Éste es el sector a donde nunca vendrán los turistas. En cada esquina de las fachadas corroídas y la ropa tendida en los balcones, una cámara. Lo que lleva a imaginar agentes en habitaciones secretas, videograbando el lento derrumbe.
Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche.
—José Martí
Hay algo podrido en La Habana.
Nadie me advirtió acerca de su olor terrible.
Ni la melosidad de la nueva trova cubana, donde la ciudad es una referencia enternecida, ni la vociferante propaganda del exilio avisaron que la capital cubana huele a fruta descompuesta, a mugre estancada y a fango.
Es el primer día del verano, que también es inicio de la temporada de ciclones. Una semana exacta antes del Huracán Alex. La gente de más edad tiene un dicho para este tiempo que se extiende hasta antes del invierno: “Octubre todo lo pudre”. Pero aun antes del meteoro, La Habana ya vivía devastada.
Apóstoles y bandidos
En su serie de crónicas americanas de 1887 José Martí señalaba que para conocer un país había de estudiarse “en sus elementos, en sus tendencias, en sus apóstoles, en sus poetas y en sus bandidos”. Como muchos, creía conocer Cuba a través de la enfebrecida fe de sus apóstoles, hipnotizado del agua transparente de sus poetas. Pero no desde los ambiguos hechos de sus bandidos.
Centro Habana sorprende. Frente a calles repletas de fachadas barrocas, pasillos con escaleras de homenaje que hace un siglo serían deslumbrantes —baste leer El siglo de las luces, de Carpentier— el agua de la memoria arrastra a cualquiera hasta Haití. Éste es el sector a donde nunca vendrán los turistas. En cada esquina de las fachadas corroídas y la ropa tendida en los balcones, una cámara. Lo que lleva a imaginar agentes en habitaciones secretas, videograbando el lento derrumbe.
Calles Neptuno, Espada, Belascoain, Soledad… serán el cuadrante de una amarga revelación.
Frente a la estatua ecuestre del héroe cubano Antonio Maceo, es raro pensar en Maradona y en Zapata y en don Jesús, huéspedes anómalos de ese hospital, cuando algo arremete contra el olfato. En el bordillo de la acera hay un animal pudriéndose: es una tortuga atropellada con el caparazón roto.
El hospedaje de pocos metros cuesta 25 CUC diarios. Aquí caben hasta cuatro chinos en temporada alta. La señora Lucía cobra por comer en su casa dos veces al día por una módica cuota en CUCs. Con esa cantidad subsistirá toda su familia durante varias semanas: su padre, don Jesús, miliciano del 59 y el cronista. La lluvia pudre la rodilla del hombre. “Hay un brote de estafilococo”, dice sentado frente a la televisión y con la pierna estirada sobre un banquillo. Lo que hace recordar con sorna a la ingenua aeromoza de hace unas horas, desinfectando con aerosol el avión luego del aterrizaje “por disposiciones sanitarias internacionales”.
Cada tercer día, después de subir y bajar cuatro pisos de escaleras, don Jesús va a que le saquen la pus sin anestesia a pocas cuadras de ahí, al Hospital Hermanos Ameijeiras, el mismo donde se recuperara de sus adicciones y su obesidad el futbolista argentino Diego Armando Maradona.
Pero también en ese hospital moriría a inicios de 2010 el disidente Orlando Zapata Tamayo, después de una huelga de hambre de 86 días, a la cual se había acogido exigiendo la mejora en las condiciones de los presos políticos. Para el régimen, Zapata, albañil y fontanero disidente, siempre fue considerado un reo común. Mientras escribo estas líneas, otro opositor al régimen, el sociólogo y ex combatiente de Angola, Guillermo Fariñas, se reporta grave después de más de cuatro meses en huelga de hambre. Frente a la estatua ecuestre del héroe cubano Antonio Maceo, es raro pensar en Maradona y en Zapata y en don Jesús, huéspedes anómalos de ese hospital, cuando algo arremete contra el olfato. En el bordillo de la acera hay un animal pudriéndose: es una tortuga atropellada con el caparazón roto.
Antecedentes de los ciclones
Hay algo aún mucho peor que ver a los habitantes de La Habana paseando su desesperanza a lo largo del muro del malecón, y eso es que en la capital llueva. Hay lugares para los que el agua es una maldición. Cada vez que llega la llovizna el derrumbe se acelera, los malos olores despiertan y se arrastran como caimanes adormecidos.
