Termina la Feria Internacional del Libro, una más, acá en la entrañable y desaliñada Guadalajara. Algo muy semejante a la nostalgia nos invade en las últimas horas que pasamos ahí.
Adriana Malvido, periodista cultural, recibe el Homenaje nacional de Periodismo cultural Fernando Benítez y dice en su discurso de recepción, a unas pocas horas de que se clausure la gran fiesta:
La verdad es que sí quiero más. Quiero que dejen de matar a periodistas en este país, que se reconozca su derecho a vivir dignamente con mejores condiciones de trabajo, que el freelanceo deje de ser sinónimo de semiesclavitud, que los viajes por el mundo dejen de considerarse un lujo para que sean un bien necesario que nos saque del ensimismamiento.
Que la escuche el presidente, carajo, el principal instigador del odio contra los periodistas de este país.
Así es. Termina la Feria Internacional del Libro, una más, acá en la entrañable y desaliñada Guadalajara. Algo muy semejante a la nostalgia nos invade en las últimas horas que pasamos ahí. Nos invade, pues lo mismo me dicen queridos amigos a los que veo, aquí, una vez al año, e incluso los que no pude ver ahora. No es muy cómodo que coincidan en la misma semana la feria libresca más grande de las Américas y el fin de cursos en el ITESO —con exámenes finales y apresurada entrega de calificaciones, y además la estupenda charla de Adrián Curiel Rivera en mi Taller de escritura creativa a propósito de la reedición, en Ficticia, de Unos niños inundaron la casa.
Más allá de cacicazgos universitarios, protagonismos políticos y los mismos viejos discursos de siempre, de celebridades y charlatanes —que de todo hay—, esta Feria vive gracias al pulso vital de miles de asistentes —no sé si los 842 mil que reporta Raúl Padilla— que pululan entre libros y se toman selfies y ríen, y sí, compran libros. Vi ejemplares a 10 pesos, a 20 y 25, a 100 —y algunos más caros que en las librerías. Vi ofertas imperdibles y anémicos libros españoles que no bajan de 500 pesos. “Robar libros no es un juego, es un delito”, se lee en etiquetas pegadas en los muros. El sábado me prometí no comprar más libros, después de haber adquirido unos diez en los últimos días, pero no pude evitar comprar hoy la Guía para viajeros inocentes, de Mark Twain, a 70 pesos.
Me emociona y me exalta la FIL. Me gusta ver a los viejos y a las familias, a los niños, a los ruidosos adolescentes y a los jóvenes enamorados recorrer los interminables pasillos y amontonarse en los stands que ofrecen no solamente libros de muy diversas temáticas, también discos, calendarios, rompecabezas, juguetes, carteles, gráfica, souvenirs, joyas. En la enorme sección de niños éstos se vuelven literalmente locos entre duendes, hadas, magos y animales parlanchines y ediciones cada vez más asombrosas por su versatilidad. En el foro de la Expo cada noche hubo conciertos con grupos de la India, el país invitado este año.
Los encuentros con paisanos y fuereños se suceden a cada paso: escritores, periodistas y lectores de Mérida, de Tampico, de Tijuana, de Querétaro… Decenas de libros se presentan simultáneamente en treinta o más foros, desde los salones para mil jóvenes con el famoso del momento hasta los minúsculos foros donde apenas hay tres o cuatro personas escuchando a una escritora de Tamaulipas o a un especialista en esoterismo de San Luis Potosí. En un salón Roger Bartra presenta su libro Chamanes y robots y en el salón contiguo uno de los mayores charlatanes de este país, Alfredo Jalife, intoxica con su retórica repugnante a decenas de incautos.
En el colorido y exuberante stand de Artes de México converso brevemente con Margarita de Orellana y Alberto Ruy Sánchez: Educal solamente pagará el 80% por ciento de la deuda a libreros y editores; la 4T es una regresión penosa y lamentable. Hice un recuento de las tropelías en el ámbito de la cultura, les digo, que publiqué en Paso Libre.
