Crónica de los días de infancia

(en estos terribles días mexicanos)

En los terribles días que corren el autor se detiene a rememorar los años de su infancia, la complicidad de su amiga Gaby y el encierro en el misterioso cuarto de los colores de la escuela.

1

Mi primer recuerdo es jugar con Gaby a los animalitos silvestres. Y luego la prohibición de estar juntos. Miss Teresa escandalizada. Fea, de dientes chuecos y una sonrisa tan falsa como una moneda de tres pesos. Nos vio jugar como lobeznos en el suelo —mordidas en cuello, cabello, nariz, cachetes y dedos— y nos condenó por erotismo precoz. Desde entonces tuvimos que pasar los recreos bajo custodia en extremos opuestos del patio. Teníamos cuatro años.

2

Ensayo sobre mi infancia en las horas más bajas de la mañana. Martes. Bebo café; la panza vacía. El cielo negro; hoy son las elecciones de Estados Unidos. No existe un dios, pero en estos terribles días mexicanos la necesidad de sentir esperanza resulta extraordinaria. Entonces me aferro a mi infancia como si fuera un crucifijo. Ensayo su recreación junto al Bosque de Tlalpan —la semana pasada, en los árboles de las colinas elevadas, un joven se disparó en la sien con una Biblia abierta en su regazo—, a través de las fronteras del alba, cuando —sí, claro— la Ciudad de México duerme y Camino a Santa sin coches, tranquila y silente, a merced de los sensuales juegos entre el viento y las hojas, permite evocar épocas remotas.

3

La Escuela Fernando R. Rodríguez —en la callecita empedrada de Arenal, en el Centro de Coyoacán, atrás de la Gandhi, muy cerca de Chimalistac— tenía una campana en la puerta. Conchita la tañía cuatro veces al día para indicar la entrada a clases, el inicio y el fin del recreo y la salida. Si la tocaba con desesperación varias veces seguidas formando sonidos cortos y rápidos, significaba emergencia: fuego, temblor o algo peor, como amenaza de bomba.

Era una campana de bronce del tamaño del cráneo de un perro San Bernardo. Tenía un canto agudo e insistente, y el sonido permanecía, invisible e inquietante, vibrando durante todo un minuto a lo largo del patio.

4

Ahora pienso en el sonido de esa campana cada vez que froto —a las 3:54 en punto, antes del primer café, madrugada tras madrugada— el cuenco tibetano que tengo en la biblioteca.

Un genio del beisbol.

El sonido es el vehículo más eficaz para acercar ¿mi alma, mi corazón, mi inteligencia? hacia el misterio de lo inexplicable. Por eso en estos terribles días mexicanos la necesidad de música adquiere una importancia extraordinaria.

Son los tiempos del terror y del asesinato. Asesinan los gobiernos —Veracruz, Guerrero…— y asesinan los franeleros —colonia Roma—. Hay asesinos entre los estudiantes —terroristas con mochilas de normalistas— y hay asesinos en el magisterio —pistoleros con falsos títulos de maestros.

Vivimos en una época esencialmente trágica. Son los tiempos del terror y del asesinato. Asesinan los gobiernos —Veracruz, Guerrero…— y asesinan los franeleros —colonia Roma—. Hay asesinos entre los estudiantes —terroristas con mochilas de normalistas— y hay asesinos en el magisterio —pistoleros con falsos títulos de maestros—. El miedo ya es parte de nuestra sangre.

En la Ciudad de México, a los treinta años, ya no creo en los nacimientos.

5

Conchita era el único adulto en la escuela al que llamábamos por su nombre llano —y en diminutivo—, sin un doña, miss o maestra que lo precediera. “Conchita, ¡buenos días!”, “Hasta mañana, Conchita”. Era una mujer pequeña que no dejaba a nadie tañer su campana. Con voracidad la protegía.

Durante las clases Conchita era espía. Subía a una especie de atalaya a un costado de la puerta de entrada y se asomaba por una ventana pequeñita desde donde dominaba pasillos, escaleras, patios, jardines y todos los salones (kínder, primaria, secundaria y prepa).

