Estos dos volúmenes son esfuerzos editoriales y literarios valiosos, y ante las trivialidades del mercado y sus tonos de gris, necesarios para mostrar otras vertientes del erotismo y pulir esa arista dentro de nuestras letras.
La señera colección de erotismo en lengua castellana, La Sonrisa Vertical, de Tusquets Editores, dio desde hace unos años en invitar a escritores a escribir cuentos y conformar antologías con distintos motivos: los Cuentos eróticos de Navidad (1999), los de Verano (2002), los de San Valentín (2007) y al que titularon Feliz cumpleaños… erótico, de 2011, año en que la división mexicana de la editorial comenzó un esfuerzo similar con escritores nacionales y así, en la primera oportunidad editaron los cuentos de nueve escritores (y escritoras, chiquillo) con el tema de la Nochebuena, y el año pasado la convocatoria reunió los esfuerzos de una decena de ellos en torno al erotismo y la muerte.
Esta colección, que ha vertido al castellano y publicado no sólo a los clásicos del género sino a una pléyade de escritores más, sólo ha publicado en volúmenes individuales a tres escritores mexicanos: Gilberto Guerrero (El diván del taimado), a Andrés de Luna (El bosque de la serpiente) y a David Miklos (Brama), y tan sólo a uno en cada una de las anteriores antologías. No me extraña la situación. En nuestro país la producción de arte erótico es más bien escasa —somos un pueblo heredero de tzompantlis e inquisidores, más dado a fiestas de muertos que a bacanales. Incluso el mismo que buscó soliviantar la moral nacional desde el farallón de las letras eróticas, Juan García Ponce, dejaría pasar muchos años (después de traducir y promover a los clásicos) para publicar su cuento “Un día en la vida de Julia” (1995) que enfila a un franco erotismo y no sólo a la provocación y la insurrección moral. Lo dicho, podemos mostrarle al mundo cómo se convive y celebra la muerte pero de ninguna manera poseemos un corpus que permita hablar de un erotismo a la mexicana (dejando de lado los queridísimos y homosexuales juegos de albures). No poseemos en nuestro inconsciente colectivo ningún tratado o templos como los de India, ni un Decamerón como texto fundacional, ni siquiera algo parecido a los cartones pornográficos con los que se hizo escarnio del clero y la aristocracia durante la Revolución francesa. No es una acusación, simplemente una constatación de hechos.
En nuestro país la producción de arte erótico es más bien escasa —somos un pueblo heredero de tzompantlis e inquisidores, más dado a fiestas de muertos que a bacanales. Incluso el mismo que buscó soliviantar la moral nacional desde el farallón de las letras eróticas, Juan García Ponce, dejaría pasar muchos años (después de traducir y promover a los clásicos) para publicar su cuento “Un día en la vida de Julia” (1995) que enfila a un franco erotismo y no sólo a la provocación y la insurrección moral.
Convengamos que en Occidente podemos decir que el arte erótico es la manifestación estética de los deseos (y temores) de los hombres y que, como dice André Pieyre de Mandiargues, su literatura tiene “la voluntad de producir en su propio autor, o en sus lectores y lectoras, una excitación capaz de conducir hasta el deseo sexual y su satisfacción y también, lo cual me resulta más simpático, una necesidad de chocar, una tendencia a la provocación, incluso furiosa, cuyo objetivo […] sería un trastorno de la moral al uso y una liberación con respecto a sus leyes”,1 eso es lo que le podemos pedir al género: excitación o transgresión, y no importa si la conmoción es placentera, lo importante es a qué parte de nuestro cuerpo se dirige.
La primera de las antologías, Nochebuena en tu cuerpo [Tusquets, 2011], le queda a deber a la colección ideada por Luis G. Berlanga. Aunque los textos tienen que ver con actos de la carne, en su mayoría no erotizan contundentemente el pensamiento, mucho menos la entrepierna, ¿será que hemos visto demasiado o soy sólo yo que me he vuelto demandante? No lo sé, pero extrañé tensión erótica a lo largo del volumen.