Una chica denuncia a un tipo que le tomó fotografías sin su consentimiento y los guardias le piden el celular al acosador: borran las fotografías y lo reprenden —era un profesor de la Universidad de Guadalajara. Decenas de chicas tapatías ensayan afuera y adentro el poderoso y rítmico himno “Un violador en tu camino” entre aplausos y vivas, mientras una deslucida defensa de la familia católica y tradicional, con todo y mariachi femenil, es desairada en la explanada. Me entero de que las chicas quemaron libros ahí mismo. Ay.
Si la FIL es un Wal–Mart de los libros, como dice mi amigo J.M. Servín, es un supermercado populoso y con una oferta extraordinaria para todos los gustos y bolsillos, con arlequines y saltimbanquis y sorpresas al doblar la esquina, una Babel inmensa en la que se respira por unos días un aire de camaradería.
No puedo negar que disfruto enormemente cuando mis amigos me invitan a presentar sus libros. Fue el caso en esta ocasión de los libros de Carmina Narro, Luz María Sánchez, Kyra Galván y Rodolfo Ramírez. Enseguida van las palabras que dije en cada una de esas presentaciones.
El teatro reunido de Carmina Narro
En la fascinante librería La Elegante Vagancia, de Carlos Ranc, presentamos Paula Markovitz, Rodrigo Johnson y yo Sin ganas de matar y Después de la ira (Ediciones el Milagro, 2019), de Carmina Narro, dos sobrias ediciones muy bien cuidadas en estos tiempos de hipermonetizada desfachatez editorial, sin casi ya correctores ni editores. El díptico de Francis Bacon en las dos portadas es una solución muy afortunada.
No recuerdo exactamente cuándo conocí a Carmina Narro, pero sí que fue en el entorno de amigos y enemigos comunes que tenemos desde hace unos treinta años, o más.
Voy un poco más atrás en el tiempo.
Mediados de los ochenta. Agustín Martínez Castro, fotógrafo, y su pareja de entonces, el pintor Gonzalo Ceja y sus amigos comunes, Enrique Hernández y Enrique Luna, ensamblajistas y escenógrafos, eran parte de una comunidad de artistas en la que el gurú era un hombre renacentista que respondía al nombre de Juan José Gurrola y había sido un niño terrible, compa y cómplice de José Luis Cuevas, Carlos Monsiváis, Raúl Falcó y Arnaldo Coen, entre otros distinguidos protagonistas de la cultura pop y a go–gó de los años sesenta —dicho sea esto sin la menor intención de frivolizar, pues en aquellos años se gestó lo que conocemos como la Ruptura en la plástica, la literatura de la Onda y el grupo del Nuevo Cine.
Gurrola pasó de genial enfant terrible a terrible ogro con destellos geniales. Si no han visto a Gurrola sobre la proa de una trajinera en Xochimilco declamando a Hamlet con acento británico del siglo XVII no han visto nada todavía.
Aquel grupo de creadores hedonistas conspiraban en deslumbrantes departamentos del Payton Place —entre Mazatlán y Pachuca— y de la calle Sonora, frente al parque México, en la ya perdida colonia Condesa.
Bueno, pues Gurrola fue uno de los grandes maestros de Carmina, y director de al menos una de sus sobras. ¿Cuál… Recuerdos para Mariana, Químicos para el amor, Credencial de escritor, ninguna de éstas?
Fue en algún momento de los años noventa cuando aparece Carmina Narro en escena. Quizá en el bistró La Gloria, uno de los primeros que se instalaron en la Condesa, después de la Fonda Garufa, ¿o fue en La Garufa? Ahí, en una de esas dos fondas pioneras, o en las dos, Carmina tenía un papel de mesera durante una temporada, o varias, no sé si de meses o de años.
Aquellos amigos de Payton Place y del departamento de Sonora fueron diezmados uno a uno por el sida, la nueva peste mundial, y eran reemplazados por una nueva camada de escritores, periodistas, músicos y artistas de toda laya.
Guillermo Fadanelli convocaba a reuniones tumultuosas en su casa de la calle San Jerónimo, en el centro de la ciudad, amenizadas por los gritos destemplados de las Ultrasónicas. Ahí estaba Carmina. Recuerdo que ahí una vez me preguntó: ¿Tú no sabes nada de teatro, verdad?