Si un alumno hacía algo prohibido —no entrar a clase, esconderse entre las jardineras o quedarse mucho tiempo en el baño— Conchita, a través de un walkie–talkie azul, avisaba a la directora, Miss Noemí, que había “un niño prófugo”, y entonces don Jacinto encontraba al culpable y lo llevaba de las solapas del saco al “cuarto de los colores”.

6

Vivimos en una época brutal y solitaria. La vida de mi generación —los que nacimos entre 1980 y 1995— está destinada a destruirse en soledad. Lo nuestro —nuestra especialidad, nuestra naturaleza— es la fragmentación íntima. Somos jóvenes deshechos.

D. H. Lawrence tiene razón: nos convertimos en los sueños de la generación anterior; somos los sueños de nuestras abuelas… no los luminosos, sino los oscuros y violentos; los que soñaron ocultas, en privado, con miedo. Somos todo aquello que nuestras abuelas —frustradas y furiosas— desearon en secreto. Provenimos de lejanos sueños prohibidos; nuestro origen es la cobardía.

Nuestras abuelas soñaron ―íntimas, escondidas― con libertades en torno al sexo, el trabajo y las drogas. Y nosotros somos —lo somos abiertamente— promiscuos drogadictos sin oficinas. Gritamos orgasmos en orgías bisexuales celebradas al aire libre. No tenemos jefes, horarios, aguinaldos ni seguros médicos o sociales. Habitamos en la incertidumbre; tras cada paso que damos, en el camino queda marcada la huella de una duda.

Y, sin embargo, es imposible emprender el regreso; aniquilamos los esquemas —por rígidos, por injustos, por aburridos, por ineficientes, por clasistas, por misóginos— que rigieron la vida de la generación anterior. Su destrucción es nuestro mérito. En su lugar colocamos esta libertad lúgubre y confusa que estamos condenamos a amar porque es original y propia; ¡tenemos que sonreír!: es nuestro legado.

7

Gaby y yo… Nuestra alegre complicidad física nos convirtió —cuando entramos a la primaria— en una eficaz pareja beisbolera. Gaby picheaba y yo era su cácher.

Apostábamos en los recreos contra los niños de segundo. Asegurábamos que alguna maestra, de preferencia miss Gina, fungiera como jueza de los lanzamientos. Nos colocábamos a 22 metros de los siete pinos que marcaban la frontera sur de la escuela —del otro lado había un jardín boscoso— y nos jugábamos el derecho de cascarear en la cancha sin interrupciones durante el recreo de los viernes —que era diez minutos más largo: 45 minutos.

Tres bateadores rivales; cinco lanzamientos a cada uno. Ganábamos automáticamente si ponchábamos a alguno; ganaban automáticamente si nos bateaban home–run —que consistía en volar la barda de tres metros detrás de los pinos o pegarle al tronco de un pino a por lo menos tres metros y medio—. Si no ocurría nada de eso, ganaba quien sumara más puntos. Strike: un punto para nosotros. Batear de hit: un punto para ellos. Faul: nada para nadie. Si igualábamos, nos mandaban nuevos bateadores hasta que se rompiera el empate.

Estos juegos ―que ocurrían principalmente los lunes― se convirtieron en auténticos sucesos. Alumnos, maestras y personal de limpieza se agrupaban para observarnos. Por motivos de seguridad utilizábamos pelotas de tenis.

Gaby y yo… nuestra fuerza era interpretativa. Leer el bateador en turno era lo único importante. Un niño más grande se paraba con su bat frente a Gaby, y yo, con mi grueso y pesado guante con forma de abanico ―que me había comprado mi papá durante un viaje a Orlando―, me agachaba detrás de él. Calculaba las medidas de sus brazos —si eran cortos, le proponía a Gaby, con señas de dedo, que me lanzara una curva hacia afuera; si eran largos, una curva hacia adentro— y calculaba su altura —si era chaparro, le proponía a Gaby que me lanzara una curva hacia arriba; si era alto, una curva hacia abajo—. Entonces Gaby me indicaba “sí” y “no” con la cabeza y yo rápidamente iba construyendo con sus respuestas el exacto tipo de lanzamiento que buscábamos.

Los de segundo casi siempre nos echaban a los mismos bateadores: un chaparro y dos altos. Los ponchamos tanto que, para no perderlos como clientes, bromeábamos con regalarles llaveros en donde sus nombres estuvieran impresos. De los treinta juegos en ese año (1994), perdimos nueve y ganamos 21.