En este barrio nació y vive aún la bloguera Yoani Sánchez. Comprobando la carencia de expectativas, es obvio recordar la declaración de la disidente que también ha sido calificada como “saboteadora” y “títere de la ultraderecha” en su gesta contra un régimen que dura ya medio siglo: “La languidez también es una forma de heroísmo”.
La palabra “languidez” lleva a la furia de doña Lucía, quien meneando el arroz blanco y los garbanzos confiesa: “Me tienen hasta la madre con sus juntas”, mientras enumera los alimentos que ahora es imposible conseguir: harina de trigo, carne de res, leche, naranja, maíz, pollo, ciertos granos.
Mientras, su hijo adolescente mira Scarface en un DVD pirata. Al Pacino, con sus ojos desorbitados, monologa convertido en Tony Montana ante los interrogadores de Miami, después del éxodo de Mariel: “Siempre te dicen que pensar, cómo ser, qué decir, qué soñar”.
Cada tarde los vecinos tienen la obligación de estudiar y reflexionar activamente acerca del más reciente discurso de “el compañero Raúl”.
Lucía vive en la Calle Soledad. Es representante de un CDR.
En estos días difíciles, a las juntas obligatorias de esta cuadra asisten ya sólo diez o doce personas.
Su novio mexicano le ha enviado un DVD del cantante Marco Antonio Solís: frente al viejo televisor, la viuda habanera tararea: “Tu vanidad no te deja entender/ que en la pobreza se sabe querer…”
La belleza
Ellos: hombros hipertrofiados, pestañas ondulantes, doradas cadenas al cuello.
Hay una moda entre los bien parecidos jóvenes cubanos: playeras de tirantes que en letras estilo graffiti alardean: “De puta madre”.
De regreso, al anochecer, en las calles paralelas al malecón, cerca de la clínica Hermanos Ameijeiras, entre las fachadas que parecen derrumbarse, hacinados, jugando ajedrez o dominó, los delgadísimos torsos desnudos, acuclillados, fosforecen en la sombra.
En El Vedado, cerca del Hotel Cuba Libre, cinco minutos en la avenida 23 sacian la cuota anual de belleza. Ellas: piernas de un negro mate, párpados hipnóticos. Nalgas encabritadas y labios henchidos de esperanza y de sueño. A una milla de Centro Habana, El Vedado parece otro país. Ahí se encontrará la Universidad. Copelia. Librerías. Embajadas. Calles limpias. Macizos de flores en los camellones. Paseos llenos de estatuas. Tiendas de lujo.
El puto del parque Copelia lleva un timón en la hebilla del cinto.
En la famosa heladería se filmaron escenas de la cinta Fresa y Chocolate que vino a poner en la discusión la existencia de homosexuales en Cuba. Frente a Copelia, el cine Yara. Ahí se exhibe el Festival de Cine Francés. Cortos animados de temática militaristas. En todas las animaciones europeas hay campos de concentración, prisioneros que escapan del encierro dibujando, seres grises que mueren a trabajos forzados o fusilados. Tropas que avanzan bajo el cielo encapotado. Bombas que caen abriendo sus hocicos negros. Tanta propaganda desanima.
De regreso, al anochecer, en las calles paralelas al malecón, cerca de la clínica Hermanos Ameijeiras, entre las fachadas que parecen derrumbarse, hacinados, jugando ajedrez o dominó, los delgadísimos torsos desnudos, acuclillados, fosforecen en la sombra.
El gran caníbal
Miro el partido México-Argentina en el cine Pairé, frente al Capitolio, en La Habana Vieja.
Legiones de jóvenes negros apoyan a los sudamericanos. Un moreno mira gruñir y maldecir al extranjero ante la estéril terquedad de Salcido, sus tiros de cuarenta metros al poste, al caer el primer gol de Argentina, me grita: “¡Habla ahora, maricón!” En Cuba, cuando alguien te nombra así, te tacha de cobarde. Cuando cae el tercero del “Apache” Tévez, el forastero echa su cuerpo a la llovizna.
La Habana Vieja es como Las Vegas. El hiperrealismo que describiera Umberto Eco. Turistas entusiastas que bailan al ritmo del son en los bares que frecuentara Hemingway: la Bodeguita del Medio o el legendario Floridita, donde dicen que el viejo lobo de mar inventó el daiquirí. A unas cuadras del hotel Ambos Mundos, convertido ahora en museo, en el frontispicio de un baño público de la calle Obispo —le dicen el boulevard— se dicta, como en muchos muros de la ciudad —“ojalá las paredes no retengan tu grito de camino cansado, escribió el poeta— una sentencia revolucionaria: “Aquí no se rinde nadie.”