Quizá inspirado en deseos adolescentes y de culpígenos hasta macabros, el primer cuento, “Mal día para un velorio”, de Eduardo A. Parra, ofrece una narración cachondona que juega con la idea del incesto, la culpa y el deseo, y cuya circunstancia dada la festividad dará tétrica ocasión a los amantes. En el segundo cuento Luis H. Crosthwaite busca trastocar la sensualidad y literalmente la plantea en las manos de sus personajes, aunque en ningún momento podamos sentir sus pulsiones y sólo nos deje claro que el hombre así como anhela también teme el roce de la piel. El tercero, de Francisco Hinojosa, es una narración fragmentaria y pusmoderna que ofrece un cuadro más bien naïf del deseo por jugar a las muñecas. El cuarto, “Anunciación”, de Álvaro Enrigue, es un cuento que sin duda hilvana erotismo e irreverencia y que, con oportunidad por el pretexto y elegancia, barrunta una posible hagiografía de María: alguna posible circunstancia de su historia y el decisivo encuentro con el Arcángel.
Ana Clavel (a quien he escuchado decir que ella no es una escritora erótica), haciendo un guiño a Ahumada, recupera las posibilidades “mágicas” del metro a la vez que hace embarcar a su protagonista en una ensoñación medianamente cachonda que se conjura de modo usual en nuestro México —ni modo, Aquí nos tocó vivir. En el cuento “Rostros sin identidad” Claudia Guillén hermana dos escenas, en la primera muestra tablas para citar al deseo y construye una gresca derivada de la cachondería lesbiana y los manejos prostibularios, y en la segunda insiste en lo torcido de los parroquianos de los tabledance: borrachos, babeantes o sospechosamente homosexuales. Verónica Gerber entrega la narración de las desventuras y los pueriles avatares de una puberta y su atisbo a la sexualidad para concluir, no en un ritual iniciático como supondríamos sino en un —otra vez infantil— desquite (quizá el cuento menos adecuado al volumen, o se me escapó el simbolismo). Mónica Lavín aprovecha el pretexto y monta a su personaje en la búsqueda de deseos insatisfechos: ver la nieve y tener sexo. Inventa una geografía comercial en la que a través de la fantasía la compañía a la que el personaje acude, (medio) colma ambas inquietudes. El último cuento, de Gabriela Jáuregui, se vale de la premisa de que la realidad supera a la ficción y nos deja en el segundo párrafo con unos lobos en el argumento; después plantea a Silvia, su personaje, en un conveniente y caluroso Acapulco que evidentemente la lleva a vestir ligero y a sudar; finalmente nos ofrece un desenlace interesante: Silvia aunque apanicada disfruta y deja que el deseo la derrita.
El volumen es poco consistente no porque sus cuentos no logren describir sagazmente la genitalidad o que se arredren para explicar que sus personajes cogen, sino porque no se percibe un deseo poderoso, una verdadera obsesión —o como en el caso de Enrigue, la irreverencia— o el humor que lleve la situación por caminos inquietantes que, gracias a la virtud literaria, nos convenzan y nos lleven a sentir la pulsión en la piel.
El volumen es poco consistente no porque sus cuentos no logren describir sagazmente la genitalidad o que se arredren para explicar que sus personajes cogen, sino porque no se percibe un deseo poderoso, una verdadera obsesión —o como en el caso de Enrigue, la irreverencia— o el humor que lleve la situación por caminos inquietantes que, gracias a la virtud literaria, nos convenzan y nos lleven a sentir la pulsión en la piel: que nos eroticen al tiempo que acarician nuestro intelecto. O me he vuelto sólo un consumidor de hubs pornográficos.
Entré con ánimo inquieto a La muerte y su erotismo [Tusquets, 2012], ya que, como dije antes, me parece que los mexicanos tenemos más afinidad con la huesuda que con Eros, y aunque es un poco dispar el volumen cumple.
