La poesía —la verdadera— no calienta sillas; hace libros que muy rara vez llegan a la imprenta. No se oferta desde una oficina gubernamental, no está tentada por el ego, y le importan un pito los juegos florales o la tesitura de una ninfa.

No, no es que se esconda: si abres los ojos, estará en todos lados —en los anuncios de fontanería, carnicerías, rastros, mercados; en bailes sonideros o toquines de punk; en la primera orina gruesa de la mañana de aquel que huyó de las fauces del after más stone.
Imbuye desde las coladeras un vaho, un vapor que no podrás quitarte de las fosas —las de las narices, las de los muertos—. Se queda impregnada en tu piel como un tatuaje que no pediste, pero que te recuerda que el mundo actual apesta. Y esa es la única coherencia cosmopolita.
Leí a J. A. Cervantes haciendo scroll, entre Gaza, Chicharito, cámaras en conciertos de Coldplay y Sister Hong. Su poema “Martín” me recordó a un difunto, uno de mi infancia: sangre de mi sangre, lugar de mis apariciones, ternura ennegrecida. “Me eligió cuando era un niño. El día que probó mi sudor y sostuvo mi peso con sus alas transparentes.” Y yo, otro fantasma intranquilo, exorcicé mi alma en gigabytes, canonicé la poesía del nuevo Cervantes de la deep web.
Aquí, una muestra de eso que escapa de toda vidriera y le da vida a lo inerte —sobre el cadáver del capitalismo.
Martín.
J. A. Cervantes.
Si estás leyendo esto es porque encontré al viento.
Me fui a buscarlo, a encontrarme con Él, porque siempre le pertenecí.
Mi voz era la suya, mi piel su trofeo, mi oído su destino. Me eligió cuando era un niño. El día que probó mi sudor y sostuvo mi peso con sus alas transparentes. Por eso fui a buscarlo, quiero sentirlo de nuevo. Sus quinientas voces entrando a mis tímpanos, sus ráfagas ascendiendo por mis mejillas secándome las lágrimas. Sus manos tomando mi torso y mis piernas, todo él lamiéndome con sus lenguas frías otra vez.
Perdóname, Martín, tuve que hacerlo así. No fue poco el tiempo que esperé para entregarme. Fueron años. Años pensando en Él.
Pensaba cómo me depositó en el suelo con tanto amor y delicadeza. En sus cien bocas besando mi frente y luego todo él huyendo en un suspiro. No fue un milagro de Dios, fue un milagro del Viento. Mis papás hasta la fecha prenden veladoras agradecidos por la vida de su nene que voló por la ventana y al que encontraron ileso siete pisos más abajo.
El viento me sostuvo, Martín, todo él se colocó alrededor de mí y de cada cabello me agarró. Y cuando abrí la boca para gritar me llenó todo por dentro, me conoció entero.
El viento me sujetó, me tomó, me cuidó, me conoció, me buscó, me deseó y me esperó como nadie lo hará. Por eso no pude más y me fui a encontrarlo. Solo que esta vez no me dejó ir. Me llevó consigo. Para ser parte de él, otra de sus voces, para ser ráfaga y soplo con Él.
Por favor crémenme y mis cenizas láncenlas al cielo para que termine de llevarme.
Te amé Martín, estuviste siempre a mi lado aunque nunca fui tuyo.
Gracias por todo.
Tuyo Del viento siempre.
Ceferino.
Cochinada.
J. A. Cervantes.
—¡Ya le dije que estábamos allá abajo! ¡No me pida que me calme patrón! ¡Hay algo allá abajo!
Está en el sifón tres, de la zona centro. Nos dimos cuenta porque se nos fregó el vactor. Ya no jalaba agua y pensamos que era porque había mucha cochinada. Nos echamos un volado y nos tocó bajar a Mauricio y a mí.
Nos bajamos con palas para desbaratar el pegoste que estaba tapando la manguera, pero cuando bajamos vimos el tapón más grande que he me ha tocado en estos quince años. Las paredes del sifón estaban cubiertas de una pasta negra. Se veían los pelos, pedazos de comida, una masa de caca y orín. Es normal que se hagan esos tapones, pero nunca tan grandes.
En la entrada del sifón, en la mera orillita donde bajaba el tubo, había una alberca negra bien espesa de cochinada. Esa la teníamos que palear, no la iba a sacar la bomba. Entonces les grité, para que se bajaran otros dos.
Ni tiempo tuvieron de bajar. Mauricio se había acercado al borde del colector y metió la palada al sifón que estaba hasta el borde de esa pasta. Y se escuchó el grito.
—¡AHHHH! —fuerte y claro, como de dolor, un grito como si estuvieran matando a alguien. Mauricio levantó la pala y le gotearon cosa negra y pedazos de pelo. Entre todo ese mierdero, finitos de color rojo, verde y morado, había unos hilitos que se entrecruzaban y que unían la masa de la pala y el resto del tapón.
Eran venas. ¡Por Dios que eran venas! Porque cuando le dio el jalón hubo otro grito. ¡AHHHH! Y el pegoste de la pala se volvió rojo y de donde se había separado de la cochinada también se llenó de sangre. Dimos dos pasos para atrás, Mauricio soltó la pala y nos volvimos a trepar.
Afuera todos escucharon los gritos y pensaron que fuimos nosotros. Cuando salimos nos vieron tan mal, que nos trajeron para acá.
¡Hay algo allá abajo patrón! Tienen que hace algo, esa cochinada está viva, está creciendo. Está palpitando.
Palemón Cruz.
J. A. Cervantes.
Vigilaba la entrada con su ojo bueno, mientras que su ojo malo reposaba en la arena.
El ojo bueno veía gente y vehículos ir y venir, mientras que su ojo malo veía las olas y los cuerpos.
Procuraba cerrar el ojo malo, tanto como fuera posible. Pero inevitablemente éste se abría. Le mostraba los rostros sin piel, los brazos reptantes y las piernas que andaban sin cuerpo por el borde de la playa.
El ojo bueno le mostraba su presente, mientras el ojo malo aguardaba por él. Reposaba desde hacía años en aquellas playas negras, esperando a que el resto de su ser lo alcanzara en aquel infierno de agua y sal. ®