; solidario, un preso con camiseta de tirantes se acerca para hacerle el quite. Otros reos venden cigarros o sombreros de cartón hechos al momento. Todos aprovechan la ocasión: “¿Cuántos vas a querer, papi?”; “Le pongo un veinte al de la casa”; “Te pedí coca no café, no mames”.
Con una temperatura de 30ºC este reclusorio tiene la capacidad de transformarse en La Castañeda.
Sus primeros pacientes ya están arriba del ring: con los rostros castigados por el sol, dos hombres en calzoncillos desgastados escuchan atentos las indicaciones del réferi. Aunque pertenecen al peso mosca, la traza de sus cuerpos morenos hace pensar en la terrible inanición que hay en el mundo.
—¡Rífense, esmirriados! —grita la impaciencia de un reo.
Comienza el intercambio de golpes en el ring. El asalto de estudio quedó ahuyentado por la ansiedad que los empuja a ir hacia el frente. Giran en torno al rival, intentan con fintas, con golpes cortos, inofensivos. Los boxeadores batallan más contra las burlas que contra el rival: jadean, buscan el abrazo y reposan. El réferi los separa y los invita a pelear. De pronto se animan y por brevísimos momentos dan muestras de coraje; en otros, víctimas de la presión del público, lanzan torpes ráfagas de guantazos que dan contra el aire. Lo peor, cuando bailan lo hacen como si estuvieran con sus abuelas, con unos juegos de pierna lerdos y pesados. Terminan por engancharse.
—¡Mejor pónganse a robar! —es la befa que a todo pulmón suena seguida de las risotadas.
En el boxeo se dice que cada combate es un drama, éste; sin embargo, se acerca más a la mojiganga.
Después de la cuarta pelea, con saldo de una victoria por bando, dos empates y una sucesión de mentadas de madre acompañadas de sus respectivas amenazas, sabiamente, decidimos salvar nuestros pellejos dándoles más que el beneficio de la duda a los representantes de la maldad enjaulada.
Protagonizada por Mojarrita, esta pelea se sale de control y por momentos emula el boxeo de Tin–Tan en sus películas: en un punto climático el púgil muestra dotes de plasticidad y se golpea a sí mismo; el aire del reclusorio se llena de carcajadas, silbidos y escarnios. En el cuarto asalto, a Mojarrita lo alcanzan, lo ponen contra las cuerdas, es el momento en que su cuerpo recibe castigo una y otra vez hasta que lo mandan a la lona: ¡10 puntos para el Carecruda, 8 puntos para Mojarrita!
Como ahora, cuando el vencedor es de “la casa”, el público ruge celebrando. En cambio, cuando la visita gana, hay majaderas afrentas que son repartidas entre David y mi persona: “¡Pinche tarjeta Lamazón! ¿Pus qué pelea viste, pendejo?”
Por fortuna, después de la cuarta pelea, con saldo de una victoria por bando, dos empates y una sucesión de mentadas de madre acompañadas de sus respectivas amenazas, sabiamente, decidimos salvar nuestros pellejos dándoles más que el beneficio de la duda a los representantes de la maldad enjaulada.
IV
En el transcurso de las peleas los reos conviven con su familia. Al menos los que aún reciben visitas, pues, como explica Luis momentos antes de salir al patio, “Estar en la cárcel es como estar muerto. Al principio todo el mundo te visita, pero poco a poco van desapareciendo. Llega un día en que nadie viene a verte”.
Es tal vez por ese abandono, y el deseo de evadir momentáneamente su circunstancia, que algunos de los internos del Dormitorio 3 practican el pugilato. Para algunos de ellos, entrenados por el Gato en el mismo patio donde cuelgan sus ropas, “el boxeo es una manera de hallar bienestar físico y mental”, dice Octavio mientras se toca la sien con el dedo índice.
Y es que boxear puede ser un acto de bestialidad, pero también uno de disciplina en el que buscan la libertad a través de la violencia. Incluso, los reos encuentran en este deporte un camino para hallar la trascendencia; considerados por algunos como bazofia de la sociedad, los internos, como los boxeadores, sacrifican el cuerpo en pos de la admiración y el respeto: van hacia la búsqueda de un heroísmo extraviado e inútil.
Al respecto, Ricardo Garibay escribió: “El sentido heroico de la vida, en el cruel enanismo de nuestro siglo, ha acabado refugiándose en los encuentros de boxeo”.
Y, sin embargo, cada round es, como en este reclusorio, una historia infausta o cínica: es la nostalgia de la barbarie, la fuga del encierro, la venganza abyecta y placentera. Quienes pelean arriba de un cuadrilátero lo hacen contra sí mismos, combaten ante su infortunio, esquivan la amargura del encierro. Por eso evitan a toda costa acabar con la espalda en la lona y, en su lugar, luchan por terminar la pelea con su brazo apuntando al cielo. Boxear se convierte así en una metáfora de la existencia, pero una en la que se arriesga la vida.
Y es el ring un escenario donde los prisioneros encuentran alivio.
