Tardes y noches de música en París, apuntes en una libreta, canciones grabadas y un concierto escuchado desde una colina.
En la sala de espera del aeropuerto Benito Juárez aparezco en un juego de miradas: un par de gemelas quinceañeras posan. La madre, detrás de la cámara, encuadra el inicio del viaje. En la fotografía una de las gemelas mira a su padre el cual intenta comprender el funcionamiento de su cámara de video. Un poco más lejos una mujer joven, a leguas francesa, mira con incredulidad la escena. Yo la veo a ella y en el momento que me descubre termina el juego.
Mientras tanto mi maleta viaja en una banda transportadora con los encargos ya documentados: dos kilos de tortillas, veinte cajetillas de Camel enteros, una carpeta con documentos, un frasco de flores de Bach y un exprimidor de limones —no hay exprimidores en Europa.
Avión. Palabra que, gráficamente, tiene alas. La similitud entre mar y cielo llega a ser innegable cuando se sobrevuelan ambos.
Abro la ventana para ver la última línea de luz. Volamos alto, mucho más arriba que las últimas nubes de borrego. A lo lejos se dibuja una estrella. Casi todos duermen en el avión. En los televisores pasan instrucciones de reiki y relajamiento, creo que soy la única que sigue los pasos, volteo hacia atrás y sólo veo cabezas caídas que usan antifaz.
A estas horas de la mañana la luz entra filtrada y el espacio parece un invernadero, huele a madera y hay un extraño silencio, como si ese lugar no estuviera dentro de la ciudad. Marcel es amante de las fusiones y toca el acordeón.
Aéroport Charles de Gaulle. Fila india de banderas para comprar un boleto de metro hacia París. Soy enana entre ellos, en verdad: enana. Me siento picaflor que va de las piernas tatuadas de una bellísima inglesa a los ojos de un afroamericano de cutis perfecto. Por fin consigo un boleto. En la puerta del metro hay un hombre que grita Paris (con acento en la a), cuando entro al vagón me mira y dice en español:
—¿De dónde sos?
—De México.
—¡Oh! ¡Méjico! ¡Mirá! Yo viví en Buenos Aires mucho tiempo.
—¿Ah sí? Yo también pero sólo por un semestre.
—Yo estuve diez años.
—Qué bien. Oye, me voy a sentar que me duele la espalda de cargar mi mochila.
—Bienvenida a Paris —dice el hombre cuando ya me he volteado.
Me estoy quedando en La Courneuve, un barrio al norte de París en donde viven mayoritariamente inmigrantes: africanos, paquistaníes, hindúes y demás nacionalidades que todavía no logro descifrar. Aquí también vive Marcel, amigo franco-mexicano que aceptó recibirme por unos días en su departamento, el cual es realmente un estudio que está dentro del taller de carpintería de Herman, un amigo de él que vive en la parte de arriba. A estas horas de la mañana la luz entra filtrada y el espacio parece un invernadero, huele a madera y hay un extraño silencio, como si ese lugar no estuviera dentro de la ciudad. Marcel es amante de las fusiones y toca el acordeón
Fuimos en el auto de Herman al concierto de Toots and The Maytals.
Cuando me dijeron que los veríamos desde muy buenos lugares y que además sería gratis pensé que había alguien que guardaba VIPS para nosotros. Pero cuando llegamos y subimos por una empinada vereda a un montículo de tierra en donde pasaba la vía del tren me reproché tan tapatío pensamiento. Desde esa locación se veía el periférico, el atardecer, el escenario del Glazart y los artistas aproximadamente del tamaño de un palillo. Frederick Hibbert traía un traje de satín azul y comenzó el show dando saltos por todo el escenario. Después le pesaron los años y bajó el ritmo, pero siempre estuvo con el público, la voz nunca decayó y los Maytals ofrecieron un excelente concierto. Yo estuve fascinada con la escena, personas que bailaban a contraluz sobre las vías del tren, hice una grabación donde camino en la pedrería de las vías durante el concierto (nótese la lejanía al escenario).
También escribí esto en mi libreta:
A esos dos amantes parece que se les quema el cabello en el remate de sus cabezas, también arde el sintético de la chamarra que lleva la mujer. Estamos sentados sobre la vía del tren y yo marco el ritmo con el pie mientras escribo. Más allá, viendo al poniente, cuarenta o cincuenta siluetas a contraluz bailan sosteniendo botellas verdes por donde el sol se transluce produciendo flares. Pareciera que el ocaso tomó el mismo carril que nosotros, o más bien, parece que nosotros nos alineamos con el sol esta tarde. ®
Elizabeth
ay porfavor! que lindo articulo… creo que me enamoré de Marcel al oir el audio que subiste!