Cuando pasamos a segundo las cosas se nos complicaron mucho. En el salón 3A entró un niño nuevo de República Dominicana —zurdo— que, lunes tras lunes, nos comenzó a batear home–runs. El problema era que no tenía características físicas particulares: brazos normales; altura y complexión medias. La brutal fuerza de su swing era una abstracción que no sabíamos medir. ¿Ir derecha o izquierda, arriba o abajo; dar mucha curva o lanzar una recta perfecta? Llenos de dudas, nos aventurábamos hacia lo incierto. Y ahí, en la incertidumbre, perdíamos la confianza y ante nuestra incapacidad el dominicano se agigantaba. Gaby y yo también perdimos la estima de nuestro grado; lo podíamos leer en sus miradas hostiles y esquivas: Ya no sirven para nada.

“El dominicano siempre adelanta un segundo el swing”, me dijo Gaby tras meses de fracasos, “¿Por qué no le lanzo la pelota sin fuerza, casi de tamalera?” Y así fue como ―¡por fin!― logramos poncharlo. Adelantó el swing con tal violencia que no sólo abanicó la bola fácil y lenta, sino que se desgarró un músculo del brazo izquierdo por el inútil esfuerzo. Regresó dos meses después, pero las energías se habían volteado. Ahora la incertidumbre era suya. No estaba hecho para el juego de velocidades. Dejó de intentar anticipar, pero sin la anticipación sus batazos resultaban inofensivos, y cuando, desesperado, regresaba a la anticipación, Gaby ―que en la furia de sus ojos había leído su propensión al fracaso― le lanzaba una tamalera y la escuela entera estallaba en una carcajada ante su grotesca abanicada.

“Cuidado, no te vayas a lastimar otra vez tu bracito”, le gritó alguna vez Beto, un amigo mío, y el dominicano tiró elbatal piso y se le abalanzó con los puños cerrados. Don Jacinto nos llevó a los cuatro ―Beto, el dominicano, Gaby y yo― al “cuarto de los colores”, y ahí se nos prohibió volver a jugar béisbol.

Pero la leyenda de la niña que ponchaba a niños más grandes ya se había hecho eterna en toda la escuela.

8

Ensayo sobre mi infancia en las horas más altas de la noche. Jueves. Suena la “Misa Hércules” de Josquin des Prez. Los últimos coches de los oficinistas tardíos avanzan por Camino hacia Santa Teresa. Es como si flotaran. La luz de la luna ―pálida, lechosa― descubre extraños sueños de mar en la esencia de las cosas.

Ha muerto Leonard Cohen… Alguna vez escribió: “Cuando puedo meter toda la cara ahí/ haciendo lo posible por respirar/ mientras ella baja sus ávidos dedos para abrirse más/ y ayudarme a usar toda la boca contra su voracidad/ su hambre más privada…/ ¿Por qué iba yo a querer iluminarme?/ ¿Por qué iba yo a querer temblar en el altar de la iluminación?/ ¿Por qué iba yo a querer sonreír para siempre?”

Pero en estos terribles días mexicanos el amor no es suficiente. Hay demasiado odio; demasiadas mentiras; demasiados asesinatos. Y el dolor nos vacía hasta el éxtasis iluminador del orgasmo. Así de profundo, así de invencible y así de seco, en estos terribles días mexicanos, es el sufrimiento.

En estos terribles días mexicanos, el destino de cualquier grupo ―estudiantil, político, mediático, intelectual, artístico, antigubernamental, independiente, subterráneo― es crecer podrido. Las raíces están mortalmente enfermas por el engaño de las causas.

Agruparse se ha vuelto inútil. Contraproducente. Como en esa niebla tóxica que paralizó Londres en 1952: no hay que salir; nada más que veneno encontraremos afuera. Son los tiempos de la serpiente. Ya ―es bonito creerlo― soplará el viento, ya ―es tan bonito creerlo― se verá el sol de nuevo. Mañana… Mañana tal vez nuestros nietos puedan salir a jugar a salvo con otros niños…

Mientras tanto, en estos terribles días mexicanos, el destino de cualquier grupo ―estudiantil, político, mediático, intelectual, artístico, antigubernamental, independiente, subterráneo― es crecer podrido. Las raíces están mortalmente enfermas por el engaño de las causas. La falla de nuestro nacimiento nos rebasa: somos una generación trágica.