Julián Herbert presenta un cuento poco comprometido, ya que si bien su personaje se codea con la muerte a través de su videoarte, de pornografía gonzo con prostitutas seropositivas donde es coprotagonista, no consigue reflejar el impulso de muerte ni el erotismo de la ruleta rusa. Gabriela Jáuregui (que repite en la antología) describe un elegante acercamiento a la podofilia, donde la sensualidad queda en el texto pero no consigue emocionarnos. Quien también repite es Eduardo Antonio Parra y es el único que acerca su texto a la tradición mexicana de la fiesta de muertos y de los pocos que describe a una protagonista común (y no una curvilínea de senos enhiestos), aunque su cuento, escrito con oficio y voluptuosidad, se queda corto al imaginar la transustanciación de los vivos con los muertos. Al cuento de Socorro Venegas no le hallo ninguna cercanía no digamos con la antología sino con la colección, es un texto conmovedor, terrible y bien logrado, la pena es que se trata de niños con enfermedades terminales pero con apenas diez años que sólo pueden reflejar ternura, ni siquiera sensualidad.
Andrés de Luna entrega “Unas cuantas palabras” en las que lleva su cuidada narración a un París que ha estimado sus catacumbas y que lo confirma como bon vivant conocedor de los retruécanos del alma y de la pulsión primigenia que habita en el erotismo. Su personaje, La Bestia, construye su propia moralidad y sus parámetros de lo permisible y en su camino al reencuentro con las fuerzas primordiales lleva a sus bacantes a un paroxismo insospechado. “Carretera”, de Orfa Alarcón, abreva en la violencia que hacen campear en el país los delincuentes y nos descubre a una mujer que desea —sexo, poder, violencia— y que se subyuga al poderoso, sin importar su calaña, un texto que autentifica el deseo femenino sin hipocresías. Miguel Maldonado en una narración fragmentaria, “El mejor besador de pezones”,campanea de la descripción sensual al relato surrealista en un cuento de intriga psicológica que termina por alejarse de lo que su título prometió. “Cuerpos”, de Julieta García González, se vale de un personaje agobiado para mostrarnos cómo la obsesión y la carne lo llevan a la necrofilia. José Mariano Leyva, en “Mi último cuento”, entrega una espléndida narración que no se detiene ante nada para mostrar una soterrada obsesión respecto al sexo: que aniquile nuestra voluntad, que nos vuelva objeto. Y así permite que su alter ego transgreda y se abisme en placeres prohibidos (y quizá anhelados) por la psique machista, Leyva no se arredra por el camino que toma y desafía lo políticamente correcto: su personaje se deja poseer, se humilla y entrega, se vuelve una putita dispuesta a ser vejada. Uno de los mejores cuentos que he leído. “El perro se enciende”, de David Miklos, cierra el volumen, y en él Miklos le es fiel a sus obsesiones paterno-filiales y, también, mirando de frente lo que teme y desea ofrece vicios modernistas en una narración cruda de la podredumbre del poder y las relaciones familiares.
Todos los convidados muestran sus hechuras como escritores, no es falta de oficio sino de vicio lo que percibo. Su seriedad les impide mostrarnos la carne que a ellos excita o por lo menos inquieta. Como si sólo citar la filia fuera erótico, como si bastara saber que los personajes cogen para calentarse, como si sólo acercar la muerte y el sexo revolviera nuestras pulsiones primitivas. Son sólo algunos los que discurren cómodamente entre los destellos y los meandros del deseo: Enrigue es irrespetuoso y divertido; Andrés de Luna un pez en el agua; Orfa Alarcón es atrevida y honesta; Miguel Maldonado se anima y sorprende, pero lo frena algún academicismo; Miklos se mantiene fiel a sí mismo y gusta de lo que escribe, y Mariano Leyva mira hacia el abismo del deseo y, afortunadamente, deja que lo trague. A ellos cinco hemos de agradecerles que coloquen alto la vara dentro de estas antologías.
Ambos libros son esfuerzos editoriales y literarios valiosos, y ante las trivialidades del mercado y sus tonos de gris necesarios para mostrar otras vertientes del erotismo y pulir esa arista dentro de nuestras letras. Dos antologías de cuentos importantes como documentos, como marcas que en el camino de un género escamoteado, y considerando que una de las últimas antologías2 que se hiciera de la narrativa erótica mexicana data de 1975, los dos volúmenes son interesantes para curiosos e invaluables para los herederos de Edmundo Valadez. ®