Me fui a un rincón a llorar, con una cerveza, mientras pensaba en la extraordinaria entrevista que le hicimos a Gurrola para La Regla Rota, la revista que publicamos en los ochenta, y en Hugo Argüelles, a quien mi padre le publicó su obra Valerio Rostro, traficante en sombras, cuyas galeras corregí en los años setenta. Revisé también para Grijalbo una compilación de las obras de Emilio Carballido…
Fueron decenas de veces las que nos vimos ahí y en centros culturales emblemáticos como la cantina El Centenario, el bar yucateco Xel–Ha, el restaurante alemán Sep’s y otros lugares impensables a los que habría que rendir homenaje, con todo y meseros.
La historia de Carmina Narro y de sus maestros y amigos podría ser también el argumento de una obra de teatro, pues es el complejo y caprichoso paisaje humano el que nutre sus tramas, y vaya si tenemos amigos temperamentales.
Mochitense o mochiteca, paisana de Laura Harring, de Pablo Beltrán Ruiz, de Roberto Jordán (“Dame una señal chiquita, oh, mi cielo”), Carmina emigró a la Ciudad de México, donde estudió teatro con Héctor Mendoza y Raúl Quintanilla en el Núcleo de Estudios Teatrales, el NET, además de estudios de dramaturgia, análisis teatral y dirección con Hugo Argüelles, Vicente Leñero y, claro, Juan José Gurrola.
Al comenzar los noventa Carmina montó sus primeras obras teatrales —su primera obra, Recuerdos de bruces (1992), ganó el Premio Salvador Novo como Revelación en Dramaturgia por la Unión de Cronistas y Críticos Teatrales—, al que siguieron otros galardones, y publicó sus primeros cuentos, algunos de ellos en las páginas del célebre suplemento Sábado, que dirigía nuestro querido Huberto Batis, y Fadanelli incluyó uno de sus relatos en Latex azul cielo (1996), una especie de antología de nuevos valores Bacardí. Aunque confiesa Carmina en una entrevista que desde niña empezó a leer y a escribir cuentos y hasta una obra de teatro que le encargó su maestro de secundaria.
El guión de las telenovelas El amor de mi vida es de ella, por supuesto, y también el de El señor de los cielos, entre otras muy exitosas, para que vean que también escribe para las masas.
Pero Carmina no es una de las flores más bellas del ejido, pues también su talento ha sido reconocido en otras latitudes. En el 2002 fue beneficiaria del Programa de Intercambio de Residencias Artísticas México–Nueva York y luego en 2005 fue invitada por la New School University de Nueva York para escribir y dirigir la ópera Loveless Scenes, con música de Jorge Sosa, y como primera parte de esta obra dirige la pieza Round de sombras, con actores del Actors Studio y el Repertorio Español. Si esto no bastara, también fue becaria del taller de dramaturgia Royal Court Theatre, de Londres.
Y, vaya, también ha traducido y adaptado otras obras, como Recordando con ira, de John Osborne, o El misántropo o el violento enamorado, de Molière, una lectura que, dice, fue definitiva porque con ella se dio cuenta de que no era la única eterna adolescente.
En estos dos libros los personajes desbordan ingenio y amargura, son secos y jocosos, patéticos y heroicos. Seres humanos, ni más ni menos. En Aplausos para Mariana dice la actriz: “¿Por qué tiene que haber negro para que reconozca el blanco? ¿Por qué todo está condicionado a la dualidad? Los médicos existen sólo porque hay enfermos, qué pinche tener que depender de que alguien se enferme para ser médico. ¿Por qué tiene que haber público para que yo pueda ser actriz?
El sonido del siglo XX
Una de las primeras obras artístico–musicales que conocí en las que se utilizó el ruido fue la de un joven Manuel Rocha Iturbide en el antiguo y abandonado cine Ideal, en el barrio de San Ángel, al sur de la Ciudad de México, a mediados de los años ochenta. Se trataba de un chelista y de un refrigerador. Al sonido grave y aterciopelado del chelo lo acompañaba el insistente ronroneo del electrodoméstico, debidamente amplificado. La obra era fascinante, evocativa. A mí me trasladó a los días de infancia y el viejo refrigerador blanco y rechoncho de los sesenta, marca Frigidaire, que tantos años sirvió en un rincón de la cocina de mi casa.