Nos queda la soledad ―el heroísmo de la soledad―; nos queda el encierro. Nos queda la infancia…

Yo la recuerdo con Dalila ―una perrita cruza de labrador y pastor alemán que abandonaron de un mes en un lote baldío en Rio Lerma― acurrucada entre mis piernas.

9

Don Jacinto no tenía un puesto fijo en la escuela. Barría el patio y daba recados. Era un hombre muy tímido. No se atrevía a hablar con los niños. Pero cumplía una misión sagrada: llevar de las solapas a los alumnos castigados al cuarto de los colores. Y yo, durante el trayecto, le hacía muchas preguntas: ¿Vive solo? ¿Está casado? ¿Tiene perros? ¿Qué tan vieja es la directora Noemí; es cierto que tiene 113 años? Y de él únicamente obtenía suaves ruidos extraños: Remntr, prokt, tirrr, mafafus.

El “cuarto de los colores” era una especie de capilla pagana cubierta de vitrales ―arriba y a los cuatro lados― con un altar al fondo y colchones en el piso para hincarse.

Los motivos de los vitrales eran desconcertantes: dos faunos gigantescos persiguiendo entre pinos, muy cerca de un lago, a siete ninfas sonrientes; un querubín de rubios rulos e inflamados carrillos en brazos de un demonio con cara de gato siamés; sor Juana Inés de la Cruz vestida de hombre ―traje negro, corbata roja y camisa blanca― discutiendo con Zeus ―descamisado; los músculos de su espalda desbordados…― ante dos caballitos de tequila en una mesa de cantina mexicana. El mural del techo mostraba el retrato del fundador de la escuela: Fernando R. Rodríguez: nariz recta y afilada, lentes de fondo de botella y expresión seria —una seriedad bobalicona—; mirada aburrida —de ñoño irredento—, cabello negro engominado y peinado hacia atrás; piel de un rosa pálido y labios delgados; un hombre que nunca nadie supo qué fue lo que hizo.

Don Jacinto no entraba al cuarto de los colores. Te dejaba en la puerta, la cerraba y desaparecía. Quedabas encerrado entre vitrales de asociaciones surrealistas que dentro del cuarto todo el tiempo jugaban a enfrentar, fusionar o colisionar sus colores. La sensación era la de un incesante movimiento cromático que no sé por qué siempre me hizo pensar en el espacio.

El altar consistía en un pequeño cuadro ―sobre una mesita de madera, apoyado en el vitral de sor Juana y Zeus― que mostraba la cara de una virgen decrépita, gris, de tristísima mirada, más semejante a una miserable que a una bendita. Una cara que parecía flotar entre nubes de colores. Al verla, el alma se te llenaba de miedo y siempre ―sin motivo aparente― terminabas hincado ante ella.

Entonces, cuando te postrabas, la virgen te hablaba con voz espectral y ubicua ―el sonido salía de todas partes: arriba, abajo y a los lados― que se rompía en silencios para luego continuar: “Hugo Roca Joglar… alumno de 3ª… ¿qué estás haciendo aquí?… Has sido malo; has sido malo y egoísta… engañaste a tu maestra… ¿Querías esconderte detrás del teatro e ignorar sus clases de geografía? ¿Ibas a tomar una siesta mientras tus padres te pagan la escuela? ¿Cómo puedes odiarlos así? ¡Estás aquí para arrepentirte! ¿Te arrepientes? ¡Habla fuerte! Sal de aquí, ve a tu salón y pídele perdón a la maestra. Sal de aquí y cuando regreses a tu casa dile a tu mamá lo que hiciste… Dile que te fugaste de una clase… Díselo tú y pídele perdón, dile que te arrepientes, porque si se lo digo yo… ¡Estás expulsado de esta escuela!”

Nunca supimos en dónde estaba escondida la directora Noemí. Sabíamos que era su voz ―su agria voz de malévola anciana pedagoga― regañándonos a través del cuadro de una virgen horrible, pero nunca logramos verla… nunca logramos descubrir su escondite ni el sistema de micrófonos y bocinas.