V
“Cada vez que voy a pelear me dan ganas de orinar”, dice del otro lado del teléfono y con una risa nerviosa Miguel Ángel Miranda Gómez, mejor conocido como el Chinos. Cuando no trae los guantes puestos, este hombre de cabellera ensortijada y negra atiende como optometrista en la ciudad de Cuernavaca. A sus 38 años presume de su récord como peleador amateur: 59 victorias–2 derrotas–1 empate. Desde que tomó la decisión de boxear, a la edad de 26 y con la finalidad de aprender a defenderse tras recibir una golpiza, ha salido campeón de los torneos estatales de Morelos; en 2011 como Novato y en 2015 como Avanzado.
El Chinos recuerda aquel Torneo del amor y la amistad del Reclusorio Oriente del 2014: “Nos llevaron por un pasillo oscuro en el que había cobijas colgadas sobre tendederos, ropa tirada en el suelo, hules; en la pared había recortes de periódico con mujeres enseñando las chichis. Parecía una especie de bodega y apestaba. Mientras caminábamos se acercaban los presos y nos decían que si nos limpiaban los zapatos, otros vendían espinas en forma de cruz por un peso”.
Para el Chinos el ambiente no resultaba nuevo; meses antes, en ese mismo año, peleó en el Reclusorio Norte en el que, asegura, “la vibra está más pesada y la porra más loca”.
Quizá por precaución, pero sobre todo porque las autoridades del Reclusorio Oriente se lo recomendaron, no habló con los reclusos y siguió su camino hasta el auditorio. Ahí supo quién sería su rival: un tipo pelirrojo, de barba cerrada y apodado absurdamente el Rubio, recluido tras haber asaltado una camioneta de transporte de valores a punta de pistola y baladros. Sus 73 kilos de maldad y el hecho de que fuera entrenado por el Gato no era lo que en ese momento inquietaba a el Chinos, tampoco el estruendo que escucharía salir de las gargantas de los condenados por violación, homicidio o secuestro. Menos el hecho de que no hubiese un doctor a la vista o saber que todo el reclusorio estaba en su contra. Lo que en ese momento le preocupaba, terminado el rezo que pedía la protección contra el nocaut, abrochadas las zapatillas blancas y resguardados los puños por los guantes amarillos, era orinar.
—¡Imagínate, y con la concha puesta! ¡No mames!
VI
Por ser de exhibición las peleas son de cuatro asaltos, pero para los que están arriba del ring el tiempo se congela; es hielo ardiente que golpea en las costillas y quema los pómulos y duerme las piernas. El Chinos se enconcha, pega la frente al pecho de su rival y lanza repetidos ganchos, el Rubio se faja; parecen de esos boxeadores de juguete hechos de madera. El intercambio sigue hasta que se escucha un pujido: el Rubio ha caído de rodillas. El referí comienza la cuenta: “Uno, dos, tres…”.
—¡Levántate… hazlo por tu madre!
Carcajadas, gritos, silbidos; por un momento este reclusorio se convierte en una sucursal de la locura, un ritual vesánico que conjura al infierno del encierro.
Cuando termina la pelea todos aplauden. Una sensación de placer catártico invade a los presentes. A todos excepto al perdedor. El Rubio baja del ring molesto por la decisión de las tarjetas de papel estraza, camina lento hacia ese mar agitado de uniformes beige que se abre a su paso y lo mira como si se tratara de un héroe antiguo.
Siempre hay alguien que tiene que perder, de no ser así el mundo sería más miserable.
Antes de abandonar el reclusorio algunos internos me estrechan la mano. Uno de ellos, recluido por asesinar a golpes a su familia, incluida una niña de pocos meses de nacida, me da las gracias. Sólo se me ocurre asentir con la cabeza.
Nos toman otra fotografía para comprobar que somos las mismas personas que entraron —¿acaso alguien puede serlo después de estar aquí?—. Todos sonreímos como si se tratara de la fotografía con los Reyes Magos en la Alameda Central.
Cuando pasamos por el puesto de control que checa el sello invisible que se nos colocó a la entrada del reclusorio comprobamos que sólo Mojarrita es por este día la burla del destino; la marca se le ha borrado del antebrazo. Con la cara pálida y una sonrisa fingida nos ve alejarnos: “Luego te venimos a visitar”, le grita Popoca divertido, jubiloso aún por haber terminado la pelea con el brazo en alto.
En la última puerta, y ya con Mojarrita a nuestro lado, nos toman otra fotografía para comprobar que somos las mismas personas que entraron —¿acaso alguien puede serlo después de estar aquí?—. Todos sonreímos como si se tratara de la fotografía con los Reyes Magos en la Alameda Central.
Salimos de uno en uno. Ya afuera, aliviado, recuerdo las palabras que me respondió el Chinos cuando le pregunté si no temía enfrentarse con los boxeadores del reclusorio:
—No les temo, cualquiera podría convertirse en asesino. Si estuvieras arrinconado, sin elección, tú también matarías.
A nuestras espaldas se escucha el ruido del portazo al cerrar. Siento cómo el alma regresa a mi cuerpo. ®