Otra obra que recuerdo es un video de Rubén Ortiz Torres con rostros distorsionados de mujeres que gritaban angustiosamente durante largos minutos; el monitor se encontraba en un cuarto oscuro montado en el ancho espacio de la ya desaparecida galería del Auditorio Nacional. También en esa década, los ochenta, artistas como los del Sindicato del Terror —dirigido por Roberto Escobar—, Vicente Rojo Cama, Carlos Jaurena y algunos más echaban mano de ruidos y sonidos como parte integral de su trabajo performancístico.
Más cerca, ya en este siglo, conocí varias instalaciones sonoras de la propia Luz María y más tarde el “Concierto para imprentas” de Ana Paula Santana, que colocó micrófonos y bocinas a enormes impresoras Heidelberg, que son una fábrica de numerosos e hipnóticos sonidos rítmicos.
En este libro de Luz María Sánchez Cardona, Sonar. Navegación/Localización del sonido en las prácticas artísticas del siglo XX (UAM), se narra y se piensa en torno al sonido y su utilización por una pléyade de artistas —visuales, escritores, músicos— desde los finales del siglo XIX y hasta la década de los setenta del pasado siglo XX —ya en investigaciones previas Luz María nos ha contado de los trabajos audiovisuales de Samuel Beckett.
Se comienza con el fonógrafo, el asombroso invento de Edison por medio del cual las personas pueden escuchar y escucharse, escuchar las cosas, los sonidos del mundo. Sigue el teléfono, aparato con el que se acrecienta la palabra tecnológica.
Marinetti y los futuristas avizoran ya las consecuencias de estas nuevas tecnologías:
Aquellos que hoy en día usan el teléfono, el telégrafo, el fonógrafo, el tren, la bicicleta o el automóvil, el trasatlántico, el dirigible o el avión, el cine o un gran periódico (la síntesis de un día en el mundo entero), no tienen idea de que estas formas de comunicación, transporte e información ejercen una influencia decisiva en sus mentes.
En el Manifiesto futurista se festejan los ruidos de la modernidad por encima del silencio de la naturaleza. Llegan a burlarse incluso de la música de orquesta… ¿Qué pueden hacer 25 violinistas frente al estruendo de las máquinas?, se preguntaban con sorna.
Acá en México los estridentistas en los años veinte festejaban también la velocidad y el rugido de los motores y las máquinas: “Un automóvil en carretera es más bello que la Victoria de Samotracia”, decía un poema de Maples Arce.
Los primeros años del siglo XX eran un mundo completamente nuevo, pues aunque muchos de los inventos y descubrimientos venían del siglo anterior, fue en éste cuando empezaron a desarrollar su potencial: la electricidad, la telefonía, la telegrafía, la fotografía, la fonografía y la radiodifusión. Se trataba de un nuevo mundo fascinante, sobre todo para las artes, que descubrían una gama infinita de posibilidades creativas.
Por ejemplo, en When the Sleeper Wakes, una obra de 1899 en la que H. G. Wells —el mismo de Un viaje a la luna— predice de manera profética, y años antes de que se desarrollara la radiodifusión, unas “máquinas parloteantes que charlotean noticias y propaganda sin cesar dentro de las casas de la gente”.
En 1897 aparece Drácula, de Bram Stoker, en la que el doctor Seward utiliza un fonógrafo como aparato “para archivar sus observaciones psiquiátricas”. Y ya en 1892 en La Machine à parler, de Marcel Schwob, una máquina emite palabras y frases a través de una monstruosa “boca mecánica”, que es operada por medio de un teclado.
El poeta Guillaume Apollinaire, en Le roi lune, un texto de 1916, habla de un viajero que busca resguardo y, al acercarse a una montaña, entra a unos pasajes subterráneos “donde escucha sonidos provenientes de un espacio remoto. Encuentra ahí a un hombre al que reconoce como el rey Ludwig II de Baviera, del que se pensaba que se había ahogado, sentado frente a un extraño instrumento de teclado. Cuando se presiona una tecla se escuchaba Japón al amanecer”, y así, con distintas teclas, distintos sonidos de otros países.