Y eso ―el misterio de la directora― era algo que cubría con una atmósfera inquietante toda la vida en la escuela. Los lunes a primera hora, a la derecha del escenario del teatro, la directora Noemí presidía la ceremonia de honores a la bandera con un velo negro cubriéndole la cara. Era una anciana permanentemente enlutada. Falda larga negra, suéter negro y listones negros adornando su cabello blanco. Y ese ligero contraste cromático era el único guiño coqueto ―y por lo tanto humano― de su apariencia. El resto de su cuerpo estaba lleno de abstracciones y señales en las que yo sólo podía leer muerte. Una vieja bruja sin cara de voz áspera y fragmentada, con los huesos de los dedos chuecos, las palmas de las manos llenas de lunares y círculos morados de venitas reventadas en el espacio debajo de sus ojos café claro que a veces se veían grises. Don Jacinto era ―por lo menos dentro de mí― una extensión de la directora Noemí: su parte visible; la proyección física de sus pensamientos guerreros; el guardia concreto de sus punitivas fantasías.

Don Jacinto murió el segundo martes de noviembre de 1996 en la entrada del cuarto de los colores a las 10:15 de la mañana cuando llevaba castigada a Gaby —le había dicho a una maestra “Usted está muy equivocada”—. Gaby lo vio desvanecerse. Me dijo que cayó en silencio y en el suelo no volvió a moverse… Tenía abiertos sus ojos negros. La directora Noemí llegó corriendo. Se llevó a Gaby y llamó a una ambulancia. Yo vi el cuerpo de don Jacinto sobre una camilla cubierto por una manta blanca… su cadáver.

Al siguiente día ―miércoles―, Conchita colgó un moño negro en la reja de entrada, al lado de su campana.

10

Hace tres años era tan dinámica e inspiradora la Condesa: colonia de jóvenes emprendedores ―graduados de universidades fresas― por excelencia.

Al principio la hicimos vibrar con ideas frescas: tiendas orgánicas, empresas colaborativas e intercambios comerciales basados en el trueque. ¡Y era tan divertido drogarse en la Condesa! La marihuana en nuestros días tenía la importancia del café en su frecuencia diaria.

Pero pudrimos la colonia rápidamente. Demasiado ruido. Demasiadas fiestas. Demasiados bares. Demasiados nuevos negocios. Demasiada droga… Las calles se saturaron de coches. Las banquetas se saturaron de ambulantes. Entonces me fui. Una huida cobarde que me enorgullece.

No extraño la Condesa. Nada querido dejé en ella. Únicamente amigos yonquis a los que ahora desprecio porque, aun sabiendo que gracias a ellos el barrio está controlado por el narcotráfico, siguen comprando marihuana, cocaína, anfetas y ácidos a dealers asociados con los narcos. Y eso ―que sigan siendo yonquis de la Condesa a pesar de que ser yonqui en la Condesa significa promover la extorsión y el asesinato de gente honesta— es una repulsiva y despreciable inconsciencia. Así se sienten, repulsivos y despreciables, los yonquis de la Condesa. Y así viven los yonquis de la Condesa: encerrados en sus departamentos, herméticos, cogiendo entre ellos, con las cortinas cerradas, en cuartos hediondos, escondidos y asustados, como si fueran ―sintiéndose― criminales.

Somos una generación solitaria. Seamos fieles a nuestra íntima tragedia. Asumamos esa destrucción solos, en silencio, rotos… Sólo así, entregándonos al vacío de estos terribles días mexicanos, podremos remontarlos.

11

Yo era un niño tartamudo. Mi paladar no tenía problemas, tampoco mi lengua. Era una cuestión de timidez y de ideas. Las ideas se agolpaban en mi cabeza raudas y libres. Ideas misteriosas; extrañísimas ideas. Cuando las quería expresar con palabras, podían ocurrir dos cosas: 1) La velocidad de mi sonido era incapaz de seguir el de mi pensamiento y entonces se tropezaba, y 2). Al comenzar a hablar me daba cuenta de que lo que estaba diciendo era una excentricidad y me arrepentía; intentaba cambiar el curso de mi exposición y durante el cambio me tropezaba.