A los isleños les gusta hablar y hablar. Conversan a gritos. Por la misma calle, afuera de las oficinas de la compañía Telepunto, cientos y cientos de usuarios hacen fila para poder recargar el tiempo aire de sus teléfonos móviles. En el editorial de Granma del 24 de junio, Noche de San Juan en otras partes del mundo, Fiesta de las Walpurgis, el comandante vitalicio reflexiona sobre los peligros del consumismo.
El bosque, el lobo y el hombre nuevo
La mayor parte de los habitantes pasan hablando de salud y de dinero. Del precario equilibrio del cuerpo. De la naturaleza esquiva y volátil del capital.
A Guillermo Carrillo le gusta la Biblia, la lee a diario. Dice que su libro favorito es el Eclesiastés. Recita: “Hay un tiempo para todo. Tiempo para sembrar y tiempo de cosechar”. Carrillo se quiere ir. Tiene un posgrado en física y un título que lo acredita como pedagogo, además de una carrera de técnico en medicina. Pero también tiene una madre enferma. El hombre ilustrado duró casi un año sin trabajo antes de ser contratado como velador de un edificio estatal por ocho CUCs al mes. La vida de cada caribeño parece una novela rusa.
Durante el taller de guión que impartiera en la Escuela de Cine y Televisión de San Antonio de Los Baños, a cuarenta kilómetros de la capital, a propósito de la discusión de su historia El bosque, el lobo y el nombre nuevo, el narrador y guionista cubano Senel Paz había declarado:
Desde el punto de vista de la Revolución, todo el que se va del país es un mal cubano, un traidor inclusive; pero lo que nadie se pregunta es cuánta responsabilidad le cabe a la propia Revolución en ese problema. Los que están abiertamente contra la Revolución, los que no resisten las tensiones de la vida cotidiana, los que quieren elevar su nivel de vida cotidiana —como cualquier emigrante, de cualquier parte del mundo—, los que simulaban creer y ya no encuentran justificación para seguir haciéndolo… Pero están también los que de ninguna manera se hubieran ido de no haberse visto forzados a hacerlo por culpa de los extremismos, los prejuicios, la estupidez, la intolerancia.
Las calles de Centro Habana tienen nombres que son poesía pura: Neptuno, Gervasio, Belascoain, Soledad, Espada. Cerca de ahí el Barrio Chino. Todas los días de la semana adolecen de la aridez del lunes —“La eternidad por fin comienza un lunes”, escribió el poeta Eliseo Diego. Todas las noches son como la última noche del fin de semana. Las adolescentes bailan en la disco del hotel Deauville como si fuera la última noche del mundo, o venden su cuerpo en el Callejón Virtudes.
Esa última noche recorro el malecón entre legiones de cubanos que miran hacia el mar.
Un idiota pasa hablando solo y paseando en un carretón un roto santo de yeso. Abajo del muro, antes del agua, una rata negra corre entre los resquicios y la basura del arrecife. Latas de cerveza Bucanero, preservativos, botellas vacías de Havana Club.
A las nueve de la noche suena el cañonazo del fuerte de El Morro.
Quince años queriendo conocer esta ciudad moribunda.
Y saborear ahora la amargura indecible de un anhelo conseguido.
Epílogo
Después de pagar el internet más caro del mundo —seis euros por treinta minutos—, en un destartalado aeropuerto con goteras, luego de dos aviones retrasados y un taxi alquilado al que la tormenta le pisa los talones, llegar por fin a la ciudad natal.
Al siguiente día, emborracharse y vomitar de noche bajo el huracán. Entrar empapado a la casa rentada. Ver los hijos dormir. Mirar la jarra de agua. Las tortillas envueltas en una servilleta tejida. Aspirar el olor a café y repelente de mosquitos. En la oscuridad, junto al ronroneo del refrigerador —en Cuba les dicen “cocos”, porque adentro sólo tienen agua— encender el procesador de palabras, pensar en todo lo que esta semana ha derruido, y ante el vacío resplandor de la página sola, decirse a sí mismo: “Habla ahora, maricón”. ®