Durante la segunda Guerra Mundial los sonidos del arte se apagan para dejar paso a los sonidos de la guerra, festejados por las potencias del eje como preludio de un mundo nuevo. En los tiempos posteriores las máquinas para captar imágenes fijas y en movimiento, y sonido, ya se han popularizado.
Varése presenta en 1958 su “Poema Electrónico” en una transmisión a través de 400 bocinas… aunque él había imaginado una obra que se transmitiera simultáneamente por radio en todo el mundo.
Todo esto —y lo que aún falta por comentar— fue posible gracias a la captura del sonido, a su grabación y reproducción por medio de mecanismos eléctricos y electrónicos.
Anatomía de la escritura
Cuando conocí a Kyra Galván a comienzos de los años setenta, en la preparatoria 6, de Coyoacán, nunca me imaginé que esa chica con gafas de intelectual y facha de existencialista llegaría a ser una reconocida poeta y escritora, con poemas avasalladores como “Contradicciones ideológicas al lavar un plato”:
La otra parte es el misterio que nunca desnudaremos.
Nunca podré saber —y lo quisiera—
qué se siente estar enfundada en un cuerpo masculino
y ellos no sabrán lo que es olerse a mujer
tener cólicos y jaquecas
y todas esas prendas que solemos usar
o “Diez B”:
Día tras día
Entre nueve y media y diez en la oficina
Esos licenciados que llegan coqueteando
Gallos de pelea
Jóvenes y con buen futuro bajo sus sacos a cuadros
Se me quedan mirando cuando paso.
Entonces yo segura de traer algo raro
Me reviso la bragueta, los botones de la blusa.
Todo en orden. Sólo se atreverían a pensar
Qué buenas nalgas.
Aunque debía haberlo supuesto, eso de que sería una gran poeta, pues me dio algunas pistas: una vez me mostró una revista que se llamaba Zarazo 0: Objeto gráfico palpable de pretensiones combustibles —de la que se publicó sólo un número en 1974— y conocía a los Infrarrealistas, que querían “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial” y, bueno, algunas travesuras hicieron. Entre ellos se encontraban el hoy célebre Roberto Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro, además de José Vicente Anaya y otros poetas que no escapaban al arcaico y arraigado machismo latinoamericano —como podrán corroborarlo la propia Kyra y la pintora Mara Larrosa —compañera también de la prepa 6—, entre otras de las pocas mujeres del grupo.
Artífice del lenguaje, Kyra Galván ensaya ahora otro registro en su labor poética e indaga en los orígenes y sentidos de la escritura, la historia fascinante de cómo nacieron las palabras contada con las palabras de un largo poema, incluso antes de que los primeros hombres y mujeres las intuyeran: “¿Palabras? No, aún no./ Flotan en el líquido amniótico/ de una memoria por venir”. Miles de años después “Cruzaron vastas extensiones de tierra y nos pervirtieron”.
Anatomía de la escritura (UAM–X, 2019) va de la “complejidad abstracta e intelectual de los jeroglíficos egipcios, los ideogramas chinos y las runas vikingas, hasta llegar al cursor palpitante de las computadoras”, y de ahí hasta alcanzar los más lejanos confines del espacio.
Una asombrosa historia que sigue siendo un misterio para los antropólogos y que la poesía intuye con igual sabiduría. Los primeros humanos se reúnen en torno al fuego mágico y esculpen los primeros vocablos, los primeros fonemas que se dispersarán por el mundo.
Mientras, tibia, materna
en el regazo del barro
hundida en lo recóndito
la semilla del signo
madura rabiosa
bajo la arcilla memoriosa.
La ciencia precisa de la poesía cuenta de manera espléndida aquellos tiempos prehistóricos:
Y a la melodía apabullante de la libertad
de un planeta que aún no ha dado a luz
ni a filósofos, ni a teólogos
o a apestosos fanáticos
se une la de un mundo sin signos, sin letras
sin símbolos.
Miles de centurias más hubieron de pasar para que aquellas voces y signos que “hibernan en el basalto de las cuevas/ del cráneo cóncavo y circunnavegante/ del homo sapiens”, de aquellas vagas abstracciones, saltaran a la tierra, a las tabletas de barro, a los papiros. “Cuentan el ganado,/ los odres de vino,/ las ánforas de aceite”.