Yo era un niño tartamudo. Mi paladar no tenía problemas, tampoco mi lengua. Era una cuestión de timidez y de ideas. Las ideas se agolpaban en mi cabeza raudas y libres. Ideas misteriosas; extrañísimas ideas.

Ante extraños, la constante en mi voz era el tropiezo del sonido. Gaby ―siempre― me salvaba del ridículo. Ella salvaba el tropiezo de mi sonido antes de que fuera evidente que se había caído. Decía algo encima, como si nuestro diálogo fuera a dos voces, y siempre lo que decía resultaba coherente y atractivo. Gracias a ella mi tartamudez, aunque evidente, nunca me costó humillaciones.

Cuando no tenía a Gaby cubría mi tartamudez chupándome el dedo. Fui un niño de ocho y nueve años que se chupaba el dedo. Era la única forma en que podía mantener la boca cerrada. El dedo gordo de mi mano izquierda tenía la misión de mantener mi cojo sonido dentro, de no dejar que saliera.

Un médico roció veneno en mi dedo y luego puso fierros en mi paladar. Nada. La única manera en que dejé de tartamudear fue cuando Gaby, a los diez años, en cuarto de primaria, se cambió de escuela.

12

Ensayo sobre mi infancia en las horas más lentas de la tarde. Domingo. Es temprano. La niebla avanza como un gigantesco fantasma sobre el Bosque de Tlalpan. Niebla fría; nívea niebla. Niebla traslúcida a tramos, a tramos espesa. Dalila, ante la niebla, ataca seres monstruosos con cuerpos de humo; ante la niebla, Dalila sigue el rastro de un cielo que flota bajo los árboles cubierto de aromas florales.

Al parecer, es cuestión de horas la detención de Javier Duarte. Imposible no ser brutal y sádico. Imposible no desear que lo torturen. Deberían cortarle un dedo, arrancarle la lengua, vaciarle los ojos y meterle un palo de escoba por el ano y sacárselo por la boca… y dejar su cuerpo ahí, empalado, hasta que se desangre. En estos terribles días mexicanos, ¿es virtuoso sentir piedad por el diablo? Javier Duarte… desear su sufrimiento o perdonarlo: ¿qué sería más humano en estos terribles días mexicanos?

Suena el Réquiem de Eduard Tubin. Para que la envidia, el odio y la venganza no se apoderen de mi alma me aferro a mi infancia como si fuera un crucifijo.

13

Puedo evocar en mi cabeza cada sección, cada detalle, de la escuela de mi infancia.

Había un teatro al aire libre al final del patio con escenario de cemento y dos rústicas construcciones a cada lado que fungían como brazos para esconder del público a los actores y guardar la escenografía y el vestuario. Atrás del escenario se abría un pequeño espacio antes de la barda; si alguien quería faltar a clases ése era el único lugar para esconderse, lo cual representaba una hazaña: durante 45 minutos debías permanecer inmóvil y en silencio, acostado entre piedras y ramas.

Ahí me citó Gaby el último día de clases del verano de 1997 para decirme que su mamá ―escandalizada por la descripción que Gaby le hizo de lo que ocurría en el cuarto de los colores― había decidido cambiarla de escuela. Teníamos once años. Yo no dije nada. Gaby me dio un beso en la nariz como despedida.

Esa noche, en mi cama, le escribí una carta: “¿Te acuerdas de ser animalitos silvestres?, ¿pelear en el suelo y mordernos el cuello, la nariz, los cachetes y los dedos? ¿Recuerdas a miss Teresa escandalizada? ¿Recuerdas lo fea que era esa mujer: sus dientes chuecos y su sonrisa más falsa que una moneda de tres pesos? ¿Recuerdas cómo lloramos cuando nos condenaron a pasar los recreos solos, en extremos opuestos del patio? Teníamos cuatro años y ¡cómo nos extrañamos!”

Al despertar al día siguiente se había convertido en rencor mi tristeza. Me sentí traicionado: Gaby me abandonaba… Juré que nunca la perdonaría y destruí en el fuego la carta.

Diecinueve años después, en estos terribles días mexicanos, me gustaría tanto poder dársela. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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