Líneas, puntos, curvas, trazos caprichosos, “Así supimos cuántos periodos/ antes del primer beso/ cuántas semanas en el vientre antes de nacer”. La palabra escrita da fe del nacimiento de la civilización y también de la barbarie. Sirven al hechicero y al jefe de la tribu, al rey y al contador, pero también al paria, al músico y al poeta. “Ojo por ojo y diente por diente”, dice la primera ley.
Fórmulas, mágicas, remedios para enfermedades, canciones de amor, contratos de comprar–venta, sueños y deudas comerciales, la genealogía de faraones y profetas, el movimiento de los astros a través del firmamento y el nombre de todas las constelaciones. Todo se escribía para que no se olvidara, para que llegara a nosotros. “Y si no fuera por los corazones sedientos de amor/ y por la poesía que sobre ellos se escribe/, nada sería,/ nada”, escribe Kyra.
Huang–Che inventó la escritura
pero no se enorgulleció.
¿Qué hizo?
Lloró amargamente la noche de su invento. Sospechó, y con razón, las tribulaciones que traería consigo. Y el viento de la hora más oscura se lo confirmó en un sollozo.
En el Medio Oriente los fenicios surcan el Mediterráneo con su flamante alfabeto:
Simbólicas, representan sonidos, murmullos, ecos de futuras coplas de ultramar. Canciones épicas de nostalgia y de periplos arriesgados. Huestes del mismo ejército prueban un código escueto: Alph por buey. Beth por casa.
En tanto, sus vecinos hebreos
deletrean por primera vez
los nombres sagrados de Yahvé y Elohim.
De derecha a izquierda alineadas
una a una, con pulcritud esmerada
las divinas escrituras
se vierten como acero derretido
dentro de cuadrados perfectos.
Entre los árabes,
Y a pesar de la belleza
las oraciones se vuelven cánones.
Los libros con la palabra de Dios
fundan escuelas, sectas, fanáticos.
La espada se blande por la religión.
Sí, los griegos, dice Kyra,
Se robaron las consonantes.
Se las raptaron a lomo de toro bravo
como Zeus lo hizo con Europa.
Teniéndolas bajo su influjo
las violaron, les agregaron vocales,
las mezclaron con sangre aquea
y escribieron todo lo que debía escribirse. “Qué decir,/ cuando Homero/ ya lo dijo todo”.
La lengua, las rectas inscripciones en capital cuadrada, el derecho, los monumentos y las guerras, el pan y el circo son el legado de nuestros ancestros latinos.
El latín vulgar resultó la mejor herencia del soldado de a pie. Las lenguas romances echaron raíces en nuestros queridos abuelos. Aplaudan romanos a los romanos.
En este libro la escritura se mira a sí misma.
Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el pulque pero no sabía a quién preguntarle
En La querella por el pulque, de Rodolfo Ramírez Rodríguez, se narra la historia y el devenir de esta bebida milenaria.
El pulque, o neutle —aguamiel en náhuatl—, remonta sus orígenes a los tiempos prehispánicos. Era una bebida alcohólica sagrada que se obtenía de la fermentación del aguamiel, la savia del maguey de las variedades salmiana o atrovirens. Estos magueyes crecían de forma natural en el campo y en el monte, por lo que fue un alimento importante para las tribus indias de Mesoamérica, aunque su cultivo se industrializó en etapas posteriores. Una sola planta de maguey puede producir entre 270 y 420 litros de aguamiel durante unos tres meses. Una tina de aguamiel de 500 a 800 litros se tarda aproximadamente 36 horas para transformarse en pulque, aunque los procesos modernos utilizan equipos especiales para la fermentación —como el uso de levaduras—, y su producción actual es muy limitada. El líquido nunca deja de fermentarse, por lo que debe consumirse antes de que se pase, pues el sabor puede ser desagradable.
Durante la Colonia y el siglo XIX el consumo de pulque era algo habitual entre todas las clases sociales, pero por diferentes razones, desde finales de la Revolución y hasta la década de los treinta las autoridades y muchas veces los empresarios emprendieron una lucha contra su consumo. Por antihigiénico, porque embrutecía a la gente —sobre todo a los pobres— y porque tenía un gusto fuerte y vulgar. Así, el pulque era consumido cada vez más por sectores populares y rurales, mientras las bebidas destiladas ganaban terreno, lo mismo que la cerveza.
Entre los mexicas el pulque era una bebida sagrada, considerada un regalo de los dioses, y sólo podían beberla los hombres mayores de cincuenta y dos años y dentro de sus casas, nunca en público —los jóvenes lo tenían prohibido y los castigos eran muy duros para los transgresores. Los mexicas sabían que para obtener este sagrado alimento se debía sacrificar la vida del maguey, por lo que el aguamiel se relacionaba con otros líquidos sagrados como la sangre, el semen, la leche materna y el agua.
“El pulque”, escribió Hernán Cortés al rey Carlos I el 15 de octubre de 1524, “es un vino que ellos beben”.
La querella por el pulque (Colegio de Michoacán, 2019) es un largo recorrido por la historia de la industria pulquera, que pasó de una época de verdadero esplendor, a finales del siglo XIX y la primera década del siglo XX, a un lamentable ocaso hacia 1930, debido a las guerras de la Revolución y al comienzo del reparto agrario en el altiplano central, nos dice el autor. También hubo otros factores que afectaron la producción y la comercialización, como la estigmatización del consumo del pulque, el cambio en los hábitos de consumo, las restricciones higiénicas del producto y sobre todo las cargas fiscales a los procesos de elaboración, venta y distribución de la bebida, además, como ya vimos, de la popularización de la cerveza.
Una parte sustantiva de La querella por el pulque se dedica al análisis de cómo las industrias cervecera y refresquera, que comenzaron su masificación en el país precisamente entre 1920 y 1930, utilizó a la prensa y a los carteles publicitarios para denostar al pulque y a los bebedores de esta bebida prehispánica que, pese a todos los embates, sobrevive en pequeños espacios rurales y citadinos de la región en la que antes era la reina.
En la Ciudad de México se dice que actualmente hay menos de cincuenta pulquerías tradicionales, aunque hubo una época —entre finales del siglo XIX y comienzos del XX— cuando el número de aquellas tabernas pasaba del millar, y a la capital entraban diariamente decenas y hasta centenas de furgones de carga, cada uno de ellos con 18 o 20 barriles que, por unidad, contenían 250 litros de aquella bebida.
Me gustaría saber, y ya Rodolfo nos dirá, en qué momento el pulque añadió frutas y otros productos como mango, manzana, nuez, fresa, tuna, apio, pistache y otros para hacer los sabrosos curados. En algunos lugares del país, como la Ciudad de México y Guadalajara, hay intentos por recuperar la tradición pulquera y se han abierto algunas pulquerías, la mayoría para consumidores jóvenes. Me acuerdo también del pulque enlatado, de la marca Magueyín… ¿qué pasó con esos intentos de comercializarla y distribuirla en supermercados y fuera de las fronteras del país?
Había en la Ciudad de México una pulquería muy famosa que se llamó El Gran Tinacal, en las calles de Peña y Peña y Manuel Doblado, en el centro, de la que Israel Korenbrot hizo un extraordinario ensayo fotográfico.
Recuerdo la pulquería La Pirata, en la colonia Escandón, La célebre Hija de los Apaches, en la colonia Doctores (fotos de Marco Antonio Cruz), El Templo de Diana, en Xochimilco, la Tlaxcalteca, allá por Peralvillo, La Paloma Azul, en Portales, Nomás no llores, en Tepepan, Los Insurgentes, así se llama, en la avenida Insurgentes, donde se organizan actividades culturales… Acá en Guadalajara está la Última Lucha, en la calle de Escorza, además de La Chikirruki, la Mexica, Doña Lal y unas pocas más.
* * *
¿Cómo no sentir nostalgia cuando se ha convivido con amigos entrañables? Lo bueno es que, como dice Giuseppe Garibaldi, “Deberíamos reencontrarnos para marchar juntos a nuevos éxitos”. Así